16
Katie llevó a Jacob con Max y los dejó a los dos jugando a espadachines con cucharas de madera en la cocina de June.
Luego ella y Ray fueron a la ciudad y tuvieron una pequeña discusión en la imprenta. Ray pensaba que el número de volutas de oro en una invitación daba idea de cuánto querías a alguien, lo cual resultaba extraño en un hombre que pensaba que los calcetines de colores eran de niña. Mientras que las que prefería Katie parecían invitaciones a un seminario de contabilidad.
Ray sostuvo en alto su diseño favorito y Katie dijo que parecía una invitación a la fiesta de presentación en sociedad del príncipe azul. En ese momento el hombre detrás del mostrador dijo:
—Bueno, no me gustaría andar cerca cuando ustedes dos escojan el menú.
Las cosas fueron mejor en el joyero. A Ray le gustaba la idea de que los dos llevasen el mismo anillo y no estaba dispuesto a ponerse nada que no fuera una simple alianza de oro. El joyero preguntó si querían alguna inscripción y Katie se quedó momentáneamente perpleja. ¿Llevaban inscripciones las alianzas de boda?
—Suelen llevarlas por dentro —explicó el hombre—. La fecha de la boda. O quizá alguna clase de expresión de cariño —estaba claro que era la clase de hombre que se planchaba la ropa interior.
—O una dirección de retorno —comentó Katie—. Como en un perro.
Ray rió, porque el tipo pareció incómodo y a Ray no le gustaban los hombres que se planchaban la ropa interior.
—Nos llevaremos dos.
Comieron en Covent Garden e hicieron listas de invitados ante la pizza.
La de Ray fue corta. En realidad no hacía amigos. Hablaba con extraños en el autobús y se iría a tomar una pinta con prácticamente cualquiera. Pero nunca mantenía relaciones a largo plazo. Cuando él y Diana rompieron, se mudó del piso, se despidió de los amigos mutuos y solicitó un nuevo empleo en Londres. No había visto a su padrino de boda en tres años. Un viejo amigo del rugby, al parecer, que a Katie no la hacía sentir muy tranquila.
—Una vez lo detuvo la policía en la M5 —explicó Ray—. Por fingir que volaba sobre el techo de un Volvo en marcha.
—¿Por fingir que volaba?
—No pasa nada —repuso Ray—. Ahora es dentista —lo cual era preocupante en otro sentido.
La lista de Katie era más compleja, a causa de su excesiva cantidad de amigos, todos los cuales tenían un derecho inviolable a una invitación (Mona estaba ahí cuando Jacob nació; Sandra los alojó durante un mes al marcharse Graham; Jenny tenía un doctorado, lo que significaba que siempre te sentías fatal si no la invitabas a las cosas, incluso si en realidad era una mujer bien difícil…). Para acomodarlos a todos haría falta un hangar de aviación, y cada vez que añadía o tachaba un nombre se imaginaba un aquelarre en que las participantes comparaban notas.
—Exceso de pasaje —declaró Ray—, como en las compañías aéreas. Se asume que el quince por ciento no aparecerá. Se guardan unos cuantos asientos por si acaso.
—¿Quince por ciento? —preguntó Katie—. ¿Es ésa la tasa estándar de abandonos en las bodas?
—No —repuso Ray—. Sólo que me gusta que parezca que sé de qué hablo.
Ella le agarró un pequeño michelín justo encima del cinturón.
—Al menos hay una persona en tu vida capaz de pillarte cuando dices gilipolleces.
Ray le robó una aceituna de la pizza.
—Eso es un cumplido, ¿no?
Hablaron sobre despedidas de solteros. La última vez a él lo habían arrojado desnudo al canal de Leeds y Liverpool, y a ella le había metido mano un bombero en tanga, y ambos habían acabado vomitando en los lavabos de un restaurante hindú. Decidieron optar por una cena a la luz de las velas. Los dos solos.
Se estaba haciendo tarde y el padrino y la madrina de boda llegarían a cenar a las ocho. De manera que se fueron a casa, recogiendo a Jacob por el camino. Tenía un corte en la frente, donde Max lo había golpeado con un triturador de ajos. Pero Jacob le había destrozado a Max su camiseta de la tarántula. Estaba claro que seguían siendo amigos, de forma que Katie decidió no sonsacarles más.
De vuelta en casa Katie dispuso las pechugas de pollo en una bandeja del horno y vertió la salsa sobre ellas y se preguntó si Sarah habría supuesto una elección sensata. Para ser escrupulosamente franca, elegirla a ella había sido un acto de represalia. Una abogada mediadora que podía darle su buena faena a un jugador de rugby.
Pero Katie empezaba a comprender que la represalia bien podía no ser el mejor motivo para seleccionar una madrina de boda.
Sin embargo, cuando Ed llegó, pareció sobre todo nervioso. Un hombre grandote de mejillas rubicundas, más granjero que dentista. Había ganado peso desde que posara para la fotografía del equipo en el despacho de Ray y se hacía difícil imaginarlo encaramándose al techo de un Volvo aparcado, no digamos ya de uno en marcha.
Pareció incómodo con Jacob, lo que hizo a Katie sentirse superior. Entonces explicó que su esposa había pasado por cuatro ciclos de fertilización in vitro. De forma que Katie se sintió en cambio una estúpida.
Cuando apareció Sarah, no hizo sino frotarse las manos y decir:
—Bueno. Aquí está mi competencia —y Katie se tomó de un trago una copa entera de vino, por si acaso.
El vino fue una táctica acertada.
Ed era encantador y algo anticuado. Eso no le granjeó el cariño de Sarah. Ella le contó lo del dentista que le había cosido la encía al guante de goma de su ayudante. Él le contó lo del abogado que había envenenado al perro de su tía. El pollo no quedó bueno. Ed y Sarah no estaban de acuerdo con respecto a los gitanos. En concreto, sobre si había que hacer una redada para meterlos en campamentos o no. Sarah quería que mandaran a Ed a un campamento. Ed, a quien las opiniones de las mujeres le parecían en general decorativas, decidió que Sarah era una pelandusca.
Ray trató de llevar el tema a terreno más seguro recordando sus tiempos de rugby, y los dos se enfrascaron en una sarta de historias supuestamente divertidas, todas las cuales entrañaban alcohol por un tubo, pequeños actos de vandalismo y quitarle los pantalones a alguien.
Katie se tomó otras dos copas de vino.
Ed dijo que iba a empezar su discurso diciendo: «Damas y caballeros, esta tarea se parece a que le pidan a uno que se acueste con la reina. Es un honor, obviamente, pero no es algo que uno esté deseando entusiasmado».
Ray lo encontró pero que muy divertido. Katie se preguntó si no debería casarse con otro, y Sarah, a quien nunca le había gustado que los hombres acaparasen la atención, les contó que se había emborrachado tanto en la boda de Katrina que se desmayó y se hizo pis encima en el vestíbulo de un hotel en Derby.
Una hora después, Katie y Ray yacían uno junto al otro en la cama observando girar lentamente el techo, oyendo a Ed forcejear sin éxito con el sofá cama al otro lado de la pared.
Ray le agarró la mano.
—Lo siento.
—¿El qué?
—Lo de abajo.
—Pensaba que te estabas divirtiendo —dijo Katie.
—Así es. Más o menos.
Ninguno de los dos dijo nada.
—Creo que Ed estaba un poco nervioso —dijo Ray al fin—. Creo que todos estábamos un poco nerviosos. Bueno, aparte de Sarah. No me parece que ella se ponga nerviosa.
Se oyó un leve gemido al otro lado de la puerta cuando Ed se atrapó alguna parte de sí en el mecanismo.
—Hablaré con Ed —dijo Ray—. Sobre el discurso.
—Hablaré con Sarah —dijo Katie.