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Jean no se percató de lo grave que era hasta que bajó y cruzó el jardín bajo la llovizna en camisón.
Había agua estancada en la carpa. Se suponía que setenta personas tenían que comer ahí al día siguiente.
No pudo evitar tener la sensación de que si aún estuviera organizando ella la boda eso no habría pasado, aunque estaba claro que no tenía más control sobre el tiempo que Katie y Ray.
Se sentía… vieja. Así era como se sentía.
No era sólo por la lluvia. Era por George, también. Había parecido bien durante unas semanas. Entonces, después de cenar, todo había ido a peor. No quería hablar. No quería ayudarla. Y ella no tenía la más mínima idea de por qué.
Se suponía que debía estar preocupada, no enfadada. Ya lo sabía. Pero ¿cómo podía una andar preocupándose cuando no sabía cuál era el problema?
Volvió a la cocina y se preparó unas tostadas y un café.
Katie y Jacob aparecieron media hora más tarde. Le dijo a Katie lo de la carpa y le dio rabia que su hija se negara a ser presa del pánico.
Katie no lo entendía. No estaba pasando en su jardín. Si la gente se encontraba con barro hasta el tobillo iban a culpar a Jean. Y era egoísta pensar eso, pero era cierto.
Trató de quitárselo de la cabeza.
—Bueno, hombrecito… —le revolvió el pelo a Jacob—. ¿Qué te preparamos para desayunar?
—Quiero huevos —dijo Jacob.
—¿Quiero huevos qué más? —intervino Katie, que estaba metida de lleno en el periódico.
—Quiero huevos por favor —corrigió Jacob.
—¿Revueltos, fritos o duros? —quiso saber Jean.
—¿Cómo son fritos? —preguntó Jacob.
—Los quiere revueltos —aclaró Katie, distraída.
—Pues revueltos van a ser —Jean besó al niño en la coronilla. Al menos había algo que podía hacer por alguien.