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La atmósfera en el centro de la ciudad se estaba volviendo palpablemente más bulliciosa a medida que la gente joven empezaba a reunirse para una noche de beber a lo bestia. De manera que George bajó por Bridge Street en dirección al río en busca de paz y tranquilidad y de una explicación para el helicóptero suspendido en el aire.
Cuando llegó al muelle se percató de que fuera lo que fuese lo que pasaba era más grave y más interesante de lo que había imaginado. En la calle había aparcada una ambulancia y un coche de policía se detuvo detrás, con la luz azul girando en el aire frío.
Normalmente se habría alejado de allí, para que no pensaran que era morboso. Pero nada era normal ese día.
El helicóptero estaba tan bajo que sentía el ruido como una vibración en la cabeza y los hombros. Se situó ante la pequeña alambrada junto al restaurante chino, calentándose las manos en los bolsillos del pantalón. Un reflector se movía en zigzag desde la base del helicóptero sobre la superficie del agua.
Alguien se había caído al río.
Una ráfaga de viento le trajo un breve restallido de walkie-talkie y luego volvió a llevárselo.
A su modo un poco macabro, era maravilloso. Como una película. La vida rara vez era así. El pequeño óvalo amarillo de la ventanilla de la ambulancia, las nubes que se deslizaban, el agua picada bajo las bocanadas arrojadas por el helicóptero, todo más brillante y más intenso de lo habitual.
Río abajo, dos enfermeros con chaquetas amarillas fosforescentes recorrían metódicamente el camino de sirga, enfocando el agua con las linternas y asestando golpes a los objetos sumergidos con una pértiga. En busca de un cuerpo, presumiblemente.
Una sirena aulló y fue apagada de inmediato. Se oyó cerrarse la puerta de un coche.
George observó el agua ante él.
En realidad nunca había visto el río desde tan cerca. Por la noche al menos. Ni cuando estaba tan crecido. Siempre había asumido que no tendría ningún problema si se caía al agua, la que fuera. Era un nadador decente. Cuarenta largos cada mañana siempre que se alojaban en un hotel con piscina. Y cuando el Fireball de John Zinewski había volcado había tenido miedo, brevemente, pero nunca se le había ocurrido que pudiera ahogarse.
Eso de ahora era distinto. Ni siquiera parecía agua. Se movía tan rápido, enroscándose y arremolinándose y rodando sobre sí como un animal enorme. En el lado de la corriente del puente se amontonaba contra los montantes como lava que salvara una roca. Debajo de los montantes desaparecía en un agujero negro.
Advirtió de pronto lo pesada que podía ser el agua cuando se movía en masa, como alquitrán o melaza. Te arrastraría o te aplastaría contra un muro de hormigón y no podrías hacer nada por buen nadador que fueras.
Alguien se había caído al río. Comprendió de pronto qué significaba eso.
Imaginó la primera impresión del frío violento, y luego los desesperados aspavientos en busca de un asidero en la ribera, las piedras resbaladizas de musgo, las uñas rompiéndose, la ropa empapada cada vez más pesada.
Pero quizá era eso lo que había querido. Quizá se había arrojado al río. Quizá no había tratado de trepar y la única lucha era la lucha por dejarse ir, por silenciar el ansia de luz y de vida.
Se lo imaginó tratando de bucear hacia las profundidades en la oscuridad. Recordó el pasaje sobre ahogarse en Cómo morimos. Lo vio tratando de respirar agua, con la tráquea cerrándose en espasmos para proteger el suave tejido de los pulmones. Con la tráquea cerrada habría sido incapaz de respirar. Y cuanto más tiempo pasara sin respirar más débil estaría. Empezaría a tragar agua y aire. El agua y el aire se revolverían hasta formar espuma y todo el truculento proceso adquiriría un impulso imparable. La espuma le haría dar arcadas (los detalles habían quedado grabados con viveza en su memoria). Vomitaría. El vómito le llenaría la boca y en ese jadeo terminal en que la falta de oxígeno en el flujo sanguíneo relajaría por fin el espasmo en la tráquea, no le quedaría otra opción que tragárselo todo, agua, aire, espuma, vómito: el lote completo.
Llevaba en la ribera cinco minutos. Había visto el helicóptero hacía diez minutos. Dios sabía cuánto tiempo se habría tardado en dar la alarma, o en que llegara el helicóptero. Quienquiera que fuese era casi seguro que estaba muerto para entonces.
Experimentó un poco del mismo horror que sintiera en el tren, pero en esta ocasión no lo abrumó. De hecho, se vio equilibrado por una especie de consuelo. Podía imaginarse haciendo eso. El drama que suponía. De la forma en que podías imaginarte muriendo pacíficamente con sólo que sonara la pieza de música adecuada. Como ese adagio de Barber que siempre parecían emitir por Clásica FM cuando iba en el coche.
Parecía tan violento, lo del suicidio. Pero ahí, ahora, visto de cerca, parecía distinto, más bien un caso de ejercer la violencia contra un cuerpo que te mantenía atado a una vida imposible de vivir. Corta amarras y sé libre.
Volvió a mirar abajo. Quince centímetros más allá de los dedos de sus pies el agua subía y bajaba, ahora azul, ahora negra a la luz giratoria del coche de policía.