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Jean llamó a David. La caldera estaba ya instalada y volvía a disponer de la casa, de manera que pasó por allí a la vuelta de la librería.
Le contó lo de la boda y él se rió. Pero con cariño.
—Uyuyuy. Confiemos en que el día en sí no haya tantos incidentes como en los preparativos.
—¿Sigues pensando en venir?
—¿Quieres tú que vaya?
—Sí —repuso Jean—. Sí, me gustaría —no podría abrazarlo. Pero si Jamie y Ray se peleaban, o Katie cambiaba de opinión a media ceremonia, quería poder mirar hacia el otro extremo de la estancia y ver la cara de alguien que entendiera por lo que ella estaba pasando.
David la abrazó y le preparó una taza de té y la hizo sentarse en el invernadero y le habló del excéntrico fontanero que le había instalado la caldera («Polaco, por lo visto. Licenciado en Económicas. Dice que llegó andando hasta Gran Bretaña. Pasó por un monasterio alemán. Recogió fruta en Francia. Pero tenía un poco de pinta de pícaro. No estoy seguro de habérmelo creído del todo»).
Y por bueno que fuera estar hablando, Jean se dio cuenta de que quería que la llevara al único sitio que quedaba en que olvidaba, aunque fuera brevemente, quién era y qué estaba ocurriendo en el resto de su vida. Y le dio un poco de miedo, lo de desear tanto a alguien. Pero eso no detuvo el deseo.
Le agarró la mano a David y lo miró a los ojos y esperó a que comprendiera lo que estaba pensando sin tener que decírselo en voz alta.
David sonrió y arqueó una ceja y dijo:
—Vayámonos arriba.