Amanecer

Enrique José Decarli

Argentina

Levantarse temprano siempre fue un tema. Mamá ponía el grito en el cielo, y cuando en quinto grado me quedé libre, de tantos gritos el cielo se derrumbó. Se lo tuve que contar. Y no me creyó. Entonces le pedí que por favor, una noche montara guardia en mi habitación. Yo tampoco entendía cómo sucedían las cosas. Me daba cuenta a la mañana, que no sabía por dónde empezar.

El sábado siguiente me despertaron con el desayuno. A mis pies, reunida en semicírculo había una junta de médicos. Papá dijo, con cara de preocupado, que el lunes sin falta, si me reincorporaban, retomaba el colegio pero a la tarde. Mamá se arrodilló al lado de la cama. Me acomodó el pelo y me besó la frente. No me dijo marmota. Me dijo hijito. En adelante podía tomarme todo el tiempo del mundo para amanecer.

Las cosas se complicaron después (ahora), que no llevo cuaderno de comunicaciones ni puedo decirle a mi jefe que venga a ver cómo duermo y amanezco. Porque a pesar de la junta médica, a pesar de todos los médicos juntos que siguieron el caso, ninguno supo dar un porqué. La solución fue momentánea. Mire, señora: mande al chico a la tarde. Déjenlo amanecer en paz. Los médicos habrán muerto. Al menos mamá y papá murieron y solo, en esta casa enorme, levantarse temprano sigue siendo un tema. El despertador suena y no puedo apagarlo sin antes arrastrarme un buen rato bajo las sábanas. Primero es lo primero y, para mí, lo primero es encontrar un brazo. Acercar el trapecio al hombro y que el húmero se acomode en la clavícula. ¡Clack! Una especie de fuerza magnética los une y quizá sea eso (alguna vez lo pensé) lo que pasa de noche. Me desmagnetizo. De cualquier manera lo importante es el Clack, y aunque no todas las mañanas sea así de fácil y Clack. Las noches de pesadillas inquietas que desarman la cama, amanecer es más complicado. Los brazos se desmiembran en un rompecabezas de manos, dedos y antebrazos. Todavía dormido, soy capaz de encastrar partes derechas en izquierdas o viceversa y cada viceversa multiplicada por las mil combinaciones posibles de dieciséis pedazos sueltos. Cuando no (y esto lo odio), los meñiques se pierden entre los pliegues de las sábanas.

Después de juntar un brazo útil apago el despertador. El velador hace la luz y el panorama, si bien me acostumbré, es desolador. En el fondo de la cama están las piernas despatarradas. Reptar para recuperarlas es trabajoso pero es un buen ejercicio. Me hizo desarrollar abdominales, pectorales y dorsales fuertes. A las mujeres, se sabe: eso les gusta. No tengo problemas en ese sentido. El problema con las mujeres es otro. No puedo permitir que amanezcan conmigo y a mí me gustaría, sobre todo con una, dormir abrazados, despertarnos juntos, desayunar. Cuando a las cuatro de la mañana les pido el remís, la mayoría se enoja. Se van insultándome y generalmente no vuelven. Por eso en el último tiempo cambié de estrategia. Voy yo a visitarlas. Ir de visitas me gusta. Las chicas tienen casas lindas. Cálidas. Bien decoradas. Irse, además, siempre es más fácil que echar.

Lo más desagradable —aunque no lo peor— son las vísceras. Lo menos común es encontrarlas en la cama. Prefieren la mesa de luz. La biblioteca. El placard. También, como a todo, me acostumbré. Pero tuve que sacar los espejos, no soporto verme así. Y aprender adónde debía volver cada una. Al principio me confundía y me reía. Bazo por hígado. Riñón derecho por izquierdo, pulmón por pulmón. Ellas me fueron corrigiendo y enseñando. Dónde prefieren terminar la noche. Las distintas urgencias con que amanecen.

La vejiga, por ejemplo, se acomoda en una bota de gamuza marrón. En cuanto me armo, lo primero que hago es llevarla al baño. La dejo en el bidet y vuelvo a la habitación a seguir con lo mío. Lo mío, por supuesto, no es la ropa del placard ni los zapatos del botinero. Eso es de ellas. El placard y el botinero, en realidad, son de ellas. La habitación entera, digamos. Poco a poco, las manchas y el olor fueron ganándome terreno. Para mí encargué un vestidor que puse en la planta baja. Ahí guardo la ropa que uso. Ellas no bajan la escalera. Son como perros. Fieles a la cucha. A los trapos viejos impregnados de sus propios olores.

Y el resto es cuestión de tiempo. Buscar, encastrar, estirar la piel y alisarla. Limpiar las rebabas y seguir. Uno para todos y todos para uno, un buen baño, el agua cae, caliente y con fuerza. Afeitarse, peinarse, bajar y vestirse, entonces sí, viene lo peor. Siempre es tarde en el reloj. Salir sin desayunar. Correr, con la corbata en la mano, seis cuadras hasta la estación.

Axxón 2013
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