Lágrimas

Antonieta Castro Madero

Argentina

Todo comenzó cuando Leticia se tiró en la cama a llorar. Aunque pensándolo bien, la última palabra no es la más indicada para describir el torrente de lágrimas: los sollozos sacudían las paredes. La última discusión con mi madre —problemas de hermanas— la había devastado. Y yo, consciente de que si no hacía algo para calmar a mi tía los muebles acabarían por flotar, de rodillas junto al lecho le acariciaba las manos. Con afán frotaba aquellos dedos que incontables veces habían logrado serenarme.

Desde una esquina de la habitación, mi madre no nos perdía de vista. La mirada era fría, de hastío.

Tía Leticia gemía, no cesaba de gimotear. Y con sus suaves lloriqueos que ascendían para culminar en un aullido, era imposible dormirse.

En el pasillo, junto a la puerta tras la cual mi tía se había encerrado, varias noches me encontré con mamá. Me estremecía frente a ella: la adusta presencia de esa mujer subrayaba su eterno rencor por mi tía y por mí.

—¡Si servís para algo, hacé que pare! —me dijo en uno de los tantos cruces.

—Trato.

—¿Hasta cuándo van a continuar? ¿No les alcanza con que tu padre me dejara? Y vos, ¿nunca te preguntaste por qué la gente nos evita?

Preferí no contestar.

—¡Por temor! —señaló.

Cuando con una mueca de asco mamá se marchó, me acurruqué en el piso. Y valiéndome de la más tierna voz de que era capaz, le tarareé a mi tía aquellas melodías que hasta hace poco ella me susurraba al acostarme. Me entumecía, pero grande era la satisfacción al notar que sus lamentos menguaban.

Por la mañana, aquellas mismas lágrimas volvían a brotar.

Decidí trasladar mi habitación a la segunda planta de la casa, allí junto al dormitorio de Leticia. Acomodé mi cama al final del pasillo, y para velar aquel misterioso dolor coloqué un maltrecho sillón junto al marco de la puerta. Pasé allí sentado la mayor parte de los días.

Veía cada vez menos a mi madre. Dueña del piso inferior, no me permitía bajar. Cada noche, música y voces desconocidas subían por el hueco de la escalera. Mamá reía. Nunca antes había oído su risa. El volumen del tocadiscos se elevaba dependiendo de los sollozos en el piso superior.

A pesar de mis esfuerzos, el llanto persistía. Introduciendo los delgados dedos por una abertura que fui practicando tras arrancar parte de la madera, Leticia y yo pasábamos las horas tomados de la mano. Así advertí cómo su cálida piel se iba transformando en rugosa y fría. Las eternas lágrimas obraban tal suceso.

En uno de mis intentos por abrir la puerta que nos separaba, mi tía prorrumpió en lastimeros chillidos —alaridos como los que yo en forma ocasional exhalaba y que sólo los abrazos de aquella mujer podían calmar—. Aturdido, recordé las palabras que a diario me repetía mi madre: «La locura de mi hermana está en vos». Odié a mamá más que nunca.

Resonaron los insultos y los apresurados pasos de mi madre por la escalera. Verla parada en el descanso blandiendo un cinturón me aterró. Por unos minutos, todo quedó en silencio. Sólo el seco ruido del cuero contra mi cuerpo lo rompía.

Mamá desapareció. Al regresar, acarreaba cemento, ladrillos y pala —supuse que los había tomado prestados de la obra vecina—. Con certeros movimientos tapió el acceso al cuarto de Leticia. No conforme, trabajó durante toda la noche levantando una pared en el inicio de la escalera. Al terminar su tarea, yo uní mis lágrimas a las de mi tía.

Aislados, nos alternábamos para liberar en lloros nuestra pena. El paso de las horas no nos había quitado bríos, y el constante aumento del volumen de la música me había indicado que las fiestas de la planta baja no lograban ahogar el sonido del diluvio. Reconocí las toscas pisadas de mi madre corriendo escaleras arriba. Decidida a dar por terminado aquel perturbado concierto, volcaba a porrazos sobre la pared su ira. Rabia que seguramente también pretendía aliviar sobre nuestras cabezas. Pero, en su agitación, no advirtió que las primeras gotas habían traspasado los ladrillos. Para cuando lo hizo, fue tarde: una salada catarata la arrastró en su caída. Ya no se oían más risas.

fig51


Antonieta Castro Madero es profesora de historia. Desde el año 2006 asiste al taller «Corte y Corrección» dirigido por Marcelo Di Marco. En el año 2010 integró el taller de Jaime Collyers. Próximamente publicará en Ediciones Andrómeda, junto a Alejandra Vaca y Jorgelina Etze, el libro «Noches de insomnio», una recopilación de cuentos. Su cuento «La llamada» obtuvo el segundo premio en el concurso literario Leopoldo Lugones en el año 2008. Y «La reunión», sexta mención en el concurso literario Honorarte. Recientemente su cuento «Armonía familiar» fue publicado en el blog Breves no tan Breves coordinado por Sergio Gaut Vel Hartman.

Axxón 2013
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