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Katie pidió hora en la peluquería.
En cuanto lo hubo hecho no lo tuvo claro. Su pelo no tenía nada que no pudiera solucionarse con un rápido recorte con las tijeras del baño y un suavizante decente. Era obvio que tenía puesto el piloto automático cuando lo había programado todo.
Gracias a Dios que no había organizado un desfile de damas de honor.
Le dijo a Ray que iba a anular la peluquería, él preguntó por qué y ella dijo que no le apetecía quedar emperifollada como alguien salido de un catálogo de novias. Ray dijo:
—Ve, mujer. Date ese gusto.
Y Katie pensó: «¿Por qué no? Vida nueva. Pelo nuevo». Y fue e hizo que se lo cortaran casi todo. A lo chico. Enseñando las orejas por primera vez en siete años.
Y Ray tenía razón. Fue más que un gusto. La persona en el espejo ya no era simplemente la madre de un niño pequeño. La persona en el espejo era una mujer que llevaba las riendas de su propio destino.
Su madre se sintió horrorizada.
No fue por el pelo de forma específica. Fue por la combinación del pelo y la anulación de las flores y la decisión de no llegar al registro civil en limusina.
—Sólo me preocupa que…
—¿Qué? —quiso saber Katie.
—Sólo me preocupa que no sea… que no sea una boda como es debido.
—¿Porque no tengo pelo suficiente?
—Estás siendo frívola.
Cierto, pero mamá estaba siendo… Qué extraño que no hubiese una palabra para describirlo, dada la frecuencia con que lo hacían los padres. Lo de traducir cada preocupación en una preocupación por que las cosas no se hicieran como era debido. Que no se comiera como era debido. Que no se vistiera como era debido. Que la gente no se comportara como era debido. Como si el mundo pudiera arreglarse mediante el decoro.
—Bueno, va a ser mucho más como es debido que la boda anterior.
—¿O sea que tú y Ray…?
—Nos llevamos mejor que nunca.
—No es lo que se dice una respuesta entusiasta.
—Nos queremos.
Mamá se estremeció ligeramente, y luego cambió de tema, como hacía Jacob siempre que decían que se querían.
—Tu padre y Ray, por cierto…
—¿Mi padre y Ray por cierto qué?
—No hablaron por fin, ¿no?
—¿Cuándo? —preguntó Katie.
—El otro día. Por teléfono —su madre parecía realmente inquieta ante semejante posibilidad.
Katie hurgó en su memoria y no encontró nada.
—Ray llamó para hablar con tu padre. Pero luego tu padre dijo que se habían equivocado de número. Y me preguntaba si habría habido alguna clase de malentendido.
Un hombre con barba apareció en la puerta y preguntó dónde podían colocar los vientos.
Katie se levantó.
—Mira, mamá, si hace que te sientas mejor, ¿por qué no llamas a alguna floristería? A ver si alguien puede hacer algo con poca antelación.
—Vale —repuso mamá.
—Pero que no sea Buller’s.
—Vale.
—Les solté varios tacos —explicó Katie.
—Vale.
Katie salió al jardín con el tipo de la barba. El mástil central ya se había instalado en el fondo del jardín y otros cinco hombres con sudaderas verde botella izaban velas de lona crema. Jacob corría entre los rollos de cuerda y las sillas apiladas como un perrito chiflado, inmerso en alguna fantasía de superhéroe, y Katie recordó lo mágico que había sido antaño ver un espacio corriente transformarse de esa forma. Un sofá boca abajo. Una habitación llena de globos.
Entonces Jacob resbaló y volcó una mesa de caballete y se pilló el dedo en la bisagra de las patas y chilló mucho y Katie lo tomó en brazos y lo acunó y se lo llevó a la habitación y sacó el Savlon y las tiritas de Maisie Mouse y Jacob fue un valiente y dejó de llorar, y mamá subió y dijo que había resuelto lo de las flores.
Se sentaron una junto a otra en la cama mientras Jacob transformaba su robot rojo en un dinosaurio y de nuevo en un robot.
—Bueno, por fin vamos a conocer al novio de Jamie —dijo mamá, y la pausa que hizo antes de la palabra «novio» fue casi imperceptible.
Katie se miró las manos y dijo:
—Ajá —y se sintió muy mal por Jamie.
El día avanzaba. Ella y Jacob fueron en coche a la ciudad para recoger la tarta y dejar la cinta con la música en el registro civil. Katie había querido empezar con un poco de la Música para los reales fuegos de artificio y luego hacer una mezcla para que sonara sin interrupción I Feel Good en cuanto estuviesen casados, pero la mujer del teléfono dijo con aires de superioridad que allí «no hacían mezclas» y Katie comprendió que quizá era demasiado complicado en cualquier caso. Alguna tía abuela se desplomaría y tendrían que ponerla en la postura de recuperación con James Brown aullando como un perro cachondo. De manera que al final se decidieron por aquel concierto para dos violines de Bach del disco compacto recopilatorio que papá le había regalado a Katie por Navidad.
Entraron a toda prisa en Sandersons y en Sticky Fingers para recoger la jarra de cerveza personalizada y la caja de bombones tamaño industrial para Ed y Sarah y luego volvieron a casa, donde casi se les destrozó la tarta cuando un grupo de críos lanzó una pelota delante del coche.
Se sentaron a cenar los cuatro: mamá, papá, ella y Jacob, y estuvo muy bien. Nada de discusiones. Ni de mal humor. Ni de andar evitando temas difíciles.
Acostó a Jacob, ayudó a mamá a lavar los platos y los cielos se abrieron. Mamá se inquietó, como les pasa a los padres cuando hace mal tiempo. Pero Katie subió hasta el desván y abrió la ventana que daba al jardín y permaneció allí mientras la carpa crujía y se agitaba y el viento rugía como las olas entre los árboles negros.
Le encantaban las tormentas. Los truenos, los rayos, la lluvia que arreciaba. Tenía algo que ver con aquel sueño infantil sobre que vivía en un castillo.
Se acordó de la boda anterior. Graham con aquella extraña reacción alérgica al champú de Katie el día antes. Bolsas de hielo. Antihistamínicos. Aquella furgoneta arrancándole el guardabarros al Jaguar del tío Brian. La estrafalaria mujer con problemas mentales que apareció cantando en pleno banquete.
Se preguntó qué saldría mal esta vez, y se dio cuenta de que estaba siendo estúpida. Como mamá con la lluvia. El miedo de no tener nada de que quejarse.
Cerró la ventana, enjugó el agua del alféizar con la manga y bajó para ver si quedaba vino en la botella.