El tipo que vio a Moby

Juan Manuel Valitutti

Argentina

fig76

Ilustración: Valeria Uccelli

Son los restos de una nave. No es un diente que sobresale sobre una encía enferma. Aunque debe parecerlo, me imagino.

Somos dos. Es un tipo al que odio. Pero somos sólo nosotros dos. Los demás están muertos. Muertos al aterrizar —por el aterrizaje, se entiende— o por lo otro.

Llevamos días, meses en esta superficie dura. La computadora de abordo dice que es caliza. La superficie. ¿Y qué me importa, digo yo? ¿Y el gusano?

¿Come esto?

Encava eternamente. Pero come carne, de eso no hay duda.

Somos nosotros. La carne, claro. La carne para el gusano que está allá afuera. En el vasto desierto albo de este extraño planeta.

Hacemos bromas. “Salgo yo”, digo. “No, salgo yo”, dice el otro. Y nos reímos: él, mientras se afeita ante el espejito; yo, mientras voy al retrete.

¿Y la mierda? ¿Y la mierda a dónde va?

“No preguntes”, dice el tipo. “Las máquinas funcionan, por ahora”, dice, y toca madera: un pedazo de fibra del panel de control. ¡Cómo odio al tipo!

Una vez, el gusano sacudió la nave. Nos agarramos como pudimos. Rodamos por tierra: el suelo metálico de la cápsula.

Y la nave se ladeó.

Tuvimos que improvisar tarimas en escuadra para desplazarnos normalmente, sin volvernos locos. Las soldamos para que nos sostuvieran. El nuestro es un mundo como el de los cuadros de Xul Solar, o algún surrealista.

El tipo dice que una vez lo vio. Al gusano.

Yo no le creo.

“Es blanco”, dice. “Como la cal”, dice.

Yo no le creo.

“Es blanco como Moby Dick”, concedí yo.

“¿Quién?”, me dijo.

Yo no insistí. Lo odio al tipo…

Es ingeniero molecular. Él, el tipo.

No, no es ningún boludo; pero hay veces en que la boludez se mide de otra manera, ¿ok?

Ahab no es más Ahab.

“¿Vos leés?”, me pregunta el tipo.

“Y, sí”, le digo. “¿Hay algo más que hacer acá, mientras esperamos el rescate?”.

“El rescate…”, me digo: una sonda de mierda arrojada al espacio profundo con unas coordenadas que poco sospechan de agujeros negros.

Nuestra vida es la espera, mientras el gusano vencedor —Poe, cuándo no— triunfa.

La comida no es problema. El reproductor funciona: verduras, carnes, pastas. Todo. Sale por la rendija. Como la mierda, ¿eh?

Ahab no es más…

Una mañana desperté y el tipo no estaba.

Lo busqué, aunque es un espacio reducido. La nave es chiquita. Una “cobriza” de reconocimiento. ¿Misión original? Sondear las “paredes” del agujero negro.

Pero el hijo de puta nos chupó.

Ahab no es…

La compuerta 3 estaba abierta. Por ahí salió. ¿Qué buscaría el tipo?

¿Comida? Ya tenemos. ¿Qué? ¿Aire? ¿Aire real? ¿Espacio real? Vida…

Salió para matarse el tipo.

Y no volvió…

El gusano vencedor.

Se lo comió hasta el tuétano, obvio.

Yo pasé los días subsiguientes leyendo. Entonces una luz se encendió en el tablero. Era intermitente. La luz. El destello rojo sobre el panel. Corrí y me abalancé sobre la luz. Todo fue escarlata para mí. Tanto que me dolieron los ojos. Veía todo rojo, veía. Rojo, rojo, rojo, rojo, como explosiones solares en mi corteza cerebral, rojo, rojo…

El tipo no volvió.

Y estaba la luz, la luz apenas unos días después de que el tipo decidiera arrojarse a la boca del gusano…

Pobre tipo. Lo odiaba pero no era para tanto. Era de carne y hueso, como yo.

La luz se convirtió en otra cosa: una señal. Morse. El antiquísimo código. Es todo lo que lo puede atravesar. Al agujero, quiero decir. Pero la misión de rescate está en camino. Y el tipo —pobre tipo— ya no está.

Lo miro por la tronera. Son seis las troneras, y odio que no haya una séptima porque se me perdió de vista… ¿Cómo que quién se me perdió de vista? El tipo, ¿quién más? Sí, el tipo: vivito y coleando, haciéndome señas, señas desesperadas para que salga, para que me abisme…

¿Cómo zafó, digo yo, del gusano? ¿Y a dónde carajo quiere que vaya?

Me hace señas el tipo. Y corre de la tronera sur a la norte, pero desaparece, como los actores de teatro, cuando llega a donde no hay séptima tronera. A mí sólo me queda imaginarlo, y me lo imagino. ¿Y el gusano? ¿Dónde está?

Llega. Me doy cuenta porque la nave vibra. Parece que va a despegar, pero no, es el gusano… Horada la tierra, se dirige al objetivo: el tipo, ¿quién más? Yo le hago señas. “¡Corré!”, le grito, pero qué va a oír. Los receptores de su traje son inútiles en este polo magnético del planeta.

Y ya llega Moby.

Ahab no…

Entonces algo aparece en el radar…

¡Es la misión de rescate! ¿Se salvará el tipo? “¡Corré!”, le grito. El gusano. Ahí está el gusano. Enorme. Blanco. (Tenía razón el tipo: lo había visto.) Blanco y enorme, como el monstruo de Melville. “¡Corré!”, pero no se mueve. Se queda mirando el horizonte el tipo. Y no se mueve. ¿Qué ve? ¿Ve al gusano? ¡No! No al gusano. Ve otra cosa: la nave de rescate. Recortada en el horizonte. Envuelta en un anillo de fuego. Se acerca. Amaga. Avanza a ras de la cal, levantando inútiles nubes lívidas. ¿La penetrará el gusano? A la nave, ¿la penetrará?

Enciendo las luces de navegación. Que vengan derechito, nomás.

Los espero. Los esperamos.

Ahab…

Somos Queequeg y yo.

Porque él es como Queequeg. Él, el tipo, arrojó el cofre con las plumas. Él, el tipo —quién más— es el que trajo la nave. Y ahora va a morir…

Ahí está el gusano: se desentiende de la nave —¿para qué va a perder el tiempo con un montón de metal?— y se va derecho al tipo. “¡Corré!”.

Y no, no se mueve.

Pero… ¡El gusano no lo ve! ¡Sigue de largo! ¡Viene hacia mí! ¿Serán las luces? ¿Lo atraerán las luces? Me embiste —soy el Pequod—, me rompe, se caen los pisos en escuadra, me caigo yo. No me puedo levantar. La nave se ladea más y más. Se cae. El techo vuela. Pero no por el derrumbe: acaban de volarlo. Los de la nave. Los de la misión de rescate. ¡Me izan con su halo de luz!

¿Y el tipo?

“¡Está allá abajo!”, les grito. Pero no me hacen caso. Se miran. Entre ellos se miran.

“¿Quién?”, me dicen.

“El tipo”, digo yo. “¡Queequeg!”.

Me dicen, después, que no hay ningún tipo… “Usted es Fulano de tal”, me dicen. Y me dicen que soy teniente, sí; y me dicen que tengo tantos años, sí; y que soy ingeniero molecular… Ahí los atajo y les digo que no; que yo no, que el tipo es el ingeniero molecular. Y se miran entre ellos, y se me quedan mirando… Entonces siguen: y que partí en una misión de reconocimiento diez años atrás —yo solo— para explorar las paredes de un nuevo agujero en NGC 6661. Y que sólo pedí mis libros. Por acompañantes, se entiende.

Pregunto por el gusano. (Se miran, me miran). “Es una superficie caliza, soldado”, me dicen. “Bien muerta, ¿sabe?”.

A veces me pregunto quién era el tipo… o el gusano.

Me lo pregunto cuando me afeito frente al espejito… o cuando voy al retrete. O cuando leo.

Y me respondo…


Juan Manuel Valitutti (1971) es docente y escritor. Ha publicado cuentos en los principales medios digitales y de papel de ciencia ficción y fantasía. Finalista en el concurso “Mundos en tinieblas” en sus ediciones 2009 y 2010, también ha sido seleccionado en el contexto de la primera Convocatoria de Relatos de Horror y Ciencia Ficción organizada por Exégesis/Nocte. Sus cuentos han sido traducidos al catalán para su aparición en la revista Catarsi. Pueden consultar su blog Crónicas del Caminante

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