115

Lo ideal habría sido que Jamie se hubiera sentado en la habitación con su padre, pero desde allí no se veía la calle.

Y Jamie no quería que el médico llegara de forma imprevista.

Si el médico conseguía solucionar lo de su padre, quizá lograran pasar por aquello sin que todos acabaran con los nervios de punta.

De manera que Jamie se apoyó contra el alféizar de la ventana de la salita fingiendo leer el dominical del Telegraph.

Y fue sólo entonces cuando empezó a preguntarse si su padre acabaría internado en un psiquiátrico, que era algo que no se le había ocurrido al hacer la llamada telefónica.

Por Dios, debería haberle contado eso a alguien más antes de decidir resolver el problema por sí solo.

Pero a uno no lo internaban a menos que intentara suicidarse, ¿verdad? O al menos que intentara matar a otro. Lo cierto era que el conocimiento que Jamie tenía de esas cosas procedía casi por entero de la televisión.

Era totalmente posible que el médico no fuera capaz de hacer nada en absoluto.

Muchos médicos resultaban inútiles, por supuesto. Nada mejor que pasarse tres años con estudiantes de medicina para perder la confianza en la profesión. Como aquel tal Markowicz, por ejemplo. Enyesado hasta el cuello y luego ahogándose con su propio vómito.

Un hombre se bajó de un Range Rover azul. Con un maletín negro. Mierda.

Jamie saltó por encima del sofá, corrió un eslalon en el pasillo y salió por la puerta principal para interceptarlo antes de que hiciera una gran entrada.

—¿Es usted el médico? —Jamie se sintió como alguien en una película espantosa. «¡Traiga toallas calientes!»

—Doctor Anderson —el tipo tendió la mano. Era uno de esos hombres largos y nervudos que olían a jabón.

—Se trata de mi padre —dijo Jamie.

—Bien —dijo el doctor Anderson.

—Está pasando por alguna clase de crisis.

—Quizá deberíamos ir a charlar un poco con él.

El doctor Anderson se volvió para cruzar la calle. Jamie lo detuvo.

—Antes de entrar, hay algo que debo explicarle. Mi hermana va a casarse hoy.

El doctor Anderson se dio golpecitos en la nariz y dijo:

—Ni pío.

Aquello no dejó del todo tranquilo a Jamie.

Subieron hasta la habitación de sus padres. Por desgracia, su padre no estaba en la habitación de sus padres. Jamie le dijo al doctor que se sentara en la cama y esperara.

Jamie estaba mirando en la sala de estar cuando cayó en la cuenta de que su madre podía entrar en su habitación y encontrarse a un desconocido sentado en la cama. En realidad debería haber encerrado al doctor Anderson en el lavabo de la planta baja.

Su padre no estaba en la casa. Le preguntó a Eileen. Les preguntó a las mujeres del servicio de comidas. Le preguntó al padrino, cuyo nombre había olvidado. Echó un vistazo detrás de la carpa y cuando volvió a salir se percató de que había mirado en todas partes, lo que significaba que su padre había huido, lo cual no era nada, nada bueno, y corrió de vuelta a través del césped diciéndose en voz alta «Joder, joder, joder, joder…» y chocó con Katie por el camino y no quiso preocuparla de manera que rió y dijo lo primero que se le ocurrió, que resultó ser «La paloma ha volado», una frase que Tony utilizaba en ocasiones y que Jamie nunca había entendido en realidad, y que Katie tampoco entendería, pero Jamie ya había subido para entonces la mitad de las escaleras. E irrumpió en la habitación y el doctor Anderson saltó de la cama y adoptó una postura defensiva que recordó un poco a las fuerzas de asalto.

—Se ha ido —explicó Jamie—. No lo encuentro por ninguna parte —y entonces tuvo que sentarse en la cama y poner la cabeza entre las rodillas porque se mareó un poco.

—Vale —dijo el doctor Anderson.

—Quería que lo llevara al campo —dijo Jamie—. Para no tener que asistir a la boda —se incorporó, sintió que se tambaleaba y volvió a poner la cabeza entre las piernas. Al mirar hacia un lado, vio una tira de cartón rosa bajo el colchón. Tendió la mano y sacó el mapa del servicio cartográfico. Su padre se había ido sin él.

—¿Qué es eso? —quiso saber el doctor Anderson.

—Es a donde quería ir —explicó Jamie desdoblando el mapa y señalando Folksworth—. Quizá ha cogido un taxi. Voy a ir en su busca.

El doctor Anderson se sacó una pequeña tarjeta de la chaqueta y se la tendió a Jamie.

—En realidad se supone que no he de hacer esto. Pero si lo encuentra, llámeme, ¿de acuerdo?

—Gracias —Jamie se deslizó la tarjeta en el bolsillo del pantalón—. Será mejor que me vaya.

A medio camino de las escaleras se tropezaron con Ray.

El doctor Anderson sonrió y dijo:

—Soy el fotógrafo.

—Vale —repuso Ray con aspecto de estar un poco perplejo, posiblemente por el hecho de que Jamie y el fotógrafo hubiesen estado juntos en el piso de arriba.

Jamie se volvió hacia el doctor Anderson.

—Tranquilo, él lo sabe.

—En ese caso, soy médico —dijo el doctor Anderson.

—Papá ha desaparecido —dijo Jamie—. Voy a buscarlo. Te lo explicaré después —entonces se acordó de que también era el día de la boda de Ray—. Siento todo esto.

—Te llamaré si aparece —repuso Ray.

Un pequeño inconveniente
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