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George no estaba de humor para sentarse en un restaurante. De manera que entró en un quiosco y se compró un sándwich mustio, una naranja y un plátano un poco ennegrecido.

Volvió a su habitación de hotel, se preparó un café instantáneo y se tomó el tentempié. Una vez hecho esto, se dio cuenta de que no le quedaba nada que hacer y que sólo era cuestión de tiempo que su mente soltara el ancla y empezara a navegar a la deriva.

Abrió el minibar y estaba a punto de sacar una lata de Carlsberg cuando se detuvo. Si despertaba de madrugada y tenía que mantener a raya a las fuerzas de la oscuridad iba a necesitar estar despabilado. Cambió la Carlsberg por una barrita Mars y encontró el canal Eurosport en la televisión.

Aparecieron cinco jóvenes de pie sobre un afloramiento montañoso ataviados con cascos y mochilas de los obligatorios colores estridentes Day-Glo que llevaban ahora los jóvenes al aire libre.

George estaba averiguando cómo subir el volumen con el mando a distancia cuando uno de los jóvenes se volvió de forma inesperada, echó a correr hacia el precipicio que tenía detrás y se lanzó al vacío.

George se abalanzó hacia el televisor en un intento de agarrar al joven.

El plano cambió y George vio al tipo caer ante una inmensa pared rocosa. Uno, dos, tres segundos. Entonces se le abrió el paracaídas.

A George aún le latía con fuerza el corazón. Cambió de canal.

En el canal 45 un científico recibió una descarga eléctrica, se le puso el pelo de punta y su esqueleto fue brevemente visible. En el 46 un grupo de mujeres de pechos neumáticos y en biquini giraba al son de una música pop. En el 47 la cámara mostraba una panorámica de las repercusiones de un atentado terrorista en un país de habla incomprensible. En el 48 había un anuncio de joyas baratas. En el 49 daban un programa sobre elefantes. En el 50 había algo en blanco y negro y salían alienígenas.

Si hubiese habido sólo cuatro canales quizá se habría sentido obligado a ver uno de ellos, pero que hubiese tantísimos resultaba adictivo y fue de principio a fin varias veces, deteniéndose unos segundos en cada imagen hasta que sintió un poco de náuseas.

Abrió el Ackroyd, pero leer le pareció una tarea pesada en ese punto de la noche, de manera que se dirigió a la puerta de al lado y empezó a llenar la bañera.

Se estaba desvistiendo cuando se acordó de que había partes de su cuerpo que no deseaba ver. Apagó las luces del baño y se quedó en camiseta y calzoncillos, con la intención de quitárselos justo antes de meterse en la bañera.

Pero cuando estaba sentado en el borde de la cama quitándose los calcetines se vio, en el bíceps izquierdo, una constelación de minúsculos puntos rojos. Seis o siete, quizá. Se los frotó, pensando que podía tratarse de alguna clase de manchas, o de pelusa de la ropa, pero no eran ninguna de las dos cosas. Tampoco eran pequeñas costras. Y frotarlas no hizo que se fueran.

Cuando el suelo se abrió sobre un pozo enorme de esa forma que ya le resultaba familiar, se consoló brevemente con la idea de que pasaría un rato sin pensar en Jean y David.

El cáncer se estaba extendiendo. O era eso o que una nueva variedad de cáncer había arraigado ahora que el primero había debilitado su sistema inmunológico.

No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaban ahí las manchas. No recordaba haberse examinado antes los bíceps con detalle. Había una voz en su cabeza que le decía que probablemente llevaban años ahí. Había otra voz en su cabeza que le decía que significaba que eran síntomas de un proceso que había hecho ya su mortífero trabajo bajo la superficie.

La postura lo estaba volviendo incómodamente consciente del sándwich, la naranja, el plátano y, en particular, de la barrita Mars. No quería volver a vomitar, y encima en un hotel. Así pues, manteniendo los ojos cerrados, se obligó a ponerse en pie y anduvo de aquí para allá entre la ventana y la puerta, con la esperanza de repetir el efecto calmante del paseo de la tarde. Para cuando hubo hecho esto doscientas veces, el ritmo estaba consiguiendo en cierta medida aliviar el pánico.

Ése, sin embargo, fue el momento en que oyó derramarse agua sobre un suelo alicatado. Le llevó varios segundos resolver qué podía estar provocando el sonido del agua al derramarse sobre un suelo alicatado. Cuando lo hizo abrió los ojos y echó a correr hacia el baño, para tropezar contra la esquina de la cama y golpearse la cabeza contra el marco de la puerta.

Consiguió ponerse en pie y trastabillar a través de la penumbra del baño, más despacio ahora para evitar resbalar de nuevo en el suelo inundado. Cerró los grifos, tiró todas las toallas disponibles al suelo, quitó con suavidad el tapón y se sentó entonces en la taza del váter para recuperar el aliento.

El dolor en la cabeza era considerable, pero le produjo cierto alivio al tratarse de un dolor más cotidiano que aumentaba y palpitaba de forma previsible.

Se llevó una mano a la frente. Estaba caliente y húmeda. En realidad no quería abrir los ojos para averiguar si era por culpa de la sangre o del agua del baño.

Cerró la puerta tras él con el pie de forma que la oscuridad se volvió más intensa.

Unas luces confusas de color rosa pendían detrás de sus párpados como una lejana aldea de duendes.

No necesitaba eso. Hoy no, precisamente hoy.

Cuando hubo recuperado el aliento se puso lentamente en pie y fue hasta el dormitorio, manteniendo los ojos cerrados con fuerza. Apagó las luces y volvió a ponerse la ropa. Abriendo los ojos, sacó una selección de latas, botellas y aperitivos del minibar y volvió a la silla ante el televisor. Abrió una lata de Carlsberg, encontró el canal de vídeos musicales y aguardó a que salieran más rubias de pechos neumáticos dando vueltas con la esperanza de que estimularan una fantasía sexual que lo atrapara lo suficiente para hacerle olvidar dónde estaba, y quién era, y qué le había pasado durante las últimas doce horas.

Se comió una Snickers.

Se sentía como un niño pequeño tras un día muy, muy largo. Deseaba que alguien más grande y más fuerte lo llevara hasta una cama calentita en que pudiera sumirse en un sueño profundo y verse transportado rápidamente a una nueva mañana en que todo volvería a ser bueno y pulcro y simple.

La mujer que cantaba en la televisión parecía tener doce años. No tenía pechos dignos de mención y llevaba unos tejanos y una camiseta rota. Observarla le habría resultado un poco desagradable de no haber estado tan terriblemente enfadada, saltando hacia la cámara cada pocos compases para gritar en la lente. A George le recordó a una Katie más joven en uno de sus más imprevisibles ataques de mal genio.

La música era estentórea y simplona, pero al empezar a hacer efecto la bebida comprendió que los jóvenes, posiblemente borrachos a su vez, o bajo la influencia de drogas que alteraban la mente, pudieran encontrarla entretenida. El ritmo machacón, la sencilla melodía. Era como observar una tormenta eléctrica a salvo en la salita de estar de uno. La idea de que estaba pasando algo incluso más violento fuera de la cabeza de uno.

La joven fue seguida de dos hombres negros canturreando sobre un insistente ritmo disco. Llevaban pantalones sueltos y caídos y gorras de béisbol y utilizaban alguna clase de argot de gueto impenetrable. A primera vista parecían mucho menos enfadados que la joven del vídeo anterior, pero transmitían la muy definida impresión de que, a diferencia de la joven enfadada, no se pensarían dos veces entrar a robarte en casa.

Contaban con un coro de tres mujeres que desde luego llevaban muy poca ropa.

Abrió una botellita de vodka.

Para cuando llegó medianoche se había sumido en un sopor etílico y se estaba preguntando por qué no lo habría hecho antes. Se sentía muy relajado y no paraba de olvidar dónde estaba. Lo cual le gustaba.

Fue hasta el baño, orinó, volvió tambaleándose al dormitorio y se derrumbó sobre el edredón. Sentía el cerebro más vacío que en cualquier momento de los últimos meses. Se le ocurrió la idea de que podía convertirse en un alcohólico. Y en ese preciso momento no le pareció una solución poco razonable para sus problemas.

Entonces se sumió en la inconsciencia.

En medio de la noche se encontró realizando un descenso final hacia un aeropuerto. Heathrow, posiblemente. O Charles de Gaulle. Estaba en un avión que resultaba ser también un helicóptero y la mujer sentada a su lado llevaba un perro faldero, algo que no pasaba en los aviones reales.

Se sentía extrañamente sereno. De hecho el avión, o el helicóptero, le daba la sensación de que fueran los brazos de esa persona más grande y más fuerte que antes imaginara llevándolo a su cama.

Miró por la ventanilla hacia la oscuridad. La vista era tan hermosa que te dejaba sin aliento, con el tráfico allá abajo latiendo como lava en las grietas de una gigantesca piedra negra.

Se oía música, ya fuera en su cabeza o en los auriculares gratuitos de a bordo, algo exuberante y orquestal e infinitamente calmante. Y el estampado de cuadros de la funda tejida del asiento de delante se movía levemente, pequeñas ondas que rebotaban contra un malecón y se cruzaban entre sí formando una reluciente rejilla de húmeda luz de sol.

Entonces el avión, o el helicóptero, chocó contra algo.

Hubo un estrépito tremendo y todo se movió varios metros hacia un lado. Siguió un segundo de atónito silencio. Luego el avión viró bruscamente hacia abajo y a la derecha y la gente empezó a chillar y el aire se llenó de pronto de comida y equipajes de mano y el perrito despegó, como un globo, hasta llegar al final de su correa.

George trató desesperadamente de desabrocharse el cinturón de seguridad pero tenía los dedos entumecidos y torpes, como si llevase manoplas, y se negaban a obedecer sus órdenes, y se encontró mirando a través de la ventanilla de plexiglás cómo ardía la gasolina del avión y un humo denso y negro que brotaba de la parte inferior del ala derecha.

De pronto el techo del avión se abrió de delante atrás como la tapa de una lata de sardinas y un viento monstruoso empezó a llevarse a niños pequeños y personal de cabina dando volteretas hacia la oscuridad.

Un carrito de bebidas apareció bailando pasillo abajo y le arrancó la cabeza a un hombre sentado a la izquierda de George.

De repente ya no estaba en el avión. Estaba bajando en trineo por Lunn Hill con Brian. Estaba ayudando a Jean a sacar el tacón del zapato de una rejilla en Florencia. Estaba de pie en la clase de la señora Amery tratando de deletrear paralela una y otra vez con todo el mundo riéndose de él.

De repente estaba de vuelta en el avión y simultáneamente de pie en su propio jardín de atrás en plena noche, alzando la vista hacia el dormitorio y preguntándose qué provocaría esos extraños resoplidos que le llegaban del interior, cuando el exterior de la casa se vio iluminado por una intensa luz naranja, y se volvió y lo vio venir, como un maremoto de restos siniestrados pero aerotransportado, iluminado por el meteoro de gasolina en su centro.

La tierra se estremeció. El escaparate de una tienda se vio salpicado por litros y litros de plástico negro y caliente. Un asiento reclinable recorrió dando brincos una calle residencial con una cola de pavo real de chispas blancas. Una mano humana cayó en el tiovivo de un parque infantil.

El morro se estrelló contra un aparcamiento de varios pisos y George despertó para encontrarse con la ropa empapada sobre una cama grande en una habitación que no reconoció, con el sabor a vómito en la boca, un dolor que era como una púa metálica clavada en el costado de la cabeza y la certeza de que el sueño no había terminado, de que aún estaba ahí fuera, cayendo a través de la noche, desesperado por que llegara ese impacto final que apagaría las luces para siempre.

Un pequeño inconveniente
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