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George se despertó tras dormir muchas horas, profundamente y sin soñar, sintiéndose satisfecho y relajado. Permaneció tendido unos instantes mirando el techo. Había una fina grieta en el yeso junto al aplique de la luz que parecía un pequeño mapa de Italia. Necesitaba ir al lavabo. Sacó las piernas de la cama, se calzó las zapatillas y salió de la habitación con paso enérgico.
A medio camino del rellano, sin embargo, se acordó de lo que había pasado el día anterior. Le hizo marearse y se vio obligado a cogerse a la barandilla unos segundos mientras recobraba la compostura.
Volvió a entrar en la habitación para hablar con Jean. Pero seguía profundamente dormida de cara a la pared, profiriendo suaves ronquidos. Se dio cuenta de que iba a ser un día difícil para ella y le pareció mejor que no lo empezara despertándose a la fuerza. Salió de nuevo al pasillo y cerró la puerta sin hacer ruido.
Olía a tostadas y bacon y café y a otras cosas menos agradables. Varias colillas flotaban en una taza medio llena de café en el alféizar de la ventana. Ahora que lo pensaba, estaba un poco grogui. Debía de ser por los efectos secundarios del Valium y el alcohol.
Tenía que hablar con Katie.
Fue al lavabo a orinar y luego bajó las escaleras.
A la primera persona que vio a través del umbral de la cocina, sin embargo, no fue a Katie sino a Tony. Eso lo desconcertó un poco. Se había olvidado de él.
Tony estaba construyendo una rudimentaria escultura en forma de perro a base de trozos de tostada para entretenimiento de Jacob. ¿Habían pasado él y Jamie la noche en la casa? En ese momento no importaba, George se daba cuenta. Y no estaba en posición de dar sermones sobre moralidad a nadie. Pero su mente se le antojaba pequeña y aquella pregunta la atiborraba de algún modo.
Cuando entró en la cocina la conversación se interrumpió y todo el mundo se volvió para mirarlo. Katie, Ray, Jamie, Tony, Jacob. Había planeado llevarse a Katie aparte. Quedó claro que no iba a ser posible hacerlo.
—Hola, papá —dijo Jamie.
—George —dijo Ray.
Le parecieron bastante tensos.
George se armó de valor.
—Katie. Ray. Quiero disculparme por mi comportamiento de ayer. Me avergüenzo de mí mismo y no debería haber ocurrido —nadie habló—. Si hay algo que pueda hacer para reparar el daño…
Todos miraban a Katie. George se dio cuenta de que su hija sujetaba un cuchillo del pan.
—No estarás pensando en acuchillar a tu padre, ¿verdad? —dijo Ray.
Nadie rió.
Katie miró el cuchillo.
—Oh, lo siento. No.
Dejó el cuchillo y se hizo un silencio incómodo.
Entonces Tony se levantó de la silla y la apartó para que George pudiera sentarse y se puso un trapo doblado sobre el brazo, al estilo camarero, y dijo:
—Tenemos café recién hecho, té, zumo de naranja, tostadas integrales, huevos revueltos, huevos duros…
George se preguntó si se trataba de alguna broma de homosexuales, pero ninguno de los demás se rió, de manera que se tomó el ofrecimiento en serio, se sentó, le dio las gracias a Tony y dijo que le gustaría tomar un poco de café solo y huevos revueltos si no era demasiada molestia.
—Tengo un perro hecho con tostadas —dijo Jacob.
Poco a poco volvió a haber conversación. Tony contó la historia de cómo se había caído de un ciclomotor en Creta. Ray explicó cómo había organizado la exhibición de fuegos artificiales para Katie. Jacob anunció que su perro de tostadas se llamaba Tostadito, y entonces le arrancó la cabeza de un mordisco y rió como un poseso.
Al cabo de unos veinte minutos los hombres se fueron a hacer las maletas y George se encontró a solas con su hija.
Katie se dio unos golpecitos en la frente y le preguntó qué tal le iba ahí arriba. George se dio unos golpecitos en la frente y contestó que todo iba bastante bien ahí arriba. Explicó que los acontecimientos del día anterior habían hecho desaparecer las telarañas. Era obvio que aún quedaban unos cuantos problemas por solucionar, pero el pánico había remitido. Lo que tenía era un eczema. Ahora veía que era así.
Katie hizo una pausa y le frotó el brazo y pareció de pronto muy seria. A George le preocupó que fuera a empezar a hablar de Jean y David Symmonds. No quería hablar de Jean y David Symmonds. Estaría más que encantado de evitar hablar del tema durante el resto de su vida.
Agarró la mano de Katie y le dio un breve apretón.
—Vamos. Será mejor que recojas tus cosas.
—Sí —repuso Katie—. Probablemente tienes razón.
—Vete —dijo George—. Yo lavaré los platos.
Media hora más tarde Jean se despertó por fin. Le pareció magullada y agotada, como alguien que se recupera de una operación. Habló muy poco. Él le preguntó si estaba bien. Ella dijo que sí. George decidió no interrogarla más.
A media mañana se reunieron en el recibidor para despedirse. Katie, Ray y Jacob se dirigían a Heathrow y Jamie y Tony conducían de vuelta a Londres. Fue una ocasión un poco sombría y la casa pareció anormalmente silenciosa cuando se hubieron marchado.
Por suerte los del servicio de comidas llegaron para retirar su parafernalia diez minutos después, seguidos por la señora Jackson y una joven con un pendiente en el labio que se dispusieron a limpiar la casa.
Cuando la salita estuvo aspirada, él y Jean se refugiaron en el sofá con una tetera y un plato con sándwiches mientras fregaban la cocina. George se disculpó una vez más por su conducta, y Jean le informó de que no volvería a ver a David.
George dijo:
—Gracias —le pareció lo más cortés que podía decir.
Jean se echó a llorar. George no supo muy bien qué hacer al respecto. Le apoyó la mano en el brazo. Le pareció que no obraba el más mínimo efecto, de modo que apartó la mano.
—No voy a dejarte —dijo.
Jean se sonó la nariz con un pañuelo de papel.
—Y no voy a pedirte que te vayas —añadió George, para que Jean supiera exactamente a qué atenerse.
En cualquier caso era una idea ridícula. ¿Qué haría él si se mudaba? ¿O si era Jean la que se iba? Era demasiado viejo para empezar una nueva vida. Los dos lo eran.
—Qué bien —repuso Jean.
George le ofreció otro sándwich.
Desmontaron la carpa durante la tarde y George pudo trabajar un par de horas en el estudio antes de cenar. Se percató de que iba a sentirse decepcionado cuando estuviese acabado. Obviamente, entonces tendría un sitio en que poder dibujar y pintar. Pero necesitaría otros proyectos con que ocupar el tiempo, y a juzgar por su encuentro con el ficus, transcurrirían varios meses antes de que dibujar y pintar se volvieran actividades plenamente satisfactorias.
Podía empezar a nadar un par de veces por semana en la piscina municipal. Parecía una idea sensata. Lo mantendría en forma y le ayudaría a dormir.
Ahora que lo pensaba, quizá a Jean le gustaría acompañarlo. Eso bien podía animarla un poco. Siempre le habían gustado las piscinas en las vacaciones familiares. Claro que hacía su buen puñado de años, y que igual la acomplejaba un poco llevar bañador en público. Sabía que a las mujeres esas cosas les preocupaban más que a los hombres. Pero le propondría la idea a ver qué le parecía.
O un fin de semana largo en Brujas. Ésa era otra posibilidad. Había leído algo al respecto en el periódico últimamente. Estaba en Bélgica, si no le fallaba la memoria, lo que significaba que podían llegar allí sin levantarse del suelo.
Se estremeció. Hacía frío y oscurecía. De manera que recogió con pulcritud los materiales de construcción y volvió hacia la casa. Se puso ropa limpia y bajó a la cocina.
Jean estaba cocinando una lasaña. George se preparó una taza de café, se sentó a la mesa y empezó a hojear la guía de televisión.
—¿Podrías pasarme el cazo de aluminio del cajón? —pidió Jean.
George se inclinó hacia atrás, cogió el cazo y se lo tendió. Al hacerlo, le llegó una leve vaharada del perfume floral que utilizaba Jean. O quizá se trataba del champú de naranja de Sainsbury’s. Fue agradable.
Jean le dio las gracias y George bajó la vista hacia la guía. Se encontró viendo la fotografía de dos jóvenes que estaban unidas por la cabeza. No era una imagen agradable y no le hizo sentirse bien. Empezó a leer. Las mujeres iban a aparecer en un documental del canal cuatro. El documental acabaría con secuencias de una operación en que se las separaba quirúrgicamente. La operación era arriesgada, al parecer, y una o ambas muchachas podían morir como resultado. El artículo no revelaba cómo acababa la operación.
El suelo de la cocina se ladeó sólo un poco.
—¿Qué quieres con la lasaña? —preguntó Jean—. ¿Guisantes o brócoli?
—¿Perdona? —dijo George.
—¿Guisantes o brócoli? —insistió Jean.
—Brócoli —contestó George—. Y quizá deberíamos abrir una botella de vino.
—Marchando brócoli y vino —dijo Jean.
George bajó la vista hacia la guía de televisión.
Ya era hora de dejarse de esas tonterías.
Volvió la página y se levantó en busca de un sacacorchos.