El caso Vicky

Marcelo di Marco

Argentina

Inesperadamente, Vicky apareció en la cocina y cerró de un portazo.

Traía en la mano un bebé Mickey de plástico. Se lo llevó a los labios sucios, manchados como de arcilla oscura o chocolate. El bebé Mickey le cubría casi toda la carita: sólo quedaban a la vista los ojos claros y acuosos, como subrayados por las orejas redondas del muñeco. Y en ese recorte que dejaba fuera de contexto a la mirada, Guillermo Gorbarán pudo evaluar mejor la expresión de la nena, su —¿acusadora?— irradiación.

La madre revolvió el pocillo con tanta rapidez que volcó café en el plato. Y además de aquel gesto nervioso, tampoco pasó por alto el psicólogo los ojos bajos de Cristina, los labios apretados.

Descalza, inmóvil, la nena los estudiaba, los penetraba en silencio a él y a su madre. Muy callada. Demasiado callada.

Esos ojos, esa actitud. No parece que esté por cumplir apenas tres años, pensó Gorbarán. No era necesario ser un profesional para darse cuenta: quería imponérseles, incluso humillarlos. Recordó el encontronazo de la semana anterior con su propio hijo, cuando se negó a prestarle el Audi para viajar a Mar de las Pampas con un par de atorrantes. El empecinado de Claudio lo había relojeado de arriba abajo de tal manera que Gorbarán debió contenerse para no abofetearlo, otra que Piaget. Pero era más desafiante la mezcla de examen, sorna y sutil provocación con que ahora los medía aquella exasperante enana. Decidió quebrar la atmósfera que Vicky, inconscientemente o no, había creado.

—¿Qué tal, Vicky? —arriesgó, dirigiéndose con juguetona entonación a aquella miniatura de hembra—. ¿Te acordás de mí, no es cierto? —y al decir esto no pudo dejar de sentirse ridículo.

Vicky no contestó. Ni siquiera dio signo alguno de haber oído la estupidez de Gorbarán. Se limitó a salir de su inmovilidad y anduvo por la cocina hasta llegar a un banquito azul. Se sentó ahí y acomodó a su muñeco en la falda. Y en ese rincón se hizo un ovillo. Y ni por un segundo dejó de acecharlos desde aquellos ojos, una araña acurrucada en el filamento de su tela con toda la paciencia del mundo.

—¿Querés un poquito más de Nesquik, Vicky? —dijo Cristina en un tono obsequioso y doliente—. Con todo lo que potreaste con los otros nenes del jardín debés estar muerta de…

—Yo no soy un potro —la cortó Vicky, tajante—. Y acá la única que está muerta sos vos, ya te lo dije.

Cristina se volvió lentamente y lo miró directo a los ojos. Apenas contenía las lágrimas.

Hacía unos meses que Gorbarán no pasaba por lo de su amiga, pero con sólo entrar al departamento y echar un vistazo había comprendido que las cosas no andaban del todo bien. En absoluto. Las ojeras de Cristina, su extrema delgadez, la suciedad en todos los muebles. Y ahora le habían sido servidas en bandeja aquellas palabras de Vicky, aquella aberración.

Vicky oprimió el muñeco de plástico una, dos veces, sin dejar de traspasarlos a él y a la madre con sus ojitos como de iguana o pez. Los silbidos del bebé Mickey —quejidos finales, estertores de moribundo— sonaron como notas grotescas.

Gorbarán apuró su café y activó un MP4 que ocultaba en el bolsillo del chaleco. Lamentó no haber grabado lo que Vicky acababa de decir, sus inflexiones de adulto, el odio con que le contestó a la madre. Cuando Cristina le había contado el caso, por teléfono y entre arranques de llanto, él no sospechó que las cosas revistieran tanta gravedad. Más aún: había tenido la certeza de que era la pobre Cristina quien verdaderamente necesitaba alguna atención, y no Vicky. Cristina lo había llamado a él porque era su amigo, porque no se animaba a consultar todo aquel asunto ni con el pediatra ni —menos que menos— con el imbécil de su ex.

—Vamos a ver, Vicky —dijo Gorbarán señalando el muñeco—: ¿cómo se llama tu amiguito?

—Mortimer, tonto.

—Y vos, Vicky, cuántos años tenés.

Desde su rincón, Vicky le levantó a Gorbarán tres deditos de la mano derecha y sonrió. A Cristina se le iluminó la cara. Pero él supo que Vicky estaba haciéndose la nena, que, si hubiera querido, le habría contestado: «Dos años y once meses, estúpido, como si no lo supieras», o algo parecido.

—Y Mickey… perdón, Mortimer, cuántos años tiene.

—Obvio, sacá la cuenta vos: nació en 1927. Y por si hace falta te aclaro que se llama Mortimer. Walter Elias, cuando lo usó para su tercera película, lo rebautizó como «Mickey».

Gorbarán carraspeó. El color de la voz era el de siempre: un tintineo brillante de cajita musical. Pero esos tonos, esos giros… Además del imposible nivel de lengua, de la información, del carácter dialéctico que Vicky le imprimía a la entrevista. Recordó aquel ensayo de Freud sobre lo siniestro, lo familiar desconocido escabulléndose con negras patas de araña entre los pliegues de lo cotidiano.

La estudió unos momentos, sin hablar. Comparar a esta monstruosa Vicky con la dulzura que él recordaba, era intentar un ejercicio absurdo, impensable. Cristina comenzó a levantar las cosas de la merienda. Gorbarán se dio cuenta de que no había ni siquiera probado el café. También advirtió que —cosa inusual en ella, mujer de buen gusto— llevaba en la muñeca una pulsera de pelotitas verdes y coloradas, de plástico. Bien de nena.

—De modo que Mickey ahora —enfatizó Gorbarán— se llama Mortimer porque, como es bebé, todavía no se llama Mickey.

Tu dicis.

Latín. ¡Latín! ¡Las palabras de Cristo ante Pilato! Gorbarán sintió que se le secaba la garganta.

—Y quién es… Elias, Vicky —preguntó, cauteloso.

—Walter Elias. Los verdaderos nombres de Walt Disney.

Cristina se echó a llorar y salió de la cocina. Él no se lo impidió.

Vicky se levantó y acercó a la mesa su banquito de madera y se sentó cara a cara frente a Guillermo Gorbarán.

—Cuál es tu verdadero nombre, Vicky.

—Pazuzu —dijo la nena entornando los ojos y estirándose el pelo hacia arriba con las puntas de los dedos—. No, no te asustes. Todavía me llamo María Victoria. Como si no lo supieras.

Como si no lo supieras, estúpido.

—Pero todo el mundo te llama Vicky.

Vicky se irguió aún más en su asiento, bien derecha.

—Todo el mundo, no. Solamente quienes yo se lo permito.

—Ah, bueno. Entonces yo soy uno de esos privilegiados.

—Correcto.

En ese momento, Cristina volvió a entrar. Vino junto a él, tapándose la boca con un Kleenex, los ojos enrojecidos y enmarcados por profundas herraduras moradas.

—Y por qué tal deferencia tuya para con mi persona, si se puede saber.

—Porque me das pena, Guillermo Gorbarán. Por eso.

Cristina dirigió una mano hacia él.

—Willy, yo… —empezó a decir, agobiada. Pero Gorbarán le impuso silencio con un breve gesto.

—Y por qué te doy pena, Vicky.

—Porque vos también estás muerto.

—Eso no es ninguna novedad —Gorbarán intentó que su voz sonara normal, profesional, aunque ya se sentía dentro de una burda secuela de El exorcista—. Algún día, todos vamos a morir, Vicky. Incluso vos misma vas a morir. Algún día vas a morir.

Eso había sido muy duro. Un golpe rebajo. «Rebajo», se repitió a sí mismo, y advirtió con sorpresa que estaba usando un lenguaje ajeno a él. Le pegó un vistazo a Cristina, que había vuelto a llorar. Mejor dicho, a hacer pucheros. Gorbarán se asombró: había visto lagrimear a su amiga algunas veces, cuando fue lo de la separación y todos los quilombos aquellos de la mudanza. Pero nunca la vio llorar con esa compulsión, con ese modo tan… pueril. Quizá lo mejor fuera sugerirle que abandonara la cocina. Si Vicky esperaba triunfar sobre su madre, la misma Cristina le estaba demostrando que podía dejarse pasar por encima como con un camión.

Vicky bajó los ojos congelados y oprimió con sus manitos el muñeco. Uno, dos chillidos, suspiros de un anciano desahuciado que agoniza.

¡Que caga la fruta en el asilo, infeliz! ¡Entre los vahos de repollo podrido y meo de viejos!

Gorbarán supuso —quiso suponer— que Vicky, al fin y al cabo una criatura de tres añitos, estaba tratando de ganar tiempo haciendo aquellos ruidos con el muñeco. Decidió avanzar:

fig7

Ilustración: Valeria Uccelli

—Además te cuento que yo no le tengo miedo a la muerte.

Vicky levantó la cabecita.

—¿Ni un poquito así? —preguntó, exagerando su incredulidad.

—Ajá.

La nena le clavó los ojos. Eran como los de los reptiles, como los de un animal de presa. De pronto Gorbarán sintió que el lugar había sido invadido por una corriente helada. Había un par de hornallas encendidas cerca de él, pero la piel se le erizó en un escalofrío.

Vicky habló.

—Vos no sabés lo que estás diciendo —dijo, entre seria y burlona—. ¡Sé prudente!

—Guillermito, si me necesitás, estoy en el living —dijo Cristina, como pudo, mientras abandonaba la cocina.

Aunque perplejo —nunca lo había llamado «Guillermito», ni tampoco era aquel el mejor momento para hacerlo—, él asintió. Se levantó de su asiento y cerró la puerta con firmeza.

—¿Qué es la prudencia, Vicky? —interrogó Guillermo Gorbarán, y notó que le dolía la cabeza. Una leve punzada.

¡Reventando en el asilo, rodeado de viejos babeantes en la puta soledad del geriátrico y apestando a mierda!

—¿De qué diccionario querés la definición?

—Si no es demasiada molestia, quisiera que me lo dijeses con tus palabras.

Ella pareció meditar la respuesta un instante, se rascó una ceja.

—Prudencia, del latín prudentia —aclaró, con tono doctoral—. El arte de saber cerrar el culo a tiempo. Y vos sos muy pero muy bocón, ¿sabés?

Gorbarán sonrió ante la salida, a pesar de sí.

—Porque si fueras un poco más prudente —siguió Vicky—, no hablarías de la muerte así nomás. ¡Y tampoco tendrías prendida esa mierda que escondés en el chaleco!

¿Qué? Gorbarán intentó no dar muestras de haber acusado el golpe. ¿Le habría avisado la madre? Imposible, si él a Cristina ni se lo había mencionado.

¿Clarividencia?

Tragó saliva.

—¿De qué marca es, Vicky? Decilo.

Aquello se llevó las manos a la cabeza y cerró los ojos con ceñuda concentración.

Está haciendo teatro, ahora me va a decir que las letras están borrosas o algo por el estilo.

—Es chino, marca V.V.WET.WET —afirmó con total convicción—. Truchísimo es, como los de los periodistas pobres.

El corazón de Guillermo Gorbarán dio un vuelco de victoria. Sacó del bolsillo del chaleco su MP4 Panasonic de última generación. Dando por sobreentendido que aquel fenómeno sabía leer, le mostró la marca con el dedo, sonriente en su triunfo.

Vicky no dijo nada. Sólo le tendió la manito izquierda, con la palma hacia arriba. Garabateada con birome azul, cruzaba los surcos de su piel la palabra:

PANASONIC

Gorbarán quedó paralizado.

Sintió cómo su exitosa sonrisa se volvía de cera líquida. Pero lo que más deploraba era el hecho de haber entrado en el juego de esa pequeña bruja hija de puta que había estado tomándole el tiempo toda la mañana.

—Y te digo más —Vicky se enroscaba un mechón con el dedo—: me escribí la mano media hora antes de que vos llegases. Te estaba jodiendo. A veces, ¿sabés?, me pongo un poquito insolente. Sobre todo si me vienen a romper las pelotas los forritos pelotudos que se las dan de sabihondos, como vos.

—¡Pen… —y Gorbarán se mordió los labios, a punto de insultar a Vicky, quien, saltando de su asiento, terminó la frase que se había disparado en la cabeza del psicólogo.

—«Pendeja de mierda» ibas a decir, ¿verdad? Convengamos en que eso se aleja bastante de lo que vos considerarías la reacción de un… profesional, ¿no es cierto, gordito? Si es que podemos llamar «profesional» a quien raramente curó a alguien en su vida, ¿no?

—¡Suficiente! —gritó Gorbarán.

—Si es que podemos llamar «profesional de la salud» —prosiguió tranquilamente Vicky— a quien verdaderamente le importa tres carajos el hecho de vivir como un duque mientras deja que su propio padre se cague de hambre y de angustia en el geriátrico, como un infeliz.

Había un límite para todo. Gorbarán abrió de golpe la puerta que comunicaba la cocina con el living.

—¡CRISTINA, VENÍ UN SEGUNDO POR FAVOR!

—A esta hora ya no puede entenderte —aclaró Vicky, fingiendo pena—. Mejor probá mañana que, en una de ésas, vuelve. Y traete a todos los colegas y loqueros que quieras.

Pero Gorbarán ya no la escuchaba. Estaba absorto, completamente desconectado de cualquier cosa que no fuera aquello que ocurría a metros de él sobre la embarrada alfombra del living.

Entonces Vicky se le acercó, reclamó su atención.

—Incluso te podés venir hasta con los bomberos y la cana —dijo, acomodándose un rulo huidizo como cría de serpiente—. Con los de SWAT te podés venir. Cuantos más vengan, mejor. Todavía ni empecé.

Ya en el Audi, a pesar del dolor de cabeza, Guillermo Gorbarán no puede dejar de calcular las posibilidades de pasar todo aquello por escrito, cuando se calmen las cosas, en un soberbio ensayo. «El caso Vicky», bien podría titularse. Sin embargo, «El caso Fulano», «El caso Mengano», era algo que ya estaba bastante visto. Pero bueno, ya encontraría Gorbarán un buen título. Un título apropiado, serio. Y de allí, derechito al prestigioso ingreso en la World Association of Psychoanalysis, qué tanto. ¡Aquella pendeja era un fenómeno!

¡Bruuuummm, Bruuuummm!

Las había dejado a las dos con Meche, la vecina amiga de Cris. Aunque no estaba seguro del todo acerca de si había sido una buena idea dejar a Vicky sola con alguien, por más hábil que fuera Meche. Antes de irse del departamento —de aquel jardín de infantes, mejor dicho— le había encajado un Novril a Cristinita, y consiguió con eso que dejara de jugar con el barro de las plantas del living y que se fuera a dormir.

Ahora él también tiene sueño, mucho sueño.

¡Bruuuummm, Bruuuummm!

Aunque no estaría mal que antes, para despejarse un poco, viera un rato los dibus del Cartoon Network.

El semáforo lo detiene en Las Heras y Billinghurst.

La Hormiga Atómica… ¡Nunca pudo descubrir si los poderes de la Hormiga Atómica le venían por ser extraterrestre, como Superman, o si la Hormiga Atómica era superfuerte por alguna mutación genética, o algo así!

Todavía, a sus cincuenta y pico, aquello le sigue pareciendo un gran misterio.

Cree que podrá descubrirlo esa misma noche.

Si llega a tiempo. Si consigue pasar este autito blanco que tiene adelante.

Aunque ya no recuerda siquiera para qué sirve la ruedita redonda que tiene entre las manos ni qué está haciendo allí, solito y encerrado en un tutú, en medio de la calle.


Marcelo di Marco (Poeta, narrador y ensayista argentino, 1957).

Escritor ampliamente difundido en el país y en el extranjero, sus títulos más conocidos se reponen en las librerías año tras año. Tanto el bestseller «Taller de corte & corrección» como «Hacer el verso», «Atreverse a escribir» y «Atreverse a corregir» sintetizan su reconocida experiencia en la coordinación de grupos de escritura, y son de habitual aplicación en talleres y ámbitos periodísticos y académicos. Apasionado por el cine y la narrativa de horror, dictó talleres de literatura fantástica en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, fue el primer secretario de redacción de la revista La Cosa y fundó en 2005 el círculo de escritores La Abadía de Carfax, cuyas tres antologías de relatos de terror —lanzadas entre 2006 y 2012— son ya destacados referentes del género. Autor de Random House Mondadori desde 1995, Di Marco publicó en 2011, por Sudamericana Joven, «Victoria entre las sombras»; según la crítica, «un thriller impredecible, vertiginoso y aterrador».

Axxón 2013
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