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Jean estaba vistiéndose y preguntándose dónde demonios se habría metido George cuando alguien llamó a la puerta principal y fue obvio que nadie iba a abrirla, de manera que pescó los zapatos buenos del fondo del armario, bajó y abrió la puerta.
—Alan Phillips —dijo el hombre—. El padre de Ray. Ésta es mi esposa, Barbara. Usted debe de ser Jean.
—¿Cómo está? —saludó Barbara.
Jean les hizo pasar y cogió sus abrigos.
—Encantado de conocerla después de todo este tiempo —dijo Alan—. Siento que sea en el último momento.
Jean había esperado a un hombre más corpulento, alguien más bravucón. Entonces se acordó de que Katie había mencionado una fábrica de chocolate, que en su momento había parecido cómico, pero más apropiado ahora. Era la clase de hombre que podías imaginar jugando con trenes o cultivando claveles.
—Tomen asiento.
—Qué casa tan bonita —dijo Barbara, y pareció decirlo en serio, lo que a Jean le resultó enternecedor.
Los dos tenían cierto aire formal, y fue un alivio para ella (en sus momentos más pesimistas los había imaginado… bueno, ciertas cosas más valía olvidarlas). Por otra parte, no parecían de la clase de gente a la que pudiera aparcarse en la salita mientras hacías otras cosas.
¿Dónde estaba todo el mundo? George, Jamie, Eileen, Ronnie. Parecían haberse desvanecido en el aire.
—¿Les apetece un poco de té? —preguntó Jean. Sonó como si le hablara al señor Ledger, que hacía el mantenimiento de la caldera—. ¿O café? —podía sacar la cafetera exprés.
—Oh —exclamó Barbara—, no queremos causarle molestias.
—No es ninguna molestia —repuso Jean, aunque a decir verdad era un poco inconveniente en ese momento.
—En ese caso, dos tazas de té nos vendrían muy bien —dijo Barbara—. Alan lo toma con medio terrón de azúcar.
Jean fue rescatada, una vez más, por Ray, que entró procedente del coche llevando un muñequito transformable amarillo.
—Barbara. Papá —besó a Barbara en la mejilla y estrechó la mano de su padre.
—Justo iba a prepararles a tus padres una taza de té —comentó Jean.
—Ya me ocupo yo —dijo Ray.
—Es muy amable por tu parte —repuso Jean alegremente.
Ray estaba a punto de volverse para ir a la cocina cuando Jean añadió en voz baja:
—No sabrás dónde está George, ¿no? Por puro interés. O Jamie, ya puestos.
Ray hizo una pausa bastante larga, que la inquietó ligeramente. Estaba a punto de contestarle cuando Ed apareció procedente de la cocina comiéndose un panecillo y Ray lo llamó.
—Señores Phillips —saludó Ed a través del panecillo.
Alan y Barbara se levantaron.
—Ed Hobday —dijo Alan—. Dios santo, no te había reconocido.
Ed se quitó las migas de la boca y les estrechó las manos.
—Más gordo pero más sabio.
—Oh, no —exclamó Barbara—; sólo estás un poquito más lleno.
Ray tocó a Jean en el hombro y le dijo en voz baja:
—Ven a la cocina.