70
Jean observaba a George dormir.
Estaba pensando en el día en que habían visitado al tío de George en aquel espantoso hospital en Nottingham, justo antes de que se muriera. En aquellos tristes ancianos sentados ante el televisor fumando y arrastrando los pies por los pasillos. ¿Iba a pasarle eso a George?
Oyó pisadas y Katie apareció entre las cortinas, colorada y jadeando. Tenía muy mal aspecto.
—¿Cómo está papá?
—Tu padre está bien. No hay que preocuparse.
—Qué susto hemos pasado —Katie estaba sin aliento—. ¿Qué ha ocurrido?
Jean se lo explicó. Lo del accidente con el formón.
Y ahora que sabía que no era verdad, le sonó ridículo y se preguntó por qué se lo habría creído. Pero Katie pareció demasiado aliviada para hacer preguntas.
—Gracias a Dios… Pensaba que… —Katie se contuvo y bajó la voz, no fuera a oír George lo que estaba diciendo—. Más vale ni hablar de ello —se frotó la cara.
—¿Hablar de qué? —quiso saber Jean.
—Pensaba que podía haber intentado… Bueno, ya sabes —susurró Katie—. Estaba deprimido. Le preocupaba morirse. No se me ocurría otra explicación para que tú estuvieses en ese estado.
Suicidio. De eso era de lo que le había estado hablando el médico, ¿no? De hacerse daño a uno mismo.
Katie le tocó el hombro y preguntó:
—¿Estás bien, mamá?
—Estoy bien —contestó Jean—. Bueno, si te soy franca, no estoy bien. Ha sido difícil, por decir poco. Pero me alegro de que tú y Jamie estéis aquí.
—Ahora que lo dices…
—Ha ido a la cafetería —explicó Jean—. Tu padre estaba dormido y él no había comido. De manera que lo he mandado para allá.
—Ray dice que la casa estaba hecha un desastre.
—La casa —dijo Jean—. Dios santo, no me acordaba de la casa.
—Lo siento.
—Volveréis conmigo, ¿verdad? —preguntó Jean—. Se quedan aquí a tu padre esta noche.
—Por supuesto —repuso Katie—. Haremos lo que te vaya mejor a ti.
—Gracias.
Katie miró a George.
—Bueno, no parece que le duela nada.
—No.
—¿Dónde se ha hecho el corte?
—En la cadera —dijo Jean—. Supongo que debe de haberse caído sobre el formón cuando lo sujetaba —sé inclinó y levantó un poco la manta para enseñarle a Katie la herida vendada, pero le habían bajado demasiado el pantalón del pijama y se le veía el vello púbico, de manera que volvió a taparlo rápidamente con la manta.
Katie tomó la mano de su padre.
—¿Papá? Soy Katie —su padre musitó algo incomprensible—. Eres un maldito idiota. Pero te queremos.
—Entonces, ¿está aquí Jacob? —preguntó Jean.
Pero Katie no la estaba escuchando. Se sentó en la otra silla y se echó a llorar.
—¿Katie?
—Lo siento.
Jean la dejó llorar un poco y luego dijo:
—Jamie me ha contado lo de la boda.
Katie alzó la vista.
—¿Qué?
—Lo de que querías anular la boda.
Katie pareció afligida.
—Tranquila —continuó Jean—. Ya sé que probablemente te preocupaba sacar el tema. Con lo del accidente de tu padre. Y lo de que todo estuviese organizado ya. Pero lo peor de todo sería seguir adelante sólo porque no quieres armar un follón.
—Cierto —repuso Katie asintiendo con la cabeza, pero se lo decía a sí misma.
—Lo más importante de todo es que seas feliz —Jean hizo una pausa—. Si te hace sentir un poco mejor, nosotros también teníamos nuestras dudas.
—¿Nosotros?
—Tu padre y yo. Es obvio que Ray es un hombre decente. Y a Jacob claramente le gusta. Pero siempre hemos sentido que no era el hombre adecuado para ti.
Katie no dijo nada durante un rato preocupantemente largo.
—Te queremos muchísimo —dijo Jean.
Katie la interrumpió.
—¿Y ha sido Jamie quien te ha dicho eso?
—Ha dicho que lo llamaste —estaba claro que algo andaba mal, pero Jean no supo muy bien qué.
Katie se levantó. Su mirada era dura como el acero.
—Ahora vuelvo —dijo, y desapareció entre las cortinas.
Desde luego parecía muy enfadada.
Jamie estaba en un buen lío. Eso sí lo sabía Jean. Se reclinó en la silla, cerró los ojos y exhaló un profundo suspiro. No tenía energías para esas cosas. Ahora no.
Los hijos nunca crecían del todo. Pasaban de los treinta años y seguían comportándose como si tuvieran cinco. En un momento dado eran tus mejores amigos. Entonces decías algo que no debías y estallaban como petardos.
Se inclinó y le agarró la mano a George. Podían decir lo que fuera de su marido, pero al menos era predecible.
O lo era antes.
Le oprimió los dedos y se dio cuenta de que no tenía la más mínima idea de qué le pasaba por la cabeza a George.