Cuatro tapas y manijas amarillas
Enrique José Decarli
Argentina
Miguel llega, aplaude o toca el timbre. Espera junto a la reja; a los pies, la caja negra: cuatro tapas y manijas amarillas. Minutos antes del horario que prometió venir, me paro tras la ventana, me gusta verlo llamar. Me gusta verlo esperar y pensar: qué pensará Miguel mientras espera. Abro la puerta y le hago señas. La reja está sin llave, Miguel, pase. Y pasa. Primero la caja, después Miguel.
En el umbral me da la mano y sonríe. Dice que tiene que cambiar la caja. Las tapas se le abren solas de tan falseadas. Le digo que sí, que debería, pero no le creo nada. Miguel siempre está por cambiar la caja. Adentro me mira y ya lo sé. No quiere perder tiempo. Entonces lo guío, Por acá Miguel, al fondo. Por cada ambiente que atraviesa dice permiso. Adelante, digo yo por cada ambiente que atravesamos. En el patio, por ejemplo, lo pongo frente al enemigo. Mi enemigo, en realidad. Mis enemigos no son los mismos que los de Miguel. Miguel es amigo de la cisterna, de las cajas de luz, de los rollos de cortina. Se para frente al bombeador y lo desarma con la mirada. Funde el metal. Penetra el mecanismo y vuelve a mirarme. Entiendo que debo irme. La única condición que puso la primera vez que lo contraté: Jefe…, yo laburo solo.
Él no lo sabe (o creo que no lo sabe). Hace tiempo me agarró curiosidad. Desde antes de que Miguel llegue, tengo elegido un escondite para espiarlo. Miguel camina por el patio. Mira a todos lados. Se asoma por la puerta del living, y confiado, supongo, en que nadie lo ve, vuelve al patio y abre la caja. Nunca pude ver adentro, no hubo escondite que me lo permitiera. Sé que es negra. Abismalmente negra. Sé que Miguel pierde los brazos hasta los hombros. A veces, el tronco, hasta la cintura, y las manos vuelven, de las profundidades, armadas con instrumentos rarísimos. No son herramientas comunes. Son cosas que jamás vi en ningún otro lado más que en manos de Miguel. Se arrodilla al lado del bombeador y le pregunta qué pasa. El bombeador dice, según el caso, lo que determina una u otra voz, que tiene la correa muy gastada, o el tapón sin teflón. Miguel lo acaricia. Todo bien, amigo, le dice, y empieza a desarmarlo. Ajusta acá y allá. Engrasa. Lija. Pregunta: Qué tal ahora. El bombeador dice: Mucho mejor.
En casa, y esto lo sé gracias a Miguel, hasta las llaves térmicas hablan. Por eso a veces tengo miedo. Miedo de que un día me delaten. Supe de rivalidades. De noviazgos. De roturas y separaciones de cables que terminaron en cortocircuito. Por el momento nunca escuché hablar mal de mí. Pero hay días en que me siento amenazado. Observado por mil filamentos incandescentes dispuestos a electrocutarme. Por el cucú, que sale a cantar cuando quiere. La cerradura, en el seno de su combinación, tiene el poder de encerrarme hasta que muera, solo, hambriento. Igual pienso. Pienso y espero. Nada de eso va a pasar mientras no deje de llamar a Miguel.
Entonces las herramientas caen en la caja. Caen como si cayeran al fondo del mar. Las cuatro tapas se cierran. Escucho a Miguel caminar por la cocina, pedir permiso, entrar al living. Listo, jefe. Salgo del escondite con un libro o el diario. Simulo que Miguel me interrumpió y Miguel se disculpa. Le digo que no es nada, le pregunto qué era. Siempre me dice algo distinto de lo que el bombeador o el lavarropas (o lo que sea que vino a arreglar) le dijo. Le pregunto cuánto es. Se rasca la cabeza. Saca cuentas mirando al piso. Cincuenta y dos pesos, dice. La única tarifa que le conozco, trabaje diez minutos, media hora o dos días enteros. Le pago y lo acompaño a la puerta. Me da la mano y sonríe. Hasta la próxima, dice. Y sale. Primero la caja. Después Miguel.