25
Algo le había pasado a George.
Todo empezó aquella noche en que ella volvió a la salita para encontrárselo hurgando bajo la butaca en busca del mando a distancia del televisor. George se incorporó y le preguntó qué había estado haciendo.
—Escribiendo una carta.
—¿A quién?
—A Anna. En Melbourne.
—Bueno, y ¿qué le has contado? —quiso saber George.
—Lo de la boda. Lo de tu estudio. Lo del anexo que los Khan han añadido a su vieja casa.
George no solía hablar de la familia de Jean, o de los libros que ella leía, o de si deberían comprar un sofá nuevo. Pero durante el resto de la velada había querido saber qué pensaba ella sobre todas esas cosas. Cuando por fin se quedó dormido fue probablemente a causa del agotamiento. No había mantenido una conversación tan larga en veinte años.
Al día siguiente la cosa siguió más o menos igual. Cuando no estaba trabajando al fondo del jardín o escuchando a Tony Bennett al doble del volumen habitual, George la seguía de una habitación a otra.
Cuando ella le preguntó si se encontraba bien él insistió en que era bueno hablar y no lo hacían lo suficiente. Tenía razón, por supuesto. Y quizá ella debería haber apreciado un poco más sus atenciones. Pero daba miedo.
Dios santo, hubo ocasiones en que había rezado por que George se mostrara un poquito más abierto. Pero no de la noche a la mañana. No como si le hubiesen dado un golpe en la cabeza.
Había un problema práctico, además. Ver a David cuando George no tenía interés en lo que ella hiciera era una cosa. Ver a David cuando seguía cada uno de sus movimientos era otra.
Sólo que a George no se le daba muy bien. Lo de escuchar, lo de mostrar interés. Le recordaba a Jamie a los cuatro años. «La ranita quiere hablar contigo por teléfono… ¡Súbete al tren del sofá, que va a arrancar!» Cualquier cosa con tal de llamar su atención.
Justo antes de que se metieran en la cama George había salido del baño sosteniendo un bastoncillo sucio para preguntarle si le parecía normal tener tanta cera en un oído.
David sabía hacerlo. Lo de escuchar, lo de mostrar interés.
La tarde siguiente estaban sentados en su salita con las ventanas acristaladas abiertas. David hablaba de sellos.
—Los emitidos en Jersey durante la ocupación de la Segunda Guerra Mundial. El verde mate de un chelín de Zululandia de 1888. Perforados. Sin perforar. Con las filigranas invertidas… Dios sabe qué pretendía conseguir con eso. Supongo que era más fácil que hacerse mayor. Aún los guardo por algún sitio.
La mayoría de los hombres querían contarle a una qué sabían. La ruta hasta Wisbech. Cómo encender una hoguera. David la hacía sentir como si sólo ella supiese cosas.
David encendió un puro y permanecieron sentados observando tranquilamente los gorriones sobre la mesa del jardín y el cielo aborregado moverse despacio de derecha a izquierda detrás de los álamos. Y fue una sensación agradable. Porque David también sabía estar en silencio. Y sabía por experiencia que había muy pocos hombres capaces de estar en silencio.
Se marchó tarde y se encontró en un atasco por las obras a la salida de B&Q. Estaba preocupándose por cómo explicarle a George el retraso cuando se le ocurrió que él sabía lo de David. Que sus atenciones para con ella eran un modo de desagravio, o de competición, o de hacerla sentir culpable.
Pero cuando llevó a pulso las bolsas hasta la cocina George estaba sentado a la mesa con dos tazas de café caliente y blandía un periódico doblado.
—Me hablabas de esos chicos Underwood. Bueno, pues por lo visto unos científicos de California han estado estudiando a los gemelos idénticos…
La semana siguiente la tienda estuvo inusualmente tranquila. Como resultado su paranoia empezó a crecer. Y como Ursula estaba en Dublín no había nadie con quien pudiese discutir sus temores.
Las mañanas en el colegio Saint John eran su único respiro, sentada en el Rincón de la Jungla con Megan, Callum y Sunil leyendo La bruja Winnie y Mister Gumpy se va de excursión. En especial con Callum, que no era capaz de estarse sentado mirando en la misma dirección ni cinco segundos (por desgracia, no le estaba permitido sobornarlo con galletas como hacía con Jacob). Pero en cuanto salía por las puertas hacia el aparcamiento la cosa volvía a obsesionarla.
El jueves George anunció que había hecho una reserva en la empresa de carpas y que había quedado en reunirse con dos servicios de comidas para fiestas. Eso viniendo de un hombre que olvidaba los cumpleaños de sus hijos. Jean estaba tan sorprendida que ni siquiera se quejó por que no le hubiese consultado a ella.
Esa misma noche una voz siniestra en su cabeza empezó a preguntar si George no la estaría convirtiendo en alguien prescindible. Preparándose para cuando ella se fuera. O el momento en que él le dijera que se fuera.
Y sin embargo, cuando por fin llegó el día de la cena con David, George estaba inesperadamente alegre. Se pasó el día yendo a la compra y preparando el risotto de esa forma tradicional en los hombres: sacando todos los utensilios de los cajones y disponiéndolos como si de instrumentos quirúrgicos se tratara, para luego verter todos los ingredientes en pequeños cuencos y así maximizar la tarea de fregar los platos.
Jean no conseguía quitarse de la cabeza la idea de que planeaba alguna clase de confrontación, y a medida que la tensión fue aumentando durante la tarde consideró la idea de verse presa de alguna enfermedad. Cuando el timbre sonó finalmente, justo pasadas las siete y media, corrió escaleras abajo para llegar primero a la puerta y tropezó con la moqueta suelta, torciéndose el tobillo.
Para cuando llegó al final de los peldaños, George estaba de pie en el recibidor enjugándose las manos en un delantal de rayas y David le tendía una botella de vino y un ramo de flores.
David advirtió que cojeaba un poco.
—¿Te encuentras bien? —instintivamente, se dirigió hacia ella para consolarla; entonces se contuvo y retrocedió.
Jean apoyó la mano en el brazo de George y se inclinó para frotarse el tobillo. No le dolía gran cosa, pero quiso evitar la mirada de David, y el temor de que él pudiese haber delatado algo en esa fracción de segundo la hizo sentirse mareada.
—¿Te duele? —preguntó George. Gracias a Dios, no parecía haber notado nada.
—No, no mucho —repuso Jean.
—Deberías sentarte y poner el pie en alto —recomendó David—. Para impedir que se hinche —volvió a coger las flores y el vino para que George pudiese ayudarla.
—Aún estoy preparando la cena —dijo George—. ¿Por qué no os sentáis los dos con una copa de vino en la salita?
—No —repuso Jean con demasiada firmeza. Hizo una pausa para calmarse—. Iremos a la cocina contigo.
George los instaló en la mesa, sacó una tercera silla para el tobillo de Jean, que en realidad no la necesitaba, llenó dos copas de vino y volvió a dedicarse a rallar parmesano.
Iba a tratarse siempre de una ocasión extraña, fuera quien fuese el invitado. A George no le gustaba que entrase otra gente en su guarida. De manera que Jean asumió que la conversación sería forzada. Siempre que se lo llevaba a rastras a una fiesta se encontraba invariablemente con que se quedaba plantado y desconsolado en un círculo de hombres, en tanto que ellos hablaban de rugby y devoluciones de impuestos, con una expresión afligida en el rostro, como si le doliera la cabeza. Confió, al menos, en que David fuera capaz de llenar los silencios.
Pero para su sorpresa, fue George quien más habló. Parecía excitado de verdad ante el hecho de tener compañía. Los dos hombres se felicitaron mutuamente por el declive de Shepherds desde su partida. Hablaron de vacaciones haciendo senderismo en Francia. David habló de sus prácticas de vuelo sin motor. George habló de su miedo a volar. David sugirió que aprender vuelo sin motor podía solucionar ese problema. George dijo que estaba claro que David subestimaba su miedo a volar. David confesó tenerles fobia a las serpientes. George le pidió que imaginara tener una anaconda en el regazo durante un par de horas. David rió y dijo que lo había dejado muy claro.
El miedo de Jean se evaporó para verse reemplazado por algo más extraño pero igualmente incómodo. Era ridículo, pero no quería que se llevaran tan bien. George estaba más simpático y gracioso que cuando estaban los dos solos.
Y David parecía más corriente.
¿Era de esa forma como se habían comportado en el trabajo? Y de ser así, ¿por qué George no había mencionado una sola vez a David desde que dejara la compañía? Empezó a sentirse culpable por haberle transmitido a David una imagen tan sombría de su vida doméstica.
Para cuando trasladaron el campamento al comedor, George y David parecían tener más en común entre sí de lo que ella tenía con cualquiera de los dos. Era como volver a estar en el colegio. Viendo cómo tu mejor amiga entablaba una relación con otra niña y te dejaba a ti en la estacada.
Intervenía de vez en cuando en la conversación, tratando de recuperar un poco de atención. Pero todo el rato le salía mal. Pareció demasiado interesada en Grandes esperanzas cuando sólo había visto la serie de televisión. Fue demasiado grosera con los desastres culinarios anteriores de George cuando en realidad el risotto le quedó muy bueno. Era agotador. Y al final le pareció más fácil ocupar el asiento de atrás y dejarlos a ellos dos llevar la conversación y dar su opinión cuando se la pedían.
Sólo en un momento pareció George quedarse sin palabras. David estaba hablando de que la esposa de Martin Donnelly había tenido que ir al hospital a hacerse unas pruebas. Jean se dio la vuelta y vio a George sentado con la cabeza entre las rodillas. Lo primero que pensó fue que los había envenenado a todos con el risotto y estaba a punto de vomitar. Pero entonces se incorporó, con una mueca y frotándose la pierna, se disculpó por la interrupción y luego se levantó a hacer un circuito por la cocina para relajar un espasmo muscular.
Para cuando la cena acabó se había bebido una botella entera de vino tinto y se había convertido en una especie de cómico.
—A riesgo de aburrir a Jean con una vieja historia, un par de semanas después nos dieron las fotos reveladas. Sólo que no eran nuestras fotos. Eran las fotos de un joven y su novia. En cueros. Jamie sugirió que escribiéramos «¿Quieres una ampliación?» en el dorso antes de devolverlas.
A la hora del café, David habló sobre Mina y los chicos, y cuando esperaban en los peldaños de entrada viéndolo alejarse en su coche entre una nubecilla de humo rosado, George dijo:
—Tú nunca me dejarías, ¿verdad?
—Por supuesto que no —repuso Jean.
Esperaba que la rodeara entonces con un brazo, por lo menos. Pero George tan sólo dio una palmada, dijo:
—Vale. A lavar los platos —y volvió al interior como si aquello no fuera más que la siguiente parte de la diversión.