64

Jamie se detuvo en una estación de servicio que abría las veinticuatro horas de vuelta de casa de Tony y compró un paquete de Silk Cut, un Twix, una barrita Cadbury y una Yorkie. Para cuando se quedó dormido se había comido todo el chocolate y se había fumado once cigarrillos.

Al despertar a la mañana siguiente alguien le había metido una percha de alambre doblada en el espacio entre el cerebro y el cráneo. Era tarde, además, y no le daba tiempo a ducharse. Se vistió, se echó al gaznate un café instantáneo con dos Nurofen y salió corriendo a coger el metro.

Estaba sentado en el vagón cuando se acordó de que no le había devuelto la llamada a Katie. Cuando salió al final de la línea sacó el móvil del bolsillo pero fue incapaz de llamar. Lo haría por la tarde.

Entró en la oficina y se dio cuenta de que tendría que haber hecho la llamada.

No podía seguir así.

La cosa iba más allá de Tony. Estaba en una encrucijada. Lo que hiciera en los días siguientes determinaría el curso de su vida entera.

Quería gustarle a la gente. Y le gustaba a la gente. O al menos así era antes. Pero ya no resultaba tan fácil. No era automático. Empezaba a perder el beneficio de la duda de todo el mundo. El suyo incluido.

Si no se andaba con cuidado se convertiría en uno de esos hombres que se preocupaban más por los muebles que por los seres humanos. Acabaría viviendo con algún otro que se preocupase más por los muebles que por los seres humanos y llevarían una vida que parecería perfectamente normal desde fuera pero que sería, en realidad, una especie de muerte en vida que le dejaba a uno el corazón con el aspecto de una pasa.

O peor incluso, daría bandazos de una relación sórdida a la siguiente, se pondría inmensamente gordo porque a nadie le importaría una mierda su aspecto, y entonces pillaría alguna enfermedad espantosa como resultado de la gordura y tendría una muerte larga y persistente en una sala de hospital llena de viejos chochos que olerían a orina y repollo y aullarían por las noches.

Se metió de lleno a redactar los detalles de las tres casas de Jack Riley recién construidas en West Hampstead. Sin duda estaba incluyendo algún error de mecanografía o una fotografía con el pie mal puesto para que Riley pudiese entrar como una fiera en el despacho preguntando a quién tenía que darle una patada en el culo.

En la última ocasión Jamie había añadido la frase «Se garantiza que la propiedad se vendrá abajo entre la transacción y la finalización de las obras», imprimió los detalles para divertir a Shona, y entonces tuvo que arrancárselos de la mano al ver a Riley de pie en recepción hablando con Stuart.

«Dormitorio Uno, 4,88m (16,0”) máx. × 3,40m (11,2”) máx. Dos ventanas de guillotina deslizantes a la fachada. Suelo de tablones de madera. Toma de teléfono…»

A veces se preguntaba por qué demonios haría ese trabajo.

Se frotó los ojos.

Tenía que dejar de quejarse. Iba a ser una buena persona. Y las buenas personas no se quejaban. Los niños se morían en África. Jack Riley no tenía importancia en el orden del universo. Había gente que ni siquiera tenía un empleo.

Se puso a trabajar en serio.

Pegó las fotografías del interior.

Giles estaba haciendo lo del bolígrafo en el escritorio de enfrente. Lo hacía rebotar entre el pulgar y el índice para luego lanzarlo al aire y dejarlo girar una serie de veces antes de cogerlo por el extremo correcto. Tal como Jamie solía hacer con las navajas. Cuando tenía nueve años.

Y quizá si hubiese sido otro, Josh, o Shona, o Michael, no habría importado. Pero era Giles. Que llevaba un fular. Y que le quitaba el papel de plata a una Penguin, lo doblaba en dos, y volvía a envolver entonces la mitad inferior de la barrita con el papel de plata ahora el doble de grueso, formando una especie de cucurucho para impedir que se le mancharan de chocolate los dedos, de modo que daban ganas de pegarle un tiro en la cabeza. Y estaba haciendo aquel ruido, además, cada vez que el bolígrafo le caía en la mano. Aquel pequeño chasquido con la lengua. Cloc. Como cuando imitabas a un caballo para los niños. Pero sólo un cloc cada vez.

Jamie rellenó un par de Condiciones de Venta e imprimió tres Características de la Propiedad.

No culpaba a Tony. Por Dios, si él había quedado como un tonto del culo. Tony tenía razón al cerrarle la puerta en las narices.

¿Cómo demonios podías pedirle a alguien que te quisiera cuando ni siquiera te gustabas a ti mismo?

Tecleó las cartas anexas, lo metió todo en sobres y devolvió una serie de llamadas telefónicas del día anterior.

A las doce y media salió, se compró un sándwich para almorzar y se lo comió sentado en el parque bajo la lluvia con el paraguas de Karen, agradecido por la relativa calma y tranquilidad.

Aún le dolía la cabeza. De vuelta en la oficina le gorroneó dos Nurofen a Shona y luego pasó buena parte de la tarde cautivado por la interesante forma en que se movían las nubes al otro lado de la pequeña ventana sobre las escaleras, deseando desesperadamente estar en el sofá de casa con una buena taza de té como Dios mandaba y un paquete de galletas.

Giles empezó a hacer otra vez lo del bolígrafo a las 2.39 y aún seguía haciéndolo a las 2.47.

¿Tenía Tony a alguien con él? Bueno, en realidad Jamie no podía quejarse. Sólo los langostinos envenenados le habían impedido follarse a Mike. ¿Por qué coño no iba a tener Tony a alguien con él?

Eso era lo que significaba, ¿no? Lo de ser bueno. No había que cavar pozos en Burkina Faso. No hacía falta regalar la mesita de café. Sólo era necesario ver las cosas desde el punto de vista de los demás. Recordar que eran humanos.

Algo que no hacía ese jodido Giles Mynott.

Cloc. Cloc. Cloc.

Jamie necesitaba echar una meada.

Se levantó de la silla y se dio la vuelta y chocó contra Josh, que llevaba una taza de café sorprendentemente caliente a su mesa.

Jamie se oyó decir, muy alto:

—Tú, especie de jodido imbécil.

En la oficina se hizo el silencio.

Stuart se acercó. Fue como ver al director cruzar el patio del colegio después de que le rompiera la chaqueta a Sharon Parker.

—¿Te encuentras bien, Jamie?

—Lo siento. Lo siento muchísimo.

Stuart estaba haciendo su papel de Mister Spock, sin revelar el más mínimo indicio de lo que pensaba.

—Mi hermana acaba de cancelar su boda —explicó Jamie—. Mi padre tiene una crisis nerviosa y mi madre va a dejarlo por otro.

Stuart se ablandó.

—Quizá deberías cogerte el resto de la tarde libre.

—Sí. Gracias. Lo haré. Gracias. Lo siento.

Se sentó en el metro sabiendo que iba al infierno. La única forma de reducir el efecto de los tridentes calientes cuando llegase era llamar a Katie y a su madre en cuanto entrara en casa.

Un viejo con la mano atrofiada estaba sentado frente a él. Llevaba un impermeable amarillo y una grasienta cartera y miraba directamente a Jamie musitando para sí. Jamie se sintió muy aliviado cuando se bajó en Swiss Cottage.

Llamar a mamá iba a ser peliagudo. ¿Se suponía que debía saber lo de que iba a dejar a papá? ¿Se suponía que debía saberlo Katie siquiera? Podía haber oído una conversación y haberse precipitado al sacar conclusiones. Algo que era proclive a hacer.

Llamaría a Katie primero.

Cuando llegó a casa, sin embargo, había un mensaje en el contestador.

Oprimió el botón y se quitó la chaqueta.

Pensó, al principio, que era una broma. O un lunático que había marcado un número equivocado. Se oyó a una mujer hiperventilar en el teléfono.

Y de pronto esa mujer estaba diciendo su nombre: «¿Jamie…? ¿Jamie…?», y comprendió que era su madre y tuvo que sentarse muy rápido en el brazo del sofá.

«¿Jamie…? ¿Estás ahí…? A tu padre le ha ocurrido algo espantoso. ¿Jamie…? Oh, mierda, mierda, mierda.»

La máquina se desconectó con un chasquido.

Todo se quedó muy silencioso y muy quieto. Entonces Jamie se lanzó a través de la habitación, tirando el teléfono a la alfombra.

El número de sus padres. Joder, ¿cuál era el número? Por Dios, debía de haberlo marcado siete mil veces. Cero uno siete tres tres… ¿Dos cuatro dos…? ¿Dos dos cuatro…? ¿Dos cuatro cuatro…? Jesús.

Estaba llamando a información cuando se acordó del número. Lo marcó. Contó las veces que sonaba. Cuarenta. No hubo respuesta.

Llamó a Katie.

El contestador automático.

—Katie. Soy Jamie. Mierda. No estás. Joder. Oye, acabo de oír una llamada de mamá que da miedo. Llámame, ¿vale? No. No me llames. Me voy a Peterborough. De hecho, a lo mejor tú ya estás allí. Hablamos luego. Ahora me voy.

¿Algo espantoso? Joder, ¿por qué eran los viejos siempre tan imprecisos?

Corrió al piso de arriba y cogió las llaves del coche y volvió a bajar corriendo y tuvo que apoyarse contra la pared del pasillo durante unos segundos para no desmayarse, y se le ocurrió que de alguna extraña forma él había provocado eso, al no llamar a Katie, al darle plantón a Ryan, al no amar a Tony, al no decirle a Stuart toda la verdad.

Para cuando cruzó la M25, sin embargo, se sentía sorprendentemente bien.

Siempre le habían gustado las urgencias. Las de los demás, en cualquier caso. Te hacían ver la verdadera dimensión de tus problemas. Era como estar en un ferry. No había que pensar en lo que tenías que hacer o adónde ir en las horas siguientes. Estaba todo ahí, pasándote por delante.

Como decían, nadie se suicidaba en tiempos de guerra.

Iba a hablar con su padre. Como era debido. Acerca de todo.

Jamie siempre lo había culpado a él por la falta de comunicación. Siempre había pensado en su padre como en un tipo viejo y marchito. Era cobardía. Ahora lo veía. Y pereza. Sólo había querido ver confirmados sus propios prejuicios.

Baldock, Biggleswade, Sandy…

Cuarenta minutos más y estaría allí.

Un pequeño inconveniente
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