29

Ray se volvió hacia Katie en la cama y dijo:

—¿Estás segura de que quieres casarte conmigo?

—Por supuesto que quiero casarme contigo.

—Me lo dirías si cambiaras de opinión, ¿eh?

—Por Dios, Ray —repuso Katie—. ¿De qué va todo esto?

—No seguirías adelante sólo porque se lo hemos dicho ya a todo el mundo, ¿no?

—Ray…

—¿Me quieres? —preguntó él.

—¿Por qué estamos hablando de esto así, de repente?

—¿Me quieres como querías a Graham?

—No, la verdad es que no —contestó Katie. Durante un segundo vio verdadero dolor en el rostro de Ray.

—Estaba encaprichada de Graham. Pensé que era un regalo del cielo. No conseguía ver con claridad. Y cuando descubrí cómo era en realidad… —tendió una mano para apoyarla en la mejilla de Ray—. A ti te conozco. Conozco todas esas cosas que son maravillosas de ti. Conozco tus defectos. Y sigo queriendo casarme contigo.

—Bueno, y ¿cuáles son mis defectos?

Eso no era tarea de ella. Se suponía que era Ray quien la consolaba a ella.

—Ven —atrajo la cabeza de Ray contra su pecho.

—Te quiero muchísimo —Ray sonó diminuto.

—No te preocupes. No voy a plantarte en el altar.

—Lo siento. Estoy siendo un estúpido.

—Son los nervios por la boda —recorrió con la mano el vello en su brazo—. ¿Te acuerdas de Emily?

—¿Eh?

—Vomitó en la sacristía.

—Mierda.

—Tuvieron que mandarla pasillo abajo con un ramo gigante de flores para ocultar la mancha. El padre de Barry asumió que el que olía mal era Roddy. Ya sabes, por la despedida de soltero.

Se durmieron y los despertaron a las cuatro los lloros de Jacob:

—Mami, mami, mami…

Ray se dispuso a salir de la cama pero Katie insistió en ir ella.

Cuando llegó a su habitación Jacob estaba aún medio dormido, tratando de hacerse un ovillo para apartarse de una gran mancha naranja de diarrea en el centro de la cama.

—Ven aquí, ardilla —Katie lo puso en pie y la cabeza del niño le cayó contra el hombro.

—Está todo… está todo… mojado.

—Ya lo sé. Ya lo sé —le quitó con cuidado los pantalones del pijama, enrollándolos para que la caca quedara por dentro, y luego los arrojó al pasillo—. Vamos a limpiarte un poco, mi galletita —cogió una bolsa para pañales sucios, un pañal limpio y un paquete de toallitas húmedas del cajón y le limpió con suavidad el culo.

Le puso el pañal, sacó unos pantalones de pijama limpios de la cesta y guió los torpes pies de Jacob para metérselos en las perneras.

—Ya está. A que te sientes mejor.

Sacudió el edredón de Winnie the Pooh para comprobar que estuviese limpio, y lo extendió entonces sobre la alfombra.

—Túmbate ahí un segundo mientras me ocupo de la cama.

Jacob lloró cuando Katie lo dejó en el suelo.

—No quiero… Déjame… —pero cuando su madre le apoyó la cabeza en el edredón, se embutió el pulgar en la boca y volvió a cerrar los ojos.

Ató la bolsa con el pañal sucio y la tiró a la papelera. Deshizo la cama, arrojó las sábanas sucias al pasillo y le dio la vuelta al colchón. Cogió un juego limpio de sábanas del armario y se las llevó a la cara. Dios, qué adorable era, el tacto afelpado del algodón grueso y el olor a jabón de lavar. Hizo la cama, remetiendo bien los bordes para que quedara bien lisa.

Ahuecó la almohada, se inclinó y levantó a Jacob.

—Me duele la tripa.

Katie lo sostuvo en el regazo.

—Te daremos un poco de Calpol dentro de un segundo.

—La medicina rosa —dijo Jacob.

Katie lo rodeó con sus brazos. Nunca se dejaba lo suficiente. No cuando estaba consciente. Treinta segundos como mucho. Luego estaban los helicópteros y los saltos en el sofá. Cierto que le hacía sentirse orgullosa observarlo en un círculo escuchando a Bella leer un libro en la guardería, o verlo hablar con otros niños en el parque. Pero añoraba la forma en que una vez formara parte de su cuerpo, la forma en que podía conseguir que todo fuese mejor sólo con hacerse un ovillo en torno a él. Hasta en ese momento pudo imaginarlo marchándose de casa, la distancia que aumentaba entre ambos, su bebé convertido en una personita.

—Echo de menos a papi.

—Está arriba, dormido.

—Mi papi real —puntualizó Jacob.

Katie le rodeó la cabeza con la mano y le dio un beso en el pelo.

—Yo también lo echo de menos, a veces.

—Pero no va a volver.

—No. No va a volver.

Jacob estaba llorando débilmente.

—Pero yo nunca te abandonaré. Eso lo sabes, ¿verdad? —le limpió los mocos con la manga de la camiseta y lo acunó.

Alzó la vista hacia el medidor de altura de Bob el Constructor y el móvil del velero que daba vueltas en silencio en la semipenumbra. De algún sitio debajo del suelo le llegó el chasquido metálico de una tubería.

Jacob dejó de llorar.

—¿Puedo tomarme mañana una bebida del oso polar?

Katie le apartó el cabello de los ojos.

—No estoy segura de que estés bien para ir a la guardería mañana —se le humedecieron los ojos—. Pero si lo estás, conseguiremos una de esas bebidas del oso polar a la vuelta, ¿vale?

—Muy bien.

—Pero si te tomas la bebida del oso polar, no podrás comer pudin con la cena. ¿Trato hecho?

—Trato hecho.

—Ahora vamos a darte un poco de Calpol.

Lo dejó sobre las sábanas limpias y cogió del baño el frasco y la jeringa.

—Abre bien grande.

Jacob estaba ya casi dormido. Katie le metió la medicina en la boca a chorritos, le enjugó unas gotas de la barbilla con la yema del dedo y se lo lamió.

Lo besó en la mejilla.

—Ahora tengo que volverme a la cama, mi niñito.

Pero Jacob no quiso soltarle la mano. Y ella no quiso que se la soltara. Se sentó a verlo dormir durante unos minutos, y luego se tumbó a su lado.

Eso lo compensaba todo: el cansancio, los berrinches, el hecho de que no hubiese leído una novela en seis meses. Así era como Ray le hacía sentirse.

Así era como se suponía que Ray tenía que hacerle sentir.

Acarició la cabeza de Jacob. Estaba a un millón de kilómetros de distancia, soñando con helado de frambuesa y tractores y el período cretáceo.

De lo siguiente que se percató fue de que era por la mañana y Jacob entraba y salía corriendo de la habitación con su disfraz de Spiderman.

—Ven, cariño —Ray le apartó el pelo de la cara—. Abajo te espera un buen desayuno.

Después de la guardería ella y Jacob volvieron tarde a casa porque se habían parado a comprar la bebida del oso polar, y Ray ya estaba de vuelta de la oficina.

—Ha llamado Graham —dijo.

—¿Para qué?

—No me lo ha dicho.

—¿Algo importante? —quiso saber Katie.

—No se lo he preguntado. Ha dicho que volvería a llamar.

Una misteriosa llamada de Graham al día se acercaba bastante al límite de Ray. De manera que, después de acostar a Jacob, Katie utilizó el teléfono del dormitorio.

—Soy Katie.

—Eh, me has devuelto la llamada.

—Bueno, y ¿cuál es el gran secreto?

—No hay ningún secreto, es sólo que estoy preocupado por ti. Y no me pareció la clase de mensaje que dejarle a Ray.

—Lo siento. No estaba en muy buena forma que digamos cuando apareciste la otra noche, con lo de la espalda y todo eso.

—¿Estás hablando con alguien? —preguntó Graham.

—¿Te refieres a un profesional o algo así?

—No, me refiero simplemente a hablar.

—Por supuesto que hablo —repuso Katie.

—Ya sabes qué quiero decir.

—Graham, mira…

—Si no quieres que me meta en tus asuntos —dijo Graham—, no me meteré. Y no quiero poner a Ray en entredicho. De veras que no. Sólo me preguntaba si querías quedar para un café y charlar un rato. Seguimos siendo amigos, ¿no? Vale, quizá no somos amigos. Pero me pareció que te haría bien sacar lo que llevas dentro. Y no quiero decir que sea necesariamente nada malo —hizo una pausa—. Además, me gustó de verdad hablar contigo la otra noche.

Sólo Dios sabía qué le había pasado a Graham. No lo había oído mostrarse tan solícito en años. Si eran celos, no sonaba como si lo fuesen. Quizá la mujer del gorro de natación le había roto el corazón.

Katie se contuvo. Pensar eso era cruel. La gente cambiaba. Estaba siendo amable. Y tenía razón. Ella no estaba hablando lo suficiente.

—El miércoles acabo temprano. Puedo verte durante una hora antes de recoger a Jacob.

—Genial.

Un pequeño inconveniente
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