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Jean iba a tener que organizar la boda ella sola. Estaba claro que no iba a obtener mucha ayuda del resto de la familia.
Francamente. Quería a su hija. Pero pese a toda la cháchara de Katie sobre que las mujeres eran tan buenas como los hombres, en ocasiones podía llegar a ser colosalmente desordenada.
Despreocupada era el término que usaba Katie.
Volvió a casa de la universidad con toda la ropa en bolsas negras de plástico que dejó en el garaje abierto, de manera que los de la recogida de basuras se las llevaron. Derramó pintura sobre aquel gato. Perdió el pasaporte en Malta.
Pobre George. Desde luego Katie había jugado con él. Eran como dos criaturas de planetas distintos.
Doce años discutiendo por la pasta de dientes. George asumía que lo hacía a propósito para irritarlo. Katie la escupía en el lavabo y se negaba a quitarla con agua, de manera que se endurecía y formaba grumos. Ella era incapaz de creer que nadie en su sano juicio pudiera enfadarse por algo tan trivial.
Todavía lo hacía, de hecho. Lo había hecho esa misma mañana. Jean la había limpiado. Como en los viejos tiempos.
En realidad, Jean estaba secretamente orgullosa de la forma en que Katie se negaba a recibir órdenes de nadie. Por supuesto que había veces en que se preocupaba. De que Katie nunca consiguiera un empleo decente. O de que se quedara embarazada por accidente. O de que nunca encontrara marido. O de que se metiera en alguna clase de problema (en cierta ocasión la habían amonestado por ser grosera con una policía).
Pero a Jean le gustaba el hecho de haber traído al mundo a un espíritu tan libre. A veces miraba a su hija y veía gestos o expresiones que reconocía como propios, y se preguntaba si se habría parecido más a Katie de haber nacido treinta años después.
Qué ironía que Jamie resultara ser gay. Pues si se casara tendría la lista de invitados y las invitaciones impresas con varios años de antelación.
No importaba.
La primera vez que una organizaba una boda se parecía a planear los desembarcos del Día D. Pero después de trabajar en la librería y ayudar en el colegio se daba cuenta de que no era más difícil que comprar una casa o hacer reservas para unas vacaciones: sólo se trataba de una serie de tareas cada una de las cuales debía hacerse en un momento preciso. Escribías una lista de cosas que hacer. Las hacías. Las tachabas.
Dispuso las flores. Reservó la discoteca que Claudia había utilizado para la boda de Chloë. Acabó de hacer el menú con los encargados del servicio de comidas y bebidas. Contrató al fotógrafo.
Iba a salir a la perfección. Por su bien al menos. Todo iba a ir como la seda y todo el mundo lo pasaría bien. Ella pondría los pies encima de la mesa al final de la jornada y experimentaría una sensación de logro personal.
Le escribió una carta a Katie en que detalló todas las cosas que aún era preciso hacer (música grabada para el registro civil, el traje de Ray, regalo para el padrino, anillos…). Haría que Katie se subiera por las paredes, pero a juzgar por la actuación de su hija el fin de semana parecía enteramente posible que Katie pudiera llegar a olvidar que iba a casarse.
Encargó las tarjetas para los comensales en las mesas. Se compró un vestido nuevo y llevó el traje de George a lavar en seco. Encargó una tarta. Reservó tres coches para traer hasta el pueblo a los parientes más cercanos. Escribió los nombres en las invitaciones de ella y George y escribió las direcciones en los sobres.
Consideró brevemente tachar a David de la lista. George había insistido en invitarlo después de aquella cena. Había dicho algo sobre aumentar sus filas para evitar verse «abrumados por el clan de Ray». Pero no quería que George hiciera preguntas incómodas. De manera que le envió una invitación. No significaba que tuviese que venir.