El zorzal

Nolberto Malacalza

Argentina

Al Laucha Martínez, amigo de la adolescencia, gardeliano, tanguero y asmático.

Cuando el barco entró en la Dársena Norte ya habían llegado, como en oleadas, unas treinta mil almas para verlo de cerca. En realidad, para ver el cofre de cerca. Era febrero y el calor arrancaba fácilmente las lágrimas que, en invierno, tardan un poco más en aparecer. Lo mismo va a pasar en el velorio, pensé. Desde la entrada nomás, nos va a quebrar ese tufo caliente de palmas y coronas.

—Nadie debería morir en verano —le dije al Laucha, como redondeando un pensamiento bastante descolgado, algo para sacarlo un poco de su desconsuelo. Él me miró sin comprender y no supe si me vio: tenía los ojos anegados. Para reforzar el intento de ayuda, lo tomé del hombro. Yo también lloré por Carlitos, pero quizá más por él.

Se comentaba que algunos habían venido muy temprano, más mujeres que varones. Ellas tenían flores y rosarios en las manos. Cuando el Panamerican terminó las maniobras de amarre y se esperaba la aparición del féretro, alguien empezó a cantar, como con una piedra en la garganta, el tango “Volver”. Poco a poco fuimos sumándonos los demás y hasta los policías del cordón de seguridad estaban lagrimeando, aunque no cantaban. No bien comenzaron a bajar el cajón, la orquesta de Canaro lanzó al aire los primeros acordes de “Silencio”. De allí en más, nadie cantó.

No pudimos tocar el féretro. Cómo podríamos haberlo hecho, si nos separaba una marea de gente. Mi pobre amigo era una piltrafa. Con mis fuerzas al borde del agotamiento, pude arrastrarlo del hombro hasta tomar el tranvía. Ya en el café, copa de por medio, hizo algunas muecas y ademanes y dijo:

—Después de esto, yo ni en curda viajaría en avión.

Meneaba la cabeza, como para sacudirse la espantosa realidad. De pronto me miró fijo, con los ojos casi fuera de las órbitas, y me pareció que me tendía un puente, que me invitaba a compartir un mismo pensamiento. Me hizo comprender la vastedad de la desgracia y la multiplicábamos por dos, tomamos conciencia de que Rivadavia y Rincón era el vino triste, de que todo Buenos Aires era el ícono en pedazos.

—Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando —gimió el Laucha—. Decime vos cómo hace el mundo para seguir andando, si hasta el cielo se ha puesto a llorar.

Asentí con una inclinación de cabeza y me sorprendí por la violencia de esa lluvia que caía sin piedad. El Laucha, recostado contra la ventana abierta, había sacado el codo y parte del brazo para recibir el aire fresco. El agua —inexorable, como la muerte— le corría desde el hombro y caía sobre la mesa, para luego desplomarse sobre el piso. El nivel líquido crecía sin parar; miré hacia arriba y vi que Los Angelitos, aterrorizados, comenzaban a aletear contra el cielorraso. “Ellos son bichos de aire, no de agua, pobres ángeles”, pensé.

—Hay que ir al velorio —dije, como un intento de fuga.

Serían las diez de la noche cuando tomamos el tranvía. Ocupé un asiento de pasillo y, a mi izquierda, el Laucha se acomodó junto a un señor mayor que leía el diario. El hombre giró la cabeza, lo miró por encima de los anteojos y le dijo: “Se nos fue Carlitos”, con una sonrisa estúpida, como si hablara de la humedad o del precio del boleto. El Laucha se puso rojo de la bronca y yo me preparé para frenar el posible derechazo a la cara del viejo, pero me contuve porque mi amigo no se movía. Sólo soltaba unos lagrimones que le empapaban la camisa, luego el saco y el pantalón, le llegaban a los zapatos y continuaban con la invasión al viejo y al piso del tranvía. El líquido salado y en creciente comenzó a bambolearse con el traqueteo; fue entonces cuando irrumpió el clamor del pasaje, dividido entre el asombro y la repulsa. Con las piernas en salmuera, la gente chapoteaba en una flotación de boletos pisoteados y papeles de caramelos Mu-mu, queriendo acogotar al Laucha. Traté de interponerme entre él y esos despiadados, pero eran muchos y nos arreaban hacia el fondo.

Fue en la curva del puerto donde ocurrió. Alguien abrió la puerta de atrás y entonces la presión de la turba y la fuerza centrífuga nos arrojaron sobre la pendiente que lleva a la dársena, junto con todo el llanto. Pude haberme tomado de un pasamanos, pero no lo hice: jamás hubiese abandonado a mi amigo del alma. Un cortejo de rosas y margaritas viejas nos fue acompañando, mecido por ese río salado que seguía creciendo desde sus ojos sin consuelo. Él flotaba, yo lo seguía desde la orilla y trataría de levantarlo aferrándome a una alcantarilla que estaba cerca. De pronto el rescate se complicó: vi que el Laucha se ponía como transparente y comenzaba a mimetizarse con su tristeza líquida. Me estiré para manotearlo pero él ya se hacía lágrimas, millones de lágrimas que fueron a confundirse con el agua dulce del Río de la Plata. Yo lo vi.


Nolberto Malacalza nació en Estación Acevedo, partido de Pergamino. Comenzó a escribir con continuidad hace catorce años. En los últimos doce años ha obtenido 73 primeros premios: diez de ellos son internacionales, incluyendo el Premio Platero de Poesía 2008 (Naciones Unidas, Suiza). Publicó Otra sangre, poesía (premio publicación JUNINPAÍS 2006) y el libro de cuentos Rompecabezas, con contratapa de Marcelo di Marco. Tiene en preparación otros dos libros, uno de cada género. En su región recibió distinciones por trayectoria literaria. Reside en San Nicolás.

Axxón 2013
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