El caballo aparece

Daniel Flores

Argentina

El demonio está sentado sobre mi pecho y me mira, lo miro, nos reconocemos. La casa, alrededor, es ahora un espacio de formas distorsionadas y oscuras; cada tanto, una luz verdosa como un candil me permite ver de soslayo la silueta de Irene, que sigue dormida, dormida y desnuda como una gárgola serena. Nadie habla.

Los colores, que apenas distingo, por momentos se saturan en largos tonos febriles, y oscilan, persisten en el aire suspendidos y luego se funden en una bruma opaca. Tengo la impresión de hallarme en un hueco silencioso. Pero no, no todo es silencio aquí. Ahora que presto mayor atención puedo oír algo así como un movimiento de papeles, papeles que caen y que se arrugan y que se rompen, pero muy en la distancia, lejos, hasta con cierta displicencia, diría. Por alguna razón, eso que oigo me trae a la cabeza la imagen de unas llamas subiendo por el tronco de un árbol, un fuego vivo. Sé que si me esforzara lo suficiente podría sentir incluso el olor de la madera quemándose, lo sé, por supuesto, aunque es mejor no cruzar ciertos límites. Demasiado tengo con intentar respirar.

Han pasado ya tres minutos, quizá cuatro, desde que la bestia trepó sobre mi pecho. Su anatomía imponente tiene el peso de mil cuerpos dormidos. No tardará en desaparecer. Debo esperar.

A veces no se mueve, se limita al miedo de la presencia, al miedo de la mirada silenciosa. Hoy la noto inquieta. Ahora se inclina hacia mí y el crepitar de las llamas se intensifica; no opongo resistencia, aunque tampoco podría. Es difícil dar detalles precisos, todo pareciera estar ocurriendo en un teatro lejano. La escena tiene algo de manierista, acaso por los colores, por la torsión, por la artificialidad. Hay una latencia de locura presa en la habitación que me condena a una quietud irreal, y la naturaleza de esa misma quietud es, al tiempo, la que impide que mi mente colapse. La parálisis es contenedora, regula la cordura. El mínimo reflejo desataría una tormenta.

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Ilustración: Paolo Urguiles

Lo que llamo “demonio” es un caballo putrefacto, que a veces también puede ser un cerdo hediondo y negro con un cuerno entre los ojos o una figura antropomorfa de rostro ovejuno, pero hay detalles que no varían: siempre las cuatro alas negras, los dos ojos humanos, redondos y celestes, siempre el peso bestial, la parálisis completa. No sucede a diario, pero es de una frecuencia nada despreciable. Hoy es el caballo, y el caballo es el más pesado de los tres, por lo que el esfuerzo por respirar se vuelve una tarea realmente dura. Con los años llegué a conquistar una suerte de autoentrenamiento que consiste básicamente en meditación y olvido. Esta es mi meditación, pensar, explicarme, comprendernos. No obstante, existe un peso físico con el que debo lidiar y, además, es indispensable que parezca nervioso, en especial cuando aparecen el ovejombre o el caballo: si este maldito se aviva de la estrategia va directo a morderme los pies o, si ve que eso no consigue enloquecerme, comienza a hamacarse con rabia sobre mi pecho hundido, una y otra vez, gimiendo, una y otra vez. Más tarde se detiene, reflexiona, murmura algo y luego se aproxima con su enorme cara de equino zombi y me olfatea el pelo, los ojos, la garganta. A veces mueve las alas. No respira. Irene no puede verlo.

Mi psiquiatra lo llama “Parálisis del sueño” y dice que es un trastorno bastante común, que de sobrenatural solo guarda un folklore dudoso y medievalista. Entonces yo le relato mi experiencia en detalle, le cuento acerca del ovejombre y del caballo y del cerdo negro con el cuerno entre los ojos, y el psiquiatra sonríe condescendiente, baja la mirada, niega, no deja de sonreír. Sé que es un buen tipo y un gran profesional, pero eso no descarta que a la vez sea un completo imbécil. Me receta unas drogas, con eso voy a andar bien, promete. Siempre dice lo mismo. A la semana siguiente le cuento que al caballo y a sus compinches las drogas no les hacen nada, que incluso parecieran darles mayor vitalidad. Supone entonces que deberíamos tener un poco más de paciencia, que habría que sostenerlo con una terapia cognitiva y cosas por el estilo. Dos lunes atrás, luego de meses y meses de paciencia inútil, por fin lo mandé al diablo y volví a casa enfurecido. Esa misma tarde le confesé a Irene todo lo que en verdad me estaba pasando. Por supuesto, ella sabía de mis sesiones, pero las razones que conocía eran otras: la infancia de un niño hemofílico con una madre alcohólica era excusa suficiente. Me sorprendió la reacción de Irene, no solo me creyó sino que incluso, en los días sucesivos, se mantuvo despierta hasta altas horas esperando que me llegara la parálisis (su opinión es que se trata de una simple variante del sonambulismo). Misteriosamente, durante casi dos semanas las bestias no aparecieron.

Hasta hoy.

Irene se durmió temprano. No podría despertarla: no tengo voz, no tengo más libertad que el movimiento de los ojos y el de las ideas. Mi cuerpo no existe. El demonio sabe lo que pienso y me muestra los dientes, unos dientes cuadrados, de caballo, otros agudos, de lobo. A veces me parece reconocer algo mío en él, algo lejano, casi muerto. Ha pasado más de media hora y no se va. Lo entiendo, está enfurecido con mi denuncia hacia Irene, mi compañera de sueño, mi otra parte; en su mirada algo me dice que él decide los tiempos de paz y los tiempos de agobio, nadie más que él. Sus razones son insondables. Me falta aprender muchas cosas, sugiere y despliega las alas, por primera vez en la noche despliega las alas, unas alas majestuosas de membranas opacas que amenazan con que la ilusión sea perpetua. Entonces la bestia relincha y la habitación se sacude, Irene despierta —quizá en lo más recóndito del sueño haya escuchado el llamado de la bestia—. “Irene”, intento decirle. Mi mujer se sienta en la cama y no me oye, pero igual me mira, y al girar la mirada descubro que su rostro está cubierto de pelos y que en lugar de nariz hay un hocico húmedo, y allí no hay boca, no hay ojos, solo una masa redonda de carne peluda. Me abraza una oleada de pánico y con el pánico el caballo ríe, ríe con una risa humana y luego desaparece. Me sacudo, tomo una bocanada de aire, grito, me incorporo, intento calmarme, vuelvo a tomar aire. Otra vez la habitación conocida, los colores habituales… Giro y mi mujer está cubierta con la colcha hasta la cabeza. No es común. Estiro una mano para destaparla, pero dudo un instante. Dudo de verdad, con el corazón. ¿Irene?, la llamo, Irene, ¿sos vos?


Daniel Flores nació en Buenos Aires en julio de 1983, es músico, escritor y docente por vocación. Cursó estudios de Corrector Literario en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea y, actualmente, cursa materias del Profesorado de Lengua y Literatura. Realizó varios cursos de escritura, con Alberto Laiseca y Cecilia Sperling, entre otros. A los 25 años decidió mudarse a la provincia de Tucumán (Argentina), en donde hoy reside, y en donde dirige un taller de escritura creativa y cuento breve. Es autor de Bajo un cielo carmesí, un libro compuesto por catorce cuentos que oscilan entre lo fantástico y el horror. Daniel mantiene su blog Verba et Umbra.

Axxón 2013
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