El historiador

Fernando José Cots

Argentina

Imposible no mirar a la muchacha que cruzaba el pasillo, ajena a los súbitos silencios que provocaba. No era para menos. Joven, hermosa, una figura que la escasa ropa que se usaba en la base resaltaba… suficiente para que hombres y mujeres girasen la mirada al verla.

Ella, tal vez acostumbrada a esos impactos que causaba su presencia, continuó su camino hasta que llegó a la puerta con el cartel «HISTORIADOR».

Entró sin llamar. Un robot recepcionista, un modelo viejo, encendió sus luces y emitió un rayo lector hacia el distintivo que la mujer llevaba.

—Señorita Astarté Singali. ¿En qué puedo serle útil?

—Necesito hablar con el Historiador.

—Él la espera. Por favor, colóquese esa ropa encima de la suya.

El robot señaló un mono colgado en la pared, casi como traje de astronauta. Ya le habían dicho que, en el cuarto del Historiador, la temperatura estaba próxima al Cero Celsius, que la subirían un poco para recibirla, pero no demasiado para que el Historiador no sufriese.

—El Historiador la recibirá tras esa puerta —dijo el robot, cuando la mujer estuvo cubierta con el tremendo abrigo. La puerta en cuestión era una puerta hermética, como la de un refrigerador.

La joven entró y, pese a que había sido advertida, no pudo evitar un estremecimiento y no sólo por el frío de la habitación.

En el lugar estaba sólo el Historiador… o lo que quedaba de él. No había otros muebles más que un asiento, una estación de trabajo y el trípode… donde él reposaba para no agotar sin necesidad las baterías de su soporte antigravitatorio.

Porque al hombre no sólo le faltaban las piernas, sino que todo su cuerpo estaba cubierto por un traje biomecánico. La única excepción era su mano derecha que, pese a todo, mantenía envuelta en un guante y que, cuando no operaba con ella, metía en un bolsillo térmico. Su mano izquierda tenía una cubierta metálica que hacía limitados sus movimientos.

No era ciego, pero sus ojos permanecían cubiertos por dos semiesferas oscuras, lo único que le filtraba la luz a un nivel tolerable para sus retinas hipersensibles.

—Adelante, señorita Singali —dijo con una voz metálica, propia de quien debe valerse de medios artificiales para hablar. —Tome asiento, por favor.

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Ilustración: Valeria Uccelli

La mujer se sentó con timidez sin dejar de mirar, pese a sus esfuerzos, a la cubierta que ocultaba de su vista lo que alguna vez había sido un hombre.

—La escucho.

—Disculpe si lo interrumpo, señor…

—Cocles. Aunque todos me conocen como el Historiador. Y no me interrumpe. A decir verdad, soy poco solicitado.

—Ya conoce mi nombre, sabrá que soy de los durmientes… bueno, de los «ex» durmientes.

—Sí… gente valiosa que estuvo en hibernación por cuarenta años… porque a un imbécil se le ocurrió poner claves diferentes de acceso a cada unidad.

La bella mujer frunció el ceño, indignada.

—¡Por favor! ¡Fue mi padre el que diseñó esas claves! ¡Y él es un maestro de la informática!

Imposible ver expresión alguna en ese rostro cubierto, pero el leve inclinar de la cabeza transmitía la ironía que no podía dar la voz metálica.

—¿De veras? Pues no sé si quiso lucirse, pero sólo a un imbécil se le ocurre poner una clave diferente a cada etapa de cada unidad… ¡Y de quince dígitos! ¡No se trataba de secretos militares! Eran unidades criogénicas con colonos para este planeta. ¿Qué necesidad había siquiera de una clave? Y no estoy hablando a sus espaldas. Si estuviese aquí, se lo diría de frente.

—Está muerto —dijo la mujer con amargura. El Historiador no acusó emoción alguna.

—Lo siento, era su padre, pero eso no cambia la opinión que tengo de él. ¿Sabe por qué durmieron cuarenta años? Porque las claves de su unidad fueron las únicas que se perdieron. Tuvimos que desarrollar un programa que trabajase con ensayo y error; y eso demoró cuarenta años. ¡Imagine la cantidad de variantes que tiene una clave de quince dígitos en cada escala!

—Yo tampoco entiendo por qué lo hizo. Mi especialidad es la botánica, no la informática.

—¿Botánica? ¿Pero usted no tiene diecisiete años? Es decir, los tenía, supongo, cuando fue embarcada.

—Desde niña que estudio las plantas, me encantan. Mis conocimientos ameritaron que me aceptasen en la migración.

—Por casualidad… ¿su padre viajó en la unidad Gamma 5?

—No, él estaba en mi unidad, la Delta 77. Era un durmiente, como yo… pero al abrir su cápsula…

La voz de la mujer se ahogó al tiempo que sus ojos se humedecieron.

—¡Fue horrible!

—Cálmese, señorita. ¿Un accidente?

—No sabemos qué pasó… sólo que cuando abrieron su cápsula descubrieron que había quedado momificado y… y…

—¿Quiere un poco de agua?

—No… gracias… sólo que… había despertado antes y no pudo abrir desde dentro. ¡Aún se le notaba la desesperación!

—Si quiere venir otro día, para hablar con más calma…

—No… gracias.

La mujer respiró hondo, hizo una pausa y se recompuso a medias.

—Hace una semana que estoy despierta y me cuesta hacerme a la idea. En realidad, venía por una información. Me dijeron que usted administra los archivos de toda la Colonia.

—Así es. En mis condiciones, es el trabajo que pudieron darme. Estoy a cargo casi desde el día del desembarco.

—Pues quería averiguar de un viajero, cuál ha sido su destino.

—¿Nombre?

—Horatio Barca.

La mano derecha del Historiador salió del bolsillo térmico para operar el teclado con increíble agilidad. De inmediato volvió a meterla en el refugio helado, al tiempo que la pantalla mostraba el retrato de un hombre joven, unos textos y, cruzando toda la imagen en letras semitransparentes, la palabra «FALLECIDO».

La mujer no pudo reprimir un gemido.

—¡Horatio! ¡No!

—¿Lo conoce?

—¡Es mi… fue mi prometido!

—Lo siento…

—Pero… ¿Qué le pasó?

—Por eso le pregunté si su padre viajó en la Gamma 5. Esa era mi unidad, yo también soy un viajero.

—No entiendo.

—Como puede leer, su novio y yo fuimos compañeros de unidad. Nadie sabe qué pasó, pero el sistema de control de aterrizaje falló. La Gamma 5 se estrelló y yo soy uno de los tres sobrevivientes de esa caída.

El Historiador hizo una pausa.

—No voy a mostrarle cómo quedé, porque no volvería a dormir jamás. Los otros dos no lo soportaron y se suicidaron. Pero estoy condenado a vivir en el frío. Esta ropa, que mantiene mi cuerpo casi a cero grados, es la que uso cuando debo salir de aquí o recibir personas. El frío de esta habitación se justifica para cuando debo retirar mi mano para operar la estación. Así que su novio, si se quiere, tuvo suerte.

—Pero viajó con él. ¿No lo recuerda? ¡Le faltaba el pulgar de la mano izquierda!

—Señorita… metieron las cápsulas en la unidad, cuando ya todos estábamos dormidos. Y en los días previos… no recuerdo a ningún joven que le faltase el pulgar… ¿Cómo fue que lo admitieron como colono?

—Perdió el pulgar de pequeño, en un accidente. Pero era un genio de la robótica, superior incluso a mi padre. ¡Así fue que lo conocí! A mi padre no le hacía ninguna gracia, se oponía a nuestra unión, pero yo lo amaba.

—Claro… si se es un genio de la robótica, que falte un dedo es una cuestión menor.

—Sí, habría sido muy útil. Y habría sido mi felicidad.

El Historiador volvió a sacar su mano y de un solo movimiento apagó la pantalla.

—Le asignarán una unidad portátil de comunicación, averiguaré sus datos y le enviaré la fotografía. Es lo menos que puedo hacer por usted.

—Gracias, es usted muy amable.

—Pero quisiera preguntarle… ¿Cómo aceptaron a su padre? Debe haber sido demasiado mayor para ser un colono.

—Ya le dije, es… fue un genio de la informática… pero se inscribió sólo porque yo me inscribí. Estaba empeñado en que no me casara con Horatio. ¡Lo impidió diciendo que yo era menor! Si no, me habría casado con él antes del viaje.

—Y así habrían viajado juntos en la misma unidad…

—Así es.

—Entonces, usted ha salvado su vida.

—Pero ¿qué vida es ésta, sin el hombre que amo?

El Historiador hizo un leve gesto con la mano metálica.

—Señorita Astarté, perdone si se lo digo, pero usted es una mujer joven y hermosa. Sería una pena que fuese consumida por el dolor.

—No puedo evitar sentirlo.

—Pero no está muerta. De los viajeros, apenas quedamos unos pocos y, comprenderá, tras cuarenta años somos todos viejos. Pero hay nuevas generaciones en este planeta, hombres jóvenes que pueden hacer latir su corazón nuevamente. No tome a mal lo que le digo, pero dele a su vida otra oportunidad.

—Usted no conoció a Horatio —gimió la joven.

—No, pero si se hizo dueño de su corazón, no debe haber sido un mal hombre.

—¡Todo lo contrario! ¡Era maravilloso!

—Nadie le pide que lo olvide. Sólo quiero decirle que no se deje hundir por las penas. Este planeta tiene un sol hermoso y tres lunas pequeñas que hacen del cielo nocturno una maravilla. Deje que la vida le gane el alma.

Astarté sonrió con ternura a la cosa amorfa que tenía en frente.

—Gracias, es muy hermoso lo que ha dicho. Adiós.

La muchacha salió en silencio, lo que aprovechó el Historiador para apagar el registro audiovisual de la entrevista. Ya vería esa grabación más tarde, con tranquilidad, pues todavía debía recibir a otra persona.

En ese momento entró la visita esperada; un hombre joven, sonriente, que miraba al Historiador con cierta picardía. Había demorado lo suficiente para esperar el mono que usaba la muchacha y ponérselo.

—¡Cocles, viejo! ¿Quién era esa belleza que te visitaba?

Tras una brevísima e imperceptible pausa, el Historiador respondió.

—Se llama Astarté Singali, es especialista en botánica y es una de las durmientes de la Delta 77.

—¡Caramba! Debe tener unos… doscientos años…

—No seas tonto. Tiene los diecisiete que tenía al embarcar, eso es lo que importa. Así como los veintidós que tienes tú.

—¿Sabes cómo ubicarla?

—Está de duelo por la muerte de su novio, pero es joven. Por ser una durmiente, tendría un mes para adaptarse; pero me parece que no lo aprovechará. Así que, si no te apuras, te consideraré un idiota.

—Mi hermana está en el Centro de Asignaciones, le pediré que me ayude.

—Pero tú no venías por la muchacha. ¿Qué te trae por aquí?

—¡Apareció el tensor ultrasónico! Quería informarte para que registres su recuperación.

El joven exhibió un aparato que podía sujetarse con una sola mano, de lo pequeño que era.

—Ése es el aparato que perdió tu jefe hace… años. ¿Dónde estaba?

—En un lugar donde juro haber revisado mil veces. ¡Pero no importa! Lo bueno es que lo he recuperado.

—¿Y para qué sirve ese… tensor?

—Para muchas cosas, entre ellas alterar y detener el funcionamiento de unidades automáticas. Se usa para paralizar robots fuera de control. Es peligroso si no se lo sabe usar, por eso está reservado a los informáticos y los expertos en robótica.

—Quieres decir que podría, por ejemplo, alterar el programa de aterrizaje de una unidad.

—¿Como… como lo que te pasó a ti? ¡Aquello fue un accidente! ¿Qué motivos tendría alguien para provocar la caída de una unidad?

El Historiador hizo otra pausa imperceptible.

—Ninguno; pero si es así de peligroso, no lo pierdas otra vez. ¡Vaya a saber cuántas maldades se podrían hacer con eso! Tal vez alterar una unidad criogénica…

—Sí, es un elemento de cuidado.

—Oye, te conozco y eres un buen hombre. Recuerda que la muchacha se ha ido. No pierdas tiempo.

—¡Así lo haré, Cocles!

El hombre joven amagó a salir pero miró nuevamente al Historiador y señaló la mano metálica.

—¿Cómo te va con eso?

El Historiador alzó la mano izquierda exhibiéndola.

—Has hecho un magnífico trabajo, gracias.

—Pero, de verdad, ¿para qué me pediste ese guantelete de aluminio? No creo que te dé vergüenza que te falte el pulgar.

—Tengo mis motivos, hombre. Ve, no pierdas tiempo.

El joven se retiró y la temperatura volvió a bajar hasta un nivel intolerable para los seres humanos… sólo que el Historiador ya no lo era. Redujo la iluminación a una penumbra, al tiempo que la definición de la pantalla fue imposible para ver con otros ojos que no fueran los suyos. Se quitó el casco y en la penumbra sólo quedó la encarnación del horror y la deformidad.

Si hubiese tenido con qué llorar, lo habría hecho.

Sí, el joven también era experto en robótica, no tardaría en congeniar con Astarté. El escaso humano que había en él se crispó por un instante, pero sólo por ese instante.

No, él no podía ser tan miserable como aquel que le había quitado para siempre la felicidad. No, no le quitaría él la felicidad a ella.

Al fin de cuentas, tenía su tesoro. Una grabación donde ella confesaba el amor que le había tenido. Se dispuso a verla, sabiendo que no tendría más visitantes por el resto del día.


Fernando José Cots Liébanes, escritor, guionista de teatro y cine, cineasta, docente nacido en Córdoba, Argentina, el 1º de Junio de 1950. Es Licenciado en Cinematografía, 1989, recibido en el Departamento de Cine y TV, Escuela de Artes, Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba.

Axxón 2013
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