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Jean siempre había considerado que su hermana era dura de pelar. Incluso antes de que volviera a nacer. Para ser franca, había mejorado un poco después de volver a nacer. Porque entonces había un motivo para que Eileen fuera dura de pelar. Sabías que nunca ibas a llevarte bien porque ella iba a ir al cielo y tú no, de manera que podías dejar de intentarlo.
Pero por Dios que esa mujer podía hacerte sentir avara y egocéntrica sólo por la forma en que llevaba aquel cárdigan beige sin forma.
Sintió la enorme tentación, en el almuerzo, de mencionar a David. Sólo para ver la cara que ponía su hermana. Pero Eileen consideraría probablemente un deber moral compartir semejante información con George.
Ahora ya no importaba. El suplicio había concluido hasta el año siguiente.
Para cuando llegó a casa estaba deseando tener una conversación con George. Sobre lo que fuera.
Hurgaba en busca de las llaves, sin embargo, cuando comprendió que algo andaba mal. Vio, a través del pequeño cuadrado de cristal esmerilado, que la mesilla del teléfono estaba torcida. Y había algo oscuro al pie de las escaleras. La cosa oscura tenía brazos. Le rogó a Dios que se tratara de un abrigo.
Abrió la puerta.
Era un abrigo.
Entonces vio la sangre. En las escaleras. En la alfombra del recibidor. La huella sangrienta de una mano en la pared junto a la puerta de la salita.
Llamó a gritos a George, pero no hubo respuesta.
Deseó darse la vuelta y echar a correr y llamar a la policía desde casa de un vecino. Entonces imaginó la conversación por teléfono. Incapaz de decir dónde estaba George, o qué le había ocurrido. Tenía que ser la primera en verlo.
Entró en la casa, con todo el vello del cuerpo erizado. Dejó la puerta entreabierta. Para mantener la conexión. Con el cielo. Con el aire. Con el mundo normal.
La salita estaba exactamente como la había dejado por la mañana.
Entró en la cocina. Había sangre por todo el suelo de linóleo. George había estado a punto de lavar algo de ropa. La puerta de la lavadora estaba abierta y había una caja de pastillas de Persil sobre la encimera.
La puerta del sótano estaba abierta. Bajó lentamente por las escaleras. Más sangre. Grandes manchones de ella por todo el interior de la piscina de plástico, y líneas recorriendo el costado del congelador. Pero no había ningún cuerpo.
Estaba haciendo un esfuerzo muy, muy grande por no pensar qué habría ocurrido ahí.
Entró en el comedor. Fue al piso de arriba. Entró en las habitaciones. Luego entró en el baño.
Ahí era donde lo habían hecho. En la ducha. Vio el cuchillo y apartó la mirada. Retrocedió tambaleándose, se dejó caer en la silla del pasillo y dio rienda suelta a los sollozos.
Se lo habían llevado a algún sitio, después.
Tenía que llamar a alguien. Trastabilló por el rellano hasta el dormitorio. Levantó el auricular del teléfono. Le pareció extraño de pronto. Como si nunca hubiese visto uno. Las dos piezas que se separaban. El ruidito que hacía. Los botones con números negros en ellos.
No quería llamar a la policía. No quería hablar con extraños. Todavía no.
Llamó a Jamie al trabajo. Estaba fuera de la oficina. Llamó al número de su casa y dejó un mensaje.
Llamó a Katie. No estaba. Dejó un mensaje.
No consiguió acordarse de los números de sus móviles.
Llamó a David. Dijo que estaría ahí en un cuarto de hora.
Hacía un frío insoportable en la casa y estaba temblando.
Fue al piso de abajo, cogió el abrigo de invierno y se sentó en el muro del jardín.