La ausencia
Julia Martín
Argentina
Después de despertar, tardé en orientarme. Primero noté la ausencia de la mesita de noche en el lugar habitual cuando estiré la mano para buscar el interruptor del velador. Desde la izquierda, una persiana vertical distribuía los rayos de luz que de a poco me ampliaban la perspectiva. El armario de luna no estaba a los pies de la cama, y sobre la puerta colgaba una cruz de madera.
Algo en la cabeza me molestó: un vendaje que me cubría hasta la mitad de la oreja derecha. Un dolor insoportable, una aguja de tejer en el cerebro, me hizo cerrar los ojos y apretar los dientes. Intenté sentarme, pero mis piernas no respondieron. Saqué las sábanas de un tirón y quise sacudir un pie.
La puerta se abrió de golpe, y una mujer vestida de blanco prendió la luz. Me llamó «Claudio». No estaba seguro, pero reconocí ese nombre como propio. Me dijo que me tranquilizara, que el doctor Alarcón llegaría en breve, y me aplicó una inyección que me relajó. ¿Doctor quién? Los ojos se me cerraron, y creo haberme dormido.
Después de despertar, tardé en orientarme. Primero noté la presencia de la mesita de noche en el lugar habitual cuando estiré la mano para buscar el interruptor del velador. Luego, llevé la mano hacia mi cabeza: no había venda. Pataleé hasta enredarme entre las sábanas y me sentí aliviado. Mi vista tardó un momento en adaptarse a la luz que atravesaba la cortina de junco. Vi el armario de luna en su sitio, y no había crucifijos sobre la puerta.
Me levanté todavía desorientado, no sabía qué día era. Me lavé la cara y los dientes y fui a la cocina. Marta estaba sentada tomando mate y leyendo el diario.
—Por tu expresión —preguntó sin quitar los ojos de la página—, tuviste otra pesadilla.
La tapa del periódico estaba dedicada a los festejos por el Día de la Bandera. ¡El cumpleaños de ella!
Me vestí ágilmente y salí en mi Impala 2 a comprarle un regalo. Marta era una buena mujer, pero con un carácter horrible. Siempre me recriminaba olvidar las fechas importantes, como el aniversario del accidente de nuestros padres y los cumpleaños. No quería hacerla enojar. Un lindo collar de perlas le cambiaría el ceño fruncido.
Pensé en la joyería de Aurelio, donde el viejo compraba todas las joyas para mamá. En mi moto haría el trámite con rapidez.
Sobre la calle Libertad, casi esquina Mitre, vi a mi amada Loretta caminando del brazo de otro hombre.
Después de despertar, tardé un momento en orientarme. Primero noté la ausencia de la mesita de noche en el lugar habitual cuando estiré la mano para buscar el interruptor del velador. Desde la izquierda, una persiana vertical distribuía los rayos de luz que de a poco me ampliaban la perspectiva. El armario de luna no estaba a los pies de la cama, y la puerta era corrediza.
De golpe, una mujer vestida de blanco prendió la luz y dijo en voz alta:
—Despierte, doctor Alarcón, que el paciente del choque de anoche está reaccionando.
No pude hacer otra cosa que seguir a la enfermera por el pasillo hasta la habitación 17. En la primera camilla vi un hombre con la cabeza cubierta por una venda, me resultó familiar.
La enfermera me agarró del brazo, corrió la cortina blanca y dijo con firmeza:
—El del auto, doctor, no el de la moto.
Recostado, un hombre herido de gravedad. Tenía contusiones y le faltaban partes de las extremidades. Todo comenzó a dar vueltas a mi alrededor, y creo haber perdido el conocimiento.
Después de despertar, tardé un momento en orientarme. Primero noté la ausencia de la mesita de noche en el lugar habitual cuando estiré la mano para buscar el interruptor del velador. A la izquierda, una cortina de yute. El armario de luna no estaba a los pies del lecho, y la puerta era rosada. Me incorporé para sentarme, y una voz femenina preguntó:
—¿Querés desayunar antes de ir a la cancillería?
Reconocí la voz de Loretta, pero no entendí de qué cancillería me hablaba. Me levanté y pensé en meter la cabeza bajo el agua. Me paré frente al espejo y me sorprendió ser el hombre con el que había visto a Loretta ese día antes de mi accidente. El día del cumpleaños de Marta. ¿Cuándo había ocurrido aquello? Eso me hizo pensar en mi propio cuerpo: ¿cómo era yo? No lo sabía.
Loretta de ojos arena y cabello con olor a café, mi querida… Decidí ducharme, estaba alterado.
—¡Papá, ya están las tostadas! —interrumpió mis pensamientos una vocecita aguda desde lo que, supongo, era la cocina. Tal fue mi asombro que, al querer cerrar el agua, patiné y caí de espaldas. Lo último que recuerdo fue el grito de espanto de Loretta cuando entró en el baño.
Después de despertar, tardé en orientarme. Primero noté la ausencia de la mesita de noche en el lugar habitual cuando estiré la mano para buscar el interruptor del velador. Desde la izquierda, una persiana vertical distribuía los rayos de luz, que de a poco me ampliaban la perspectiva. A la derecha, una cortina blanca me separaba de no sé qué.
Quise tocarme la cabeza, pero mi brazo terminaba en el codo. Sentí un dolor insoportable como si me clavaran un millón de agujas de tejer.
Una voz del otro lado de la cortina dijo sollozando:
—Señor, discúlpeme por todo lo que le pasó… Yo no sé qué hice…, sólo sé que vi a Loretta caminando con ese hombre y que me cegué de celos.
Silenció la voz del hombre una mujer vestida de blanco que abrió la puerta y prendió la luz.
Me llamó «Manuel». ¿Era ese mi nombre? Me dijo que me tranquilizara, que el doctor Alarcón ya estaba por llegar. Y me aplicó una inyección que me relajó. ¿Doctor Alarcón?
Julia Martín nació en Buenos Aires, Argentina, en 1978. Se recibió de Redactora especializada en textos literarios, en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea donde actualmente cursa la carrera de Corrección. Es narradora, poetisa y participa del Taller de Corte y Corrección de Marcelo Di Marco. Además, coordina los talleres de escritura y lectura que brinda Literatorio, entre otros.