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A media cena Ray empezó a echarle vistazos al reloj.
Katie señaló que un caballero no debería hacer eso durante una cena a la luz de las velas con su prometida. Ray se mostró arrepentido, pero no lo suficiente. Claramente le pareció divertido, y no lo era, y Katie se debatió entre enfadarse de verdad y las pocas ganas de tener una pelea en público la noche antes de la boda.
Unos minutos antes de las nueve, sin embargo, Ray se inclinó sobre la mesa, le tomó las dos manos y dijo:
—Te he traído un regalo.
—¿Ah, sí? —Katie se mostró un poco evasiva por los vistazos al reloj, pero también porque Ray no era brillante a la hora de hacer regalos.
Ray no dijo nada.
—¿Y…? —preguntó Katie.
Ray levantó el índice, indicándole que esperara o se quedara callada. Y eso también fue extraño.
—Vale —dijo Katie.
Ray miró por la ventana, de manera que Katie miró por la ventana, y Ray dijo:
—Cinco, cuatro, tres, dos, uno… —y no pasó absolutamente nada durante unos segundos, y Ray dijo «Mierda» en voz baja, y entonces hicieron explosión unos fuegos artificiales en el campo junto al restaurante: efervescentes serpientes blancas, erizos de mar violetas, ráfagas de estrellas, sauces llorones de luz verde incandescente. Y aquellos pums como si alguien golpease cajas de cartón con un palo de golf y que la llevaron de vuelta a las hogueras y las patatas asadas en papel de plata y el olor a humo de bengalas.
Todo el mundo en el restaurante estaba mirando, y cada explosión iba seguida de un pequeño «Oh» o «Ah» en algún lugar de la sala, y Katie dijo:
—Así pues, esto es…
—Ajá.
—Por Dios, Ray, es increíble.
—De nada —repuso Ray, que no miraba los fuegos artificiales, sino que observaba el rostro de Katie al mirar los fuegos—. Era esto o Chanel número cinco. Pensé que preferirías esto.