Sanlugón

Enrique José Decarli

Argentina

Algo, en realidad indefinible, había cambiado en la estructura del joven.

Algo sutil, quizás exquisito. De repente me pareció menos joven.

MANUEL MUJICA LÁINEZ

Conocía todas sus caras. Sanlugón en diciembre, sobre los exámenes, preocupado por la facultad. Sanlugón a día 20 sin un centavo en el bolsillo, antes de pedirme, avergonzado, cincuenta pesos hasta fin de mes. Sanlugón peleado con el jefe o la novia, bajo amenaza de despido o desalojo. El de esa mañana ni siquiera levantó la cabeza cuando llegué. Apenas la vista. Sonrió como de compromiso —un desconocido más clavado que todos los otros juntos—, y volvió sobre la lectura.

Encontrarlo solo me llamó la atención. Los más amigos, cuando fichábamos, primero íbamos a su oficina, después podía empezar el día, ése era Sanlugón. Me senté y le pregunté qué pasaba.

—Me estoy encogiendo —dijo.

Bien podía ser uno de sus típicos comentarios que nos hacía escupir el mate de una carcajada. Pero no había sonado a broma. Se paró firme al lado del escritorio. Salvo una leve palidez (y algo más que no podía terminar de definir) no noté diferencias. Sin embargo estiró un brazo hacia el estante y ni lo rozó. Se puso en puntas de pie, y tampoco.

—Me alcanzás “Prysmian” —dijo.

Agarré el expediente con tanta naturalidad que después me sentiría culpable. Igual, hasta ese momento, si me hubieran dicho que habían subido el estante, lo habría creído.

—Fue anoche —dijo Sanlugón—. Estaba acostado y algo tiró muy fuerte acá.

Volvió a sentarse y se frotó las canillas. Los pies no le llegaban al suelo. El pantalón le cubría la mitad del zapato.

La cuestión, según él, corría por herencia en la línea de los hombres. Yo sabía que Sanlugón no tenía papá. Siempre lo había dado por muerto, entonces dudé.

—¿Tu viejo, Sanlu…?

—Desapareció —dijo—. Mi abuelo también. Y el papá de mi abuelo. Y hasta donde sé, el abuelo de mi abuelo.

Los dos bien de frente, Sanlugón hablándome despacio, al fin vi eso que no podía terminar de definir. Las orejas parecían apenas más grandes. Lo mismo la nariz y los labios. Unas bolsas bajo los ojos. Las mejillas arrebatadas.

Le pregunté si tenía miedo.

—Miedo exactamente, no. Curiosidad y ansiedad —dijo.

Desde chico digería la idea de que esto alguna vez iba a pasar, aunque nunca pensó que atacaría tan joven, Sanlugón tenía veinticinco años. Estaba templado. Había visto encogerse a su papá. Dejar la cabecera en la mesa familiar por una sillita alta de bebés, una caja de zapatos.

—Igual que un gato —dijo—. Te imaginás, ¿no? Mi vieja, en la cama, lo podría haber lastimado.

El padre de Sanlugón terminó convertido en algo así como una pasa de uva adentro de una cajita para guardar anillos. La cajita donde, el día que se comprometieron, le regaló a la mamá las alianzas, último domicilio conocido. Después, le perdieron el rastro. Y cuando pensaron que la pesadilla (por doloroso que hubiera sido el final) había terminado se dieron cuenta de que, en realidad, recién empezaba.

—Que nosotros no pudiéramos verlo, no significaba nada. Podía seguir ahí. Puede seguir ahí. Esquivándonos. Escapándose de la aspiradora, del perro. Amenazado por las arañas y los insecticidas.

Le pregunté si en serio creía que su papá merodeaba la casa. Entonces sonrió de verdad. Por un segundo volvió a ser Sanlugón. Dijo que, a veces, a la noche, el padre le hablaba al oído. Podían ser sueños o voces imaginarias. Él, por las dudas, se quedaba quieto, acurrucado contra la pared. Esas noches dormía más tranquilo.

—Pero no —dijo—. Creo que está en un lugar mejor. Con su viejo y su abuelo. Con todos los que son como nosotros, si es que hay más como nosotros.

Esa tarde me la pasé subiendo y bajándole expedientes del estante. Antes de que se fuera traté de convencerlo de que esperara. Quizá la cuestión (él nunca lo llamó enfermedad) se revirtiera. Que no se apurara a tomar una decisión tan cortante, quedarse sin trabajo en esta época, qué boludo. Sanlu sonrió.

—La decisión está tomada —dijo—. Y no la tomé yo. Yo obedezco.

Tenía que prepararse. No podía seguir perdiendo tiempo. Tuvo la delicadeza de dejar el trabajo al día. El sentido del humor de firmar una renuncia. Me dio un abrazo. Abrió la puerta y salió. Me demoré un minuto y salí atrás de él. No estaba ya. Fantaseé con la idea de que en el tramo hasta el ascensor había terminado de encogerse, una prenda de lana en un centrifugado de agua caliente, mi gran amigo Sanlugón. En la agenda del celular borré sus números. Quise evitar la tentación de llamarlo y molestarlo en el trance de la transformación. Llegaría el día en que Sanlugón no podría atender el teléfono. La campanilla sería una tortura en La mayor o un sonido indescifrable, quién sabe. Pero yo sé. En adelante, que no podamos verte, no significará nada.

La renuncia quedó en el escritorio.

Gente:

Siento que el laburo, de repente, me queda grande.

Renuncio.

Disculpen. Gracias.

Sanlugón.

Axxón 2013
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