La peor pesadilla

Ivana Zacarías

Argentina

Francis duerme.

Quién sabe con qué sueña, mil imágenes se le suceden. Cree que vuela, se siente liviano.

Parece que vuelve, pero no: se queda soñando un rato más. Se acurruca y aprieta con fuerza los párpados: no quiere despertarse todavía.

No lo logra. Y la nube de imágenes que lo acosa dormido desaparece en un soplo. Por un instante, por una milésima, se detiene en la nada.

Una nada celestial, néctar para erguirse.

Una nada que lo desorienta.

Una nada de nada.

Y se le escapa. La rutina irrumpe con la violencia de un tornado. El cepillo de dientes, las dos tostadas, el queso crema, la taza que queda para lavar a la noche, las noticias, el ladrido del portero que lo espera al cruzar el hall.

Francis no puede más con su vida. Con su solitaria, hastiada y diminuta vida.

Como todos los días, las escaleras del Ministerio. Fichar la entrada y enfrentarse al pilón de papeles y al torrente de e-mails.

Elimina la chatarra, escanea el resto… excepto uno. Uno —ése— llama su atención. Le indican una fecha —hoy—, una hora, una cita. Se inquieta: sólo lo separa de aquel misterio el pilón de papeles y el torrente de e-mails.

Por los parlantes de la computadora, una voz grave lo conmina a acudir a esa cita. Él baja el volumen al instante: teme que los burócratas —los otros burócratas— también hayan oído esa voz. Teme, sí, aunque por un momento siente que sus ojos brillan.

Se apura a llevar los expedientes al otro piso, se cruza con el jefe, trata de evitar el contacto visual, saluda como si nada. Quiere irse ya, quiere atender ese llamado ya. El reloj no ayuda: cada minuto dura más que un minuto.

A las 17:59 apaga la computadora, y a las 18:00 firma la planilla de salida. El colectivo seguramente se demorará, como siempre: hoy vale la pena tomar un taxi.

Cuando le indica al taxista la dirección, el tipo contesta que a esa zona él no va, que lo deja a unas cuadras, que se las arregle si se atreve a meterse por ahí, donde ya se sabe bien las cosas que pasan.

—Ya se sabe bien las cosas que pasan —dice.

—Y qué cosas pasan —pregunta Francis.

La expresión del tachero lo estremece, prefiere no seguir indagando: inconscientemente elige regodearse en el temor que lo envuelve más y más.

Hasta que no consigue controlarse, y cuando el taxi se detiene ante un semáforo en rojo, él abre la puerta y sale corriendo. Oye, de lejos, la puteada descomunal del tipo, que para seguirlo debería ir a contramano.

A la media hora de caminar por calles oscuras, el número de una de las viviendas coincide con el que él anotó en su agenda. ¿Un almacén en ruinas?

Toca el timbre, nadie responde. Entonces descubre la puerta entreabierta. Decide arriesgarse y empujarla: a pesar de saberse un aburrido y previsible empleaducho, valentía le sobra.

Entra despacio. ¿Será una trampa? ¿Por qué a él, un insignificante y mediocre espécimen? Da pasos sin despegar los pies del piso: el leve roce de sus zapatos contra el cemento puede delatarlo, tan enfrentado al peligro.

Algo pegajoso le dificulta avanzar. Se agacha, pasa el dedo, lo huele: ¿miel? Y cree oír un zumbido.

No lo admite: el miedo lo vence. El miedo es una sirena atroz que parte la siesta…

…y la alarma del despertador lo sacude, lo levanta.

Mareado, buscando descifrar su pesadilla, se levanta del sillón para llamar al delivery —es jueves, hoy toca chow-fan—. Esquiva la ropa del suelo y corre el plato y los cubiertos de la noche, que aún están sobre la mesa. Con los dedos en pinza, caranchea las sobras.

Oye la voz del chino en el teléfono, vuelve al sillón a esperar.

Recuerda cuando sus jueves eran de a dos. Entonces, la cena se elegía, no existía el chino.

Sí: le falta Paula.

Extraña sus llamados, sus «mi cielo», «mi amor». Sus «bichito mío». Ahora el departamento es demasiado grande, las paredes se alejan cada vez más. Sabe que la soledad es para largo, pues a esta edad… ¿qué puede conseguir a esta edad, después de tres décadas de mierda? Ya ni dormir en paz puede.

Enciende el televisor y se sorprende al no encontrar el reality que a diario lo remolca del Ministerio, de los expedientes, del pilón. En cambio vuelve esa voz, la del e-mail, la de los parlantes de la computadora. Habla, sí. Y le habla directo a él.

Francis, dice, y se repite como eco.

¿Alucina, se ha quedado dormido otra vez? ¿Ha dormido todo ese tiempo?

Si no hubiese estado pendiente de sus propias preguntas, quizás hubiera advertido el timbre. Y no sabe que el pibe del delivery se irá en segundos, y que él se quedará sin su chow-fan.

Oye algo. De nuevo el zumbido de abejas, que crece y crece y empieza a ensordecerlo. Los bichos se acercan, se agitan a su alrededor, alcanzan a cubrirle las piernas, los brazos. Quiere liberarse, pero llegan a su cuello, caminan hacia los labios, se le meten en la boca, en sus fosas nasales: no se atreve a respirar.

El despertador suena justo a tiempo. Agitado, él percibe cómo las gotas de sudor le recorren las sienes y el pecho.

Se ducha, se lava los dientes, repasa la camisa. Prepara el café, las dos tostadas con queso crema. Pone el noticiero para enterarse del clima.

Ya en el hall del edificio, saluda al portero y soporta sus quejas.

A bordo del colectivo lo desespera un maldito embotellamiento: ansía chequear su correo.

—Veinte minutos tarde, Pereyra —el jefe se ajusta los tiradores—. Cada día peor, usted.

Y él firma la llegada tarde, sin poder justificarla.

Contiene su angustia.

Se apura a revisar su e-mail: como siempre, como todos sus días… nada.

Los reclamos del jefe le taladran el oído: ¡La redacción de la resolución, Pereyra! ¡Notifique de la reunión al secretario, Pereyra! ¡El bibliorato para la nueva oficina, Pereyra! ¿Sabe que estoy harto de sabandijas como usted, Pereyra? ¿Podrá alguna vez concentrarse en hacer algo bien, Pereyra?

Y Pereyra el Sabandija no puede concentrarse en hacer algo bien: lo abruma su recurrente pesadilla.

Seis en punto. Baja por las escaleras del Ministerio. Esta vez toma el 152. Viaja sentado. A su lado, un desconocido que dice llamarse Gregorio le advierte que está en peligro, que se encierre en su casa y que no salga hasta oír la señal.

Teme llamar a la Policía, y obedece a… ¿Gregorio? ¿Gregorio, se llamaba? Qué más da: Pereyra el Abrumado no sabe más que obedecer.

Sube a su departamento, corre al baño.

No está solo: quien fuese, del otro lado de puerta del baño lo encierra con dos vueltas de llave.

Atrapado, empuja y sacude la puerta, pero no logra forzarla. Piensa en cómo conseguirá ir al trabajo al día siguiente, imagina los insultos.

Detrás de las cortinas de la bañadera, algo se mueve. Y de nuevo, los zumbidos, esta vez demasiado cerca. Se excita ante el peligro.

fig23

Ilustración: Duende

Le pican los pies. Cientos de abejas le ganan a su cinturón, tupiendo sus piernas. Le duele, le quema, le impiden respirar. Cubren su cuerpo, lo conquistan. Penetran sus orejas, todos sus orificios. Intenta deshacerse de las que rodean su boca. Pero, al abrirla, se entierran hasta el fondo. Y él se atraganta.

A tientas, se inclina sobre el lavatorio, abre la canilla, se restriega los ojos apartando insectos. Es en vano: la pelusa negruzca en su cara le hace saber que se está volviendo uno de ellos.

No hay salida.

Se descubre en el espejo y le sonríe a ese ser que agita los élitros: por fin ha despertado.


Ivana Zacarías nació en Munro, en 1981. Estudió en Argentina y también en el exterior. Trabaja en proyectos educativos desde los ámbitos académicos y públicos. Cree que el primer libro que lee una persona tiene una influencia ineludible en el devenir de su vida: el suyo fue Mujercitas.

Axxón 2013
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