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Por encima de todo parecía profundamente injusto.

George no era un ingenuo. A la gente buena le pasaban cosas malas. Eso lo sabía. Y viceversa. Pero cuando a los Benn les robó el novio de su hija, o cuando a la primera esposa de Brian tuvieron que quitarle los implantes de los pechos, no podías evitar pensar que se estaba impartiendo alguna clase de justicia rudimentaria.

Sabía de hombres que habían tenido amantes durante toda su vida de casados. Sabía de hombres que acababan en bancarrota y registraban entonces la misma empresa bajo un nombre distinto al mes siguiente. Sabía de un hombre que le había roto la pierna a su hijo con una pala. ¿Por qué no estaban ellos pasando por eso?

Se había pasado treinta años fabricando e instalando columpios y toboganes. Columpios y toboganes buenos. No trastos baratos como los de Wicksteed o Abbey Leisure, sino equipamiento de calidad.

Había cometido errores. Debería haber despedido a Alex Bamford cuando se lo encontró medio inconsciente en el suelo de los lavabos de la oficina. Y debería haber pedido pruebas por escrito de los problemas de espalda de Jane Fuller y no esperar a que apareciera en el periódico local corriendo aquel maratón popular.

Había despedido a diecisiete personas por reducción de plantilla, pero consiguieron un buen finiquito y las mejores referencias que pudo redactar sin cometer perjurio. No se trataba de cirugía del corazón, pero tampoco de fabricación de armas. De una forma modesta había incrementado la felicidad de una pequeña parte de la población humana.

Y ahora le había caído aquello en el plato.

Aun así, no tenía sentido quejarse. Se había pasado la vida resolviendo problemas. Ahora tenía que resolver uno más.

Su mente estaba funcionando mal. Tenía que asumir el control. Lo había hecho antes. Había compartido una casa con su hija durante dieciocho años sin llegar a las manos, para empezar. Cuando su madre murió, él acudió a la oficina a la mañana siguiente para asegurarse de que el acuerdo de Glasgow no se viniera abajo.

Necesitaba una estrategia, al igual que la necesitaría de haber reservado Jean unas vacaciones para dos en Australia.

Consiguió una hoja de papel rígido de cartas de color crema, redactó una lista de normas y la ocultó entonces en la caja a prueba de incendios al fondo del armario en que guardaba la partida de nacimiento y la escritura de la casa:

1. Mantenerse ocupado

2. Dar largos paseos

3. Dormir bien

4. Ducharse y cambiarse a oscuras

5. Beber vino tinto

6. Pensar en otra cosa

7. Hablar

En cuanto a mantenerse ocupado, la boda era un regalo del cielo. La vez anterior le había dejado la organización a Jean. Ahora que disponía de tiempo libre podía ocuparse del asunto y por si fuera poco hacer méritos.

Lo de caminar era un genuino placer. En especial por los senderos peatonales alrededor de Nassington y Fotheringay. Lo mantenía en forma y lo ayudaba a dormir. Cierto que había momentos difíciles. Una tarde, en la presa en el extremo oriental de Rutland Water, había oído dispararse una sirena industrial, e imágenes de desastres en refinerías y ataques nucleares le habían hecho sentirse de pronto muy lejos de la civilización. Pero fue capaz de volver a grandes zancadas hasta el coche cantando en voz alta, y luego poner bien alto Ella Fitzgerald en vivo… para alegrarse un poco de camino a casa.

Apagar las luces para ducharse y cambiarse era puro sentido común. Y con la excepción de la noche en que Jean había entrado con decisión en el baño, encendido la luz y chillado al verlo secándose a oscuras, era bastante fácil de hacer.

El vino tinto iba sin duda en contra de todo consejo médico pero dos o tres copas de aquel Ridgemont Cabernet obraban maravillas con su equilibrio mental.

Pensar en otra cosa era la tarea más difícil de la lista. Estaba cortándose las uñas de los pies, o lubricando unas tijeras de podar, y eso salía de pronto de la penumbra como una oscura silueta en una película de tiburones. Cuando estaba en la ciudad le era posible distraerse mirando de reojo a alguna atractiva jovencita para imaginársela desnuda. Pero se encontraba con pocas jovencitas atractivas en el transcurso de un día corriente. Si hubiese sido más descarado y viviera solo podría haber comprado revistas pornográficas. Pero no era descarado y Jean limpiaba escrupulosamente en los rincones. De manera que se decantó por los crucigramas.

Era lo de hablar, sin embargo, lo que suponía una revelación. Lo que menos se imaginaba era que poniendo en orden sus pensamientos le imprimiría nueva vida a su matrimonio. No era que fuese aburrido o estuviese falto de amor. Ni mucho menos. Se llevaban muchísimo mejor que muchas parejas conocidas que se conformaban con una vida de críticas de bajo nivel y huraños silencios simplemente porque era más fácil que separarse. Él y Jean se peleaban muy rara vez, gracias en gran medida a su propia capacidad de autocontrol. Pero sí había silencios entre ellos.

De manera que supuso una agradable sorpresa descubrir que podía decir lo que tenía en la cabeza y que Jean le respondía con comentarios con frecuencia interesantes. De hecho había veladas en que esa clase de conversación le producía un alivio tan profundo que se sentía como si estuviese enamorándose de ella otra vez.

Un par de semanas después de embarcarse en ese régimen autoimpuesto, George recibió una llamada telefónica de Brian.

—La madre de Gail ha venido a pasar dos semanas. De manera que pensaba irme a la cabaña. Para asegurarme de que el constructor haya hecho su trabajo. Me preguntaba si te apetecería acompañarme. Será un poco primitivo. Camas de campaña, sacos de dormir. Pero tú eres un tipo duro.

Normalmente no habría querido pasar más de un par de días en compañía de su hermano. Pero había algo infantil y un dejo de excitación en su voz. Parecía un niño de nueve años deseoso de enseñarle su nueva cabaña en un árbol. Y se dijo que el largo viaje en tren, los paseos por el Helford bajo el viento y las pintas en torno al fuego en el pub local le atraían bastante.

Podía llevarse un cuaderno de bocetos. Y aquel libraco de Peter Ackroyd que Jean le había regalado por Navidad.

—Iré contigo.

Un pequeño inconveniente
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