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Jamie estaba sentado tomándose un café y una empanada de queso y cebolla en el restaurante Kenco (¡Recomendaciones del chef, asador entre semana, cocina internacional y mucho más!.)
Menuda mierda monumental en la que estaba metido. Lo ideal sería quedarse ahí hasta que Katie llegara y ella y su madre se enzarzaran a mordiscos y llegaran a alguna clase de tregua antes de aventurarse a volver a urgencias.
Le gustaba bastante el restaurante Kenco. Al igual que le gustaban las estaciones de servicio de autopista y las salas de aeropuerto. Al igual que otros preferían visitar catedrales o pasear por el campo.
Las bandejas de plástico negro, las plantas artificiales y los pequeños enrejados que habían añadido para dar un toque de centro de jardinería… Uno podía pensar en sitios como ése. Nadie sabía dónde estabas. No se te iban a acercar colegas o amigos. Estabas solo pero no lo estabas.
En las fiestas de adolescentes siempre acababa por salir al jardín, sentarse en un banco en la oscuridad, fumarse unos cigarrillos Camel, con las ventanas iluminadas a sus espaldas y los débiles compases de «Hi, Ho, Silver Lining» resonando machacones, contemplar las constelaciones en lo alto y hacerse todas aquellas grandes preguntas sobre la existencia de Dios y la naturaleza del mal y el misterio de la muerte, preguntas que parecían más importantes que cualquier otra cosa en el mundo hasta que pasaban unos años y te encontrabas con algunas preguntas reales entre manos, como qué hacer para ganarte la vida y por qué la gente andaba enamorándose y desenamorándose y cuánto tiempo podías pasarte fumando y después dejarlo sin pillar un cáncer de pulmón.
Quizá las respuestas no eran importantes. Quizá lo que importaba era plantear las preguntas. No dar nada por sentado. Quizá era eso lo que te impedía envejecer.
Y quizá podías enfrentarte a cualquier cosa siempre y cuando dispusieras de media hora al día para sentarte en un sitio como ése y dejar vagar tus pensamientos.
Un viejo con piel de lagarto y un cuadrado de gasa pegado a la nuez se sentó con una taza de té en la mesa de enfrente. Tenía los dedos de la mano derecha tan amarillos de nicotina que parecían barnizados.
Jamie consultó el reloj. Llevaba fuera cuarenta minutos. Se sintió culpable de pronto.
Apuró el café lleno de posos, se levantó y recorrió de vuelta el pasillo principal.