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En otras circunstancias George podría haberse suicidado. Llevaba dos noches soñando con lo de ahogarse en Peterborough, y en su sueño el río lo llamaba de la forma en que lo llamaría una inmensa cama de plumas, e incluso en el sueño daba miedo lo mucho que deseaba soltarse y hundirse en el frío y la oscuridad y que todo se acabara para siempre. Pero ahora sólo quedaban seis días para la boda y sería muy poco caballeroso hacerle algo así a su hija.
De modo que tenía que encontrar una manera de ir pasando los días hasta que llegara el momento en que fuera aceptable hacer algo drástico sin amargar el ambiente de celebración. Sería sin duda algún tiempo después de que Katie y Ray hubiesen vuelto de la luna de miel.
Asumió, después de examinarse en el espejo, que sufriría alguna clase de fallo en un órgano. Parecía inconcebible que el cuerpo humano pudiese sobrevivir a la presión creada por esa clase de pánico sostenido sin que algo se desgarrara o dejase de funcionar. Y al principio ése había sido otro miedo que añadir a sus demás miedos, al cáncer, a volverse loco sin remedio, o a desplomarse ante los invitados de la boda. Pero al cabo de veinticuatro horas estaba deseando que ocurriera. Un derrame cerebral. Un infarto. Lo que fuera. En realidad no le importaba si sobrevivía o no, siempre y cuando lo dejara inconsciente y lo eximiera de sus responsabilidades.
No podía dormir. En cuanto se tumbaba sentía cómo le mutaba la piel bajo la ropa. Yacía inmóvil, esperando a que Jean se hubiese dormido, y entonces se levantaba de la cama, tomaba más codeína y se servía un whisky. Veía los extraños programas que daban por la tele de madrugada. Documentales de la universidad a distancia sobre glaciares. Películas en blanco y negro de los años cuarenta. Noticias sobre agricultura. George lloraba y recorría en círculos la moqueta de la salita.
Al día siguiente salía al estudio e inventaba inútiles tareas con que cansarse y ocupar la mente (había dos hombres instalando la moqueta nueva en la casa). Lijar marcos de ventana. Barrer el suelo de cemento. Mover los ladrillos sobrantes, uno por uno, al otro extremo del estudio. Hacer una serie de pequeñas construcciones al estilo Stonehenge.
Comer le estaba suponiendo enormes problemas. Un par de cucharadas y sentía el estómago revuelto, como le pasaba en un ferry con mal tiempo. Se obligó a tragarse una tostada con un poco de mantequilla para tranquilizar a Jean y tuvo que subir a vomitar al baño.
Empezó a volverse loco a la mitad del segundo día. Se levantó de la mesa del comedor al acabar, dejando el postre intacto, y dijo que tenía que ir a algún sitio. No sabía con exactitud adónde tenía que ir. Recordaba haber salido de la casa por la puerta principal. Después no se acordaba de nada durante un espacio de tiempo considerable. Tenía la mente llena de ruido blanco, no muy distinto al ruido blanco de la televisión cuando no conseguía sintonizar un canal en particular, pero a mayor volumen y bastante más insistente. No era agradable, pero era mejor que inclinarse sobre la taza del váter mientras devolvía la tostada, o quedarse en la cama sintiendo cómo se multiplicaban y fusionaban las lesiones.
Es posible que cogiera un autobús. Aunque no tenía el recuerdo concreto de haber estado en un autobús.
Cuando volvió en sí estaba de pie en la consulta del médico, ante el mostrador de recepción. Una mujer sentada ante la pantalla de un ordenador estaba diciendo:
—¿En qué puedo ayudarlo? —su tono de voz sugería que lo había preguntado ya varias veces.
La mujer se inclinó y repitió la pregunta, pero más despacio y con mayor suavidad, como hace uno cuando se da cuenta de que la persona a la que se dirige no está haciéndole perder el tiempo sino que padece un auténtico problema mental.
—Quiero ver al doctor Barghoutian.
Sí, ahora que estaba ahí le parecía buena idea. A lo mejor era por eso por lo que había llegado hasta allí.
—¿Tiene usted hora con él?
—No lo creo —contestó George.
—Me temo que el doctor Barghoutian tiene todas las horas ocupadas hoy. Si es urgente podría ver usted a otro médico.
—Quiero ver al doctor Barghoutian.
—Lo siento. El doctor Barghoutian está viendo a otros pacientes.
George no consiguió recordar las palabras que se utilizaban para mostrar un educado desacuerdo con alguien.
—Quiero ver al doctor Barghoutian.
—Lo siento muchísimo, pero…
El trayecto hasta la consulta claramente había consumido las energías de George (quizá había ido andando). No tenía ni idea de qué pretendía decirle al doctor Barghoutian, pero su ser entero parecía haber estado concentrado en entrar en esa pequeña habitación. Ahora que eso resultaba imposible, simplemente no podía concebir qué debería hacer en su lugar. Se sentía muy solo y tenía mucho frío (tenía la ropa mojada; quizá ahí fuera llovía). Se agachó para hacerse un ovillo en el suelo, en el ángulo entre la moqueta y el panel de madera del mostrador de recepción, y llorar un poco.
Se abrazó las rodillas. No iba a volver a moverse. Iba a quedarse allí para siempre.
Alguien le puso una manta encima. O eso o soñó que alguien le ponía una manta encima.
Recordó haber leído, en algún sitio, que poco antes de morirte de frío te sentías calentito y cómodo y que ése era un indicio de que el fin estaba cerca.
Sólo que el fin no estaba cerca. Y no iba a quedarse en ese sitio para siempre porque alguien le estaba diciendo:
—¿Señor Hall…? ¿Señor Hall…? —y cuando abrió los ojos se encontró mirando al doctor Barghoutian, que estaba en cuclillas ante él, y George había estado tan lejos que tardó varios segundos en averiguar de quién se trataba, y el porqué de que el doctor Barghoutian estuviese allí también.
Lo ayudaron a ponerse de pie y a recorrer el pasillo hasta la consulta del doctor Barghoutian, donde lo sentaron en una silla.
Pasó varios minutos sin poder hablar. El doctor Barghoutian no pareció demasiado preocupado; simplemente se reclinó en su asiento y dijo:
—Cuando esté listo.
George se armó de valor y empezó a hablar. Cualquier otro día lo habría preocupado su incapacidad para formar frases, pero ya no le importaba nada. Sonó como un hombre que llegara arrastrándose a un oasis en unos dibujos animados.
—Tengo cáncer… Muriendo… Muy asustado… Boda de mi hija…
El doctor Barghoutian lo dejó seguir durante un tiempo. La presión en la cabeza de George cedió un poco y empezó a recuperar la sintaxis.
—Quiero ir a un hospital… Quiero ir a un hospital psiquiátrico… Por favor… Necesito que cuiden de mí… Un sitio en que esté a salvo…
El doctor Barghoutian permitió que se detuviera.
—Asumo que esa boda se celebra el sábado.
George asintió con la cabeza.
El doctor Barghoutian se dio un par de golpecitos con el lápiz contra los dientes.
—Bien. He aquí lo que vamos a hacer.
George se sintió mejor al oírle decir esas palabras.
—Va a venir a verme otra vez el lunes por la mañana.
George se sintió bastante peor.
—Le concertaré una cita con un dermatólogo. Y si todavía siente ansiedad nos ocuparemos de conseguirle ayuda psiquiátrica de más peso.
George volvió a sentirse un poco mejor.
—Entretanto, voy a recetarle un poco de Valium, ¿de acuerdo? Tómese los que necesite, aunque le sugiero que se mantenga alejado del champán durante la boda. A menos que quiera acabar debajo de una mesa.
El doctor Barghoutian le extendió la receta.
—Bueno. Tengo la profunda sospecha de que va a sentirse mucho más tranquilo la próxima vez que nos veamos. Si no es así, haremos algo al respecto.
No era la solución que George había esperado. Pero la idea de otro encuentro el lunes y la promesa de ayuda psiquiátrica de mayor peso lo dejaron más tranquilo.
Encontraría alguna forma de evitar al dermatólogo.
—Ahora, ¿qué le parece volver a casa? ¿Le gustaría que la recepcionista llamase a su esposa para que venga a buscarlo?
La idea de que llamaran a Jean para decirle que había sufrido un colapso en la consulta del médico le hizo recobrar el juicio con mayor brusquedad que todo lo demás.
—No. De verdad. Estaré bien.
Le dio las gracias al doctor Barghoutian y se levantó, y se percató de que en efecto estaba envuelto en una ligera manta verde.
—A las diez. El lunes por la mañana —dijo el doctor Barghoutian tendiéndole la receta—. Haré que la recepcionista lo anote en la agenda. Y asegúrese de pasar por la farmacia a buscar esto antes de llegar a casa.
Salió de la consulta y cruzó la calle para entrar en Boots, donde examinó el dibujo de las baldosas para evitar el contacto visual con los folletos. Hizo tres circuitos del parque, recogió su receta, se zampó dos Valium y cogió un taxi para ir a casa.
Se había preguntado qué le contaría a Jean sobre esa excursión no planeada, pero cuando entró en la casa vio una pequeña mochila de Spiderman en el recibidor y comprendió que Katie había llegado con Jacob para supervisar los últimos preparativos, y cuando los tres entraron procedentes del jardín Jean no pareció desconcertada ante la noticia de que había salido a dar un largo paseo y había perdido la noción del tiempo.
Jacob exclamó:
—Abuelito, abuelito, a ver si me pillas.
Pero George no estaba de humor para andar persiguiendo niños.
—Quizá podríamos jugar a algo más tranquilo después —propuso, y se dio cuenta de que lo decía en serio. Estaba claro que el Valium estaba haciendo efecto. Un hecho que se vio confirmado cuando se fue al piso de arriba y cayó en un sueño profundo en la cama.