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Katie iba a salvar su relación.
Llamó a la oficina a las ocho. Tenía previsto dejar un mensaje y la pilló desprevenida que Aidan contestara al teléfono (de no haber sonado tan alegre habría sospechado que había dormido en la oficina; no conseguía imaginarlo haciendo horas extras si nadie más lo veía).
—Déjame adivinarlo —comentó Aidan con sarcasmo—. Estás enferma.
Habría sido más simple decir «Sí», pero ése era un día para mostrarse franca. Y, en cualquier caso, nunca le había gustado darle la razón a Aidan. En nada.
—Me encuentro bien, en realidad. Pero necesito el día libre.
—No puede ser.
Se oyó un borboteo de fondo. ¿Era posible que estuviese orinando mientras hablaba por el inalámbrico?
—Puedes vivir sin mí por un día.
—El oficial del cuerpo de bomberos pasó a ver el Henley. Su permiso para el salón de baile se ha revocado. De manera que tenemos trabajo que hacer.
—¿Aidan? —dijo Katie con ese tono seco y gruñón que utilizabas para que un niño malo dejara de hacer lo que estaba haciendo.
—¿Qué? —preguntó él con ese tono algo tembloroso que utilizaba el niño malo cuando tú acababas de usar el seco y gruñón.
—Me quedo en casa. Te lo explicaré después. Mañana te encontraré un nuevo local.
Aidan reafirmó su autoridad.
—Katie, si no estás aquí a las diez en punto…
Ella colgó el teléfono. Era muy posible que ya no tuviese un empleo. No le pareció terriblemente importante.
Ray apareció justo pasadas las nueve, después de haber dejado a Jacob en la guardería. Llamó a la oficina y habló con unas cuantas personas para asegurarse de que no estallara y ardiera todo en su ausencia. Luego dijo:
—Y ahora ¿qué?
Katie le lanzó el abrigo.
—Cogemos el metro a Londres. Tú eliges qué hacemos esta mañana. Yo elijo qué hacemos esta tarde.
—Vale —repuso Ray.
Iban a empezar de nuevo. Pero esta vez ella no estaría sola y desesperada. Averiguaría si Ray le gustaba y no era sólo que lo necesitase.
Podían ocuparse más adelante de la cuestión de la ira de Ray y cómo controlarla. Además, si la boda se cancelaba, sería tarea de otra.
Ray quiso ir a la Noria del Milenio. Compraron dos entradas anticipadas y luego se tomaron un helado sentados en un banco viendo alejarse la corriente hacia el Mar del Norte.
—¿Te acuerdas de los cortes? —preguntó Katie—. Te daban ese ladrillo fino de helado entre las dos galletas con dibujo de entramado. A lo mejor aún pueden conseguirse…
Ray no la escuchaba en realidad.
—Es como estar de vacaciones.
—Estupendo —dijo Katie.
—El único problema con las vacaciones —añadió Ray— es que luego tienes que volver a casa.
—Por lo visto, irse de vacaciones es la cuarta cosa más estresante que puede pasarte —dijo Katie—. Después de la muerte de un cónyuge y de cambiar de trabajo. Y de mudarte de casa. Si no recuerdo mal.
—¿La cuarta? —preguntó Ray mirando el agua—. ¿Y si se te muere un hijo?
—Vale. Quizá no sea la cuarta.
—Muerte de la esposa. Hijo disminuido —dijo Ray.
—Enfermedad terminal —añadió Katie—. Pérdida de un miembro. Accidente de coche.
—La casa arde hasta los cimientos —dijo Ray.
—Declaración de guerra —propuso Katie.
—Ver cómo atropellan un perro.
—Ver cómo atropellan a una persona.
—Atropellar a una persona.
—Atropellar un perro.
—Atropellar a una familia entera.
Estaban riéndose otra vez.
A Ray lo decepcionó la noria. Demasiada ingeniería, dijo. Quería que el viento le agitara el pelo y una barandilla oxidada y la leve posibilidad de que la estructura entera se viniera abajo.
Katie estaba pensando que debería haber incluido una norma sobre la altura en sus planes para el día. Se sentía enferma. Marble Arch, la central eléctrica de Battersea, la torre Gherkin, unas colinas verdes más allá que parecían estar en el maldito Nepal. Miró fijamente la madera clara del banco ovalado central y trató de imaginar que estaba en una sauna. Ray dijo:
—Cuando éramos pequeños teníamos unos primos que vivían en una vieja granja. Podías salir por la ventana del dormitorio y encaramarte al tejado. Bueno, de haberlo sabido mamá o papá se habrían puesto como motos. Pero aún recuerdo, incluso ahora, la sensación de estar allí por encima de todo. Tejados, campos, coches… Era como ser Dios.
—¿Cuánto rato nos queda aún? —quiso saber Katie.
Ray pareció divertido. Consultó el reloj.
—Uy, más o menos otro cuarto de hora.