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Jean encontró a Ray en la carpa, donde supervisaba unos cambios de última hora en la disposición de los asientos (uno de sus amigos había tropezado y se había roto los dientes contra un lavabo esa mañana).
—¿Ray? —preguntó.
—¿En qué puedo ayudarte?
—Siento molestarte —repuso Jean—, pero no sé a quién más decírselo.
—Adelante —dijo Ray.
—Se trata de George. Estoy preocupada por él. Me ha hablado de ello esta mañana. Realmente no parece el mismo.
—Ya lo sé —reveló Ray.
—¿Lo sabes?
—Jamie me dijo ayer que estaba pocho. Me pidió que lo tuviese vigilado.
—A mí no me dijo nada.
—Probablemente no quería preocuparte —explicó Ray—. En cualquier caso, Jamie ha ido a hablar con él esta mañana. Sólo por comprobar qué tal estaba.
Jean sintió que la recorría una oleada de alivio.
—Te lo agradezco mucho.
—Es a Jamie a quien deberías darle las gracias.
—Tienes razón —repuso Jean—. Se las daré.
Tuvo la oportunidad de hacerlo unos minutos después, cuando chocó contra Jamie en el pasillo al salir él del lavabo.
—De nada.
Se le veía como trastornado.