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Cuando David se hubo marchado Jean bajó a la cocina en bata.
Todo resplandecía un poco. Las flores en el papel pintado. Las nubes que se apilaban en el cielo al fondo del jardín como nieve acumulada en una ventisca.
Preparó café y un sándwich de jamón y se tomó un par de paracetamoles para la rodilla.
Y el resplandor empezó a desvanecerse un poco.
Arriba, cuando David la abrazaba, parecía posible. Dejar todo aquello atrás. Empezar una nueva vida. Pero ahora que se había ido parecía absurdo. Una idea malévola. Algo que la gente hacía en la televisión.
Miró el reloj de pared. Miró las facturas en el estante de la tostadora y el plato del queso con el dibujo de hiedra.
De pronto vio su vida entera desplegada, como las fotografías de un álbum. Ella y George de pie en el exterior de la iglesia de Daventry, con el viento que agitaba las hojas de los árboles como confeti naranja, y con la celebración verdadera que empezó tan sólo cuando dejaron a sus familias atrás a la mañana siguiente y condujeron hasta Devon en el Austin verde botella de George.
Ingresada en el hospital durante un mes después de que Katie naciera. George que acudía a diario con pescado frito con patatas. Jamie en su triciclo rojo. La casa en Clarendon Lane. Hielo en las ventanas aquel primer invierno y pantalones de franela tan congelados que parecían de cartón. Todo parecía tan sólido, tan normal, tan bueno.
Una contemplaba la vida de otra de esa manera y nunca veía qué era lo que faltaba.
Lavó el plato del sándwich y lo dejó en el escurridor. La casa parecía de pronto más bien sosa. El óxido en torno a la base de los grifos. Las grietas en el jabón. El cactus tristón.
Quizá deseaba demasiado. Quizá todo el mundo deseaba demasiado últimamente. La secadora. Una figura de biquini. Los sentimientos que tenías a los veintiuno.
Se dirigió al piso de arriba y, al vestirse, sintió que volvía a ocupar su antiguo ser.
«Quiero irme a la cama contigo por las noches y quiero despertarme contigo por las mañanas.»
David no lo comprendía. Podías decir que no. Pero no podías tener esa clase de conversación y fingir que nunca había tenido lugar.
Echaba de menos a George.