12

Jamie se comió una séptima Pringle, volvió a dejar el tubo en el armario, entró en la sala de estar, se dejó caer en el sofá y oprimió el botón del contestador automático.

—Jamie. Hola. Soy mamá. Pensaba que igual te encontraba en casa. Oh, bueno, no importa. Estoy segura de que ya sabes la noticia, pero Katie y Ray estuvieron aquí el domingo y van a casarse. Lo cual supuso cierta sorpresa, como puedes imaginar. Tu padre aún se está recuperando. Bueno. Será el tercer fin de semana de septiembre. Haremos el banquete aquí. En el jardín. Katie dijo que deberías traerte a alguien. Pero enviaremos las invitaciones propiamente dichas más adelante. Bueno, me encantaría hablar contigo cuando tengas la oportunidad. Te quiero mucho.

¿Iban a casarse? Jamie se tambaleó un poco. Volvió a escuchar el mensaje por si lo había oído mal. No.

Dios santo, su hermana había hecho unas cuantas estupideces en su vida, pero ésa se llevaba la palma. Se suponía que Ray era una etapa. Katie hablaba francés. Ray leía biografías de figuras del deporte. Invítalo a unas cuantas pintas y probablemente empezaría a parlotear sobre «nuestros hermanos de color».

Llevaban viviendo juntos… ¿cuánto tiempo? ¿Seis meses?

Escuchó el mensaje una tercera vez; luego se fue a la cocina y sacó un bombón helado del congelador.

No debería mosquearse tanto. Últimamente apenas veía a Katie. Y cuando lo hacía siempre llevaba a Ray a la zaga. ¿Qué diferencia suponía que estuviesen casados? Un pedazo de papel, eso era todo.

Entonces, ¿por qué sentía un nudo en el estómago?

Había un maldito gato en el jardín. Cogió un guijarro de los peldaños, apuntó y falló.

Joder. Se había manchado de helado la camisa en el retroceso.

Se la frotó suavemente con una esponja húmeda.

Enterarse de la noticia por terceros. Eso era lo que lo había mosqueado. Katie no se había atrevido a decírselo. Sabía qué habría dicho él. O qué habría pensado. De manera que le había dejado la tarea a su madre.

Eso era lo que hacían los demás, en una palabra. Aparecían y lo jodían todo. Estabas conduciendo por Streatham ocupándote de tus asuntos y se estrellaban contra tu puerta del pasajero mientras hablaban por el móvil. Te ibas a Edimburgo a pasar un largo fin de semana y te robaban el portátil y se cagaban en el sofá.

Miró hacia fuera. El maldito gato había vuelto. Dejó el bombón helado y le tiró otro guijarro, más fuerte esta vez. Rebotó en una traviesa, pasó volando sobre el muro del fondo hacia el jardín contiguo y golpeó algún objeto invisible con un fuerte chasquido.

Jamie cerró las puertas acristaladas, recuperó el bombón helado y desapareció de la vista.

Dos años atrás, Katie no le habría dado a Ray ni la hora.

Estaba agotada. Ése era el problema. No estaba pensando con claridad. Cuidando de Jacob y durmiendo sólo seis horas en esa mierda de piso durante dos años. Entonces aparece Ray con el dinero y la casa grande y el coche fardón.

Tenía que llamarla. Dejó el bombón helado en el alféizar de la ventana.

Quizá era Ray quien se lo había dicho a sus padres. Era bien posible. Y muy propio de Ray. Irrumpiendo en la casa con sus botas del cuarenta y cinco. Para luego aguantar el enfado de Katie de vuelta a casa por haberle quitado la primicia.

Marcó el número. El teléfono empezó a sonar.

Alguien descolgó, Jamie comprendió que podía tratarse de Ray y casi se le cayó el auricular.

—Mierda.

—¿Hola? —era Katie.

—Gracias a Dios —dijo Jamie—. Lo siento. No quería decir eso. Quiero decir… Soy Jamie.

—Jamie, qué tal.

—Mamá me acaba de dar la noticia —trató de que su tono fuera alegre y despreocupado, pero aún estaba bajo los efectos del pánico por pensar que era Ray.

—Sí, decidimos anunciarlo cuando íbamos de camino a Peterborough. Luego volvimos y desde entonces Jacob ha estado bastante difícil. Iba a llamarte esta noche.

—Bueno… Felicidades.

—Gracias —contestó Katie.

Entonces hubo una pausa incómoda. Jamie quería que Katie dijera: «Ayúdame, Jamie. Estoy cometiendo un terrible error», algo que claramente no iba a hacer. Y él deseaba decirle: «¿Qué coño estás haciendo?». Pero si hacía eso, Katie no volvería a hablarle nunca más.

Le preguntó qué tal estaba Jacob y Katie le contó que había dibujado un rinoceronte en la guardería y que ya hacía caca en el váter, de manera que cambió de tema y preguntó:

—¿Tony está invitado, entonces?

—Por supuesto.

Y de pronto se dio cuenta. Una invitación conjunta. No iba a llevar a Tony a Peterborough, ni de coña.

Después de colgar, volvió a coger el bombón helado, limpió las gotitas del alféizar y se dirigió de vuelta a la cocina para preparar un poco de té.

Tony en Peterborough. Por Dios. No sabía muy bien qué era peor. Que mamá y papá fingieran que Tony era uno de los colegas de Jamie, no fueran a enterarse los vecinos, o que les pareciera genial.

La combinación más probable, por supuesto, era que a mamá le pareciera genial y papá fingiera que Tony era uno de los colegas de Jamie. Y que mamá se enfadara con papá por fingir que Tony era uno de los colegas de Jamie. Y que papá se enfadara con mamá porque le pareciera genial.

Ni siquiera quería pensar en los amigos de Ray. Ya había conocido suficientes Rays en la universidad. Ocho pintas y estaban peligrosamente cerca de linchar al homosexual más cercano por diversión. Aparte del caso del armario. Siempre había uno que estaba en el armario. Y tarde o temprano se quedaba paralítico y se te acercaba rodando en el bar y te lo contaba todo, y entonces se sulfuraba cuando no te lo llevabas a tu habitación y se la meneabas.

Se preguntó qué andaría haciendo últimamente Jeff Weller. Un matrimonio sin sexo en Saffron Walden, probablemente, con unos cuantos ejemplares atrasados de Zipper ocultos tras el calentador de agua.

Jamie había invertido grandes cantidades de tiempo y energía en organizar su vida precisamente como quería. Trabajo. Casa. Familia. Amigos. Tony. Ejercicio. Relajación. Algunos compartimientos podían mezclarse. Katie y Tony. Amigos y ejercicio. Pero los compartimientos estaban ahí por una razón. Era como un zoológico. Podías mezclar chimpancés y loros. Pero si quitabas por completo las jaulas te encontrabas con un baño de sangre en las manos.

No le diría a Tony lo de la invitación. Ésa era la respuesta. Era simple.

Observó lo que quedaba del bombón helado. ¿Qué estaba haciendo? Los había comprado como consuelo después de la pelea por los prismáticos. Debería haberlos tirado al día siguiente.

Metió el bombón helado en el cubo de la basura, sacó los otros cuatro del congelador y los tiró a su vez.

Puso Born to Run en el reproductor de discos compactos y preparó una tetera. Lavó los platos y limpió el escurridor. Se sirvió una taza de té, añadió un poco de leche semidescremada y extendió un cheque para pagar la factura del gas.

Bruce Springsteen sonaba especialmente pagado de sí mismo esa tarde. Jamie lo quitó y leyó el Telegraph.

Justo pasadas las ocho, Tony apareció de muy buen humor, trotó hasta la salita, le dio un mordisco en la nuca a Jamie, se dejó caer cuan largo era en el sofá y empezó a liar un cigarrillo.

Jamie se preguntaba, a veces, si Tony habría sido un perro en una vida anterior y no había acabado de hacer del todo bien la transición. El apetito. La energía. La falta de dotes sociales. La obsesión por los olores (Tony hundía la nariz en el cabello de Jamie, inhalaba y decía: «Oh, ¿dónde has estado?»).

Jamie deslizó un cenicero hasta el lado de Tony de la mesa del café y se sentó. Se puso las piernas de Tony en el regazo y empezó a desabrocharle las botas.

A veces deseaba estrangular a Tony. En general por lo mal adiestrado que estaba. Entonces lo vislumbraba en el otro extremo de una habitación y veía esas piernas largas y sus andares musculosos de granjero y sentía exactamente lo que había sentido la primera vez. Algo en la boca del estómago, casi doloroso; la necesidad de que ese hombre lo abrazara. Y nadie más conseguía hacerle sentirse así.

—¿Has tenido un buen día en la oficina? —quiso saber Tony.

—La verdad es que sí.

—¿Por qué entonces las vibraciones de Mister Tristón?

—¿Qué vibraciones de Mister Tristón?

—La boquita de pez, la frente arrugada.

Jamie se dejó caer hacia atrás en el sofá y cerró los ojos.

—¿Te acuerdas de Ray?

—¿Ray…?

—El novio de Katie, Ray.

—Ajá.

—Va a casarse con él.

—Vale —Tony encendió el cigarrillo. Una brizna de tabaco ardiendo le cayó en los tejanos y se apagó—. Pues la metemos a empujones en un coche y nos la llevamos a un piso franco en algún lugar de Gloucestershire…

—Tony… —interrumpió Jamie.

—¿Qué?

—Intentémoslo otra vez, ¿de acuerdo?

Tony levantó las manos simulando rendirse.

—Lo siento.

—Katie va a casarse con Ray —dijo Jamie.

—Y eso no está bien.

—No.

—Así que vas a intentar detenerla —añadió Tony.

—No está enamorada de él —repuso Jamie—. Tan sólo quiere a alguien con un trabajo seguro y una casa grande que pueda ayudarla a cuidar de Jacob.

—Hay razones peores para casarse con alguien.

—Te horrorizaría ese tipo —explicó Jamie.

—¿Y? —preguntó Tony.

—Es mi hermana.

—Y tú vas a… ¿a qué? —quiso saber Tony.

—Quién sabe.

—Es su vida, Jamie. No puedes enfrentarte a Anne Bancroft con un crucifijo y arrastrarla hasta el siguiente autobús.

—No intento detenerla —Jamie empezaba a lamentar haber sacado el tema. Tony no sabía cómo era Katie. No conocía a Ray. La verdad era que Jamie sólo deseaba que dijera «Tienes toda la razón». Pero Tony nunca había dicho eso, a nadie, sobre nada. Ni siquiera cuando estaba borracho. En especial cuando estaba borracho—. Es asunto suyo, obviamente. Es sólo que…

—Es adulta —interrumpió Tony—. Tiene derecho a cagarla.

Ninguno de los dos dijo nada durante unos instantes.

—Bueno, ¿estoy invitado? —Tony exhaló una pequeña bocanada de humo en dirección al techo.

Jamie hizo una pausa demasiado larga por una fracción de segundo antes de responder, y Tony esbozó su clásica expresión de sospecha con las cejas. De manera que Jamie tuvo que cambiar de táctica para evitar la masacre.

—Confío sinceramente en que no ocurra.

—Pero ¿y si pasa?

No tenía sentido pelearse por eso. No en ese momento. Cuando los testigos de Jehová llamaban a la puerta, Tony los invitaba a tomar el té. Jamie inspiró profundamente.

—Mi madre ha mencionado que llevase a alguien.

—¿A alguien? —repuso Tony—. Qué encanto.

—En realidad tú no quieres venir, ¿no?

—¿Por qué no?

—Los colegas ingenieros de Ray, mi madre encima de ti todo el rato…

—No estás escuchando lo que te digo, ¿verdad? —Tony tomó a Jamie de la barbilla y se la apretó, como te hacían las tías de niño—. Sí me gustaría. Ir a la boda de tu hermana. Contigo.

Un coche de policía pasó hacia el final de la calle sin salida con la sirena a todo trapo. Tony seguía sujetándole la barbilla a Jamie.

—Hablemos más tarde del tema, ¿vale? —dijo Jamie.

Tony apretó más aún, atrajo a Jamie hacia sí y olisqueó.

—¿Qué has estado comiendo?

—Un bombón helado.

—Dios. Esto te ha deprimido de verdad, ¿no?

—He tirado el resto a la basura —repuso Jamie.

Tony apagó el cigarrillo.

—Ve a buscarme uno. Hace que no me como un bombón helado… Por Dios, desde Brighton, más o menos en 1987.

Jamie fue a la cocina, recuperó uno de los bombones helados de la basura, limpió el ketchup del envoltorio y se lo llevó de vuelta a la salita.

Con un poco de suerte, Katie le arrojaría una tostadora a Ray antes de septiembre y no habría boda.

Un pequeño inconveniente
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