24
Jamie aparcó en la esquina de casa de Katie y trató de serenarse.
Uno nunca escapaba del todo, por supuesto.
El colegio bien podía haber sido una mierda, pero al menos era simple. Si conseguías acordarte de la tabla del nueve, mantenerte alejado de Greg Pattershall y dibujar caricaturas de la señora Cox con colmillos y alas de murciélago lo tenías todo más o menos resuelto.
Aunque ninguna de esas cosas te llevaba muy lejos a los treinta y tres.
Lo que no conseguían enseñarte en el colegio era que todo el asunto de ser un humano se volvía más lioso y complicado a medida que te hacías mayor.
Podías decir la verdad, ser educado, tener en consideración los sentimientos de todo el mundo y sin embargo tener que lidiar con la mierda de los demás. A los nueve o a los noventa.
Conoció a Daniel en la universidad. Y al principio fue un alivio encontrar a alguien que no estuviera follándose cualquier cosa a la vista ahora que estaban lejos de casa. Después, cuando la emoción de tener un novio estable se desvaneció, se dio cuenta de que estaba viviendo con un observador de pájaros fan de los Black Sabbath y se le ocurrió la espantosa idea de que él podía estar cortado por el mismo patrón, de que ni siquiera ser un paria sexual a los ojos de los buenos burgueses de Peterborough había conseguido volverle interesante o molón.
Había probado con el celibato. El único problema era la falta de sexo. Al cabo de un par de meses te conformabas con cualquier cosa y te encontrabas con que te la chupaban detrás de un gran arbusto en lo alto del brezal, lo cual estaba bien hasta que te corrías, y el polvo de cuento de hadas se evaporaba y te dabas cuenta de que el príncipe azul ceceaba y tenía un lunar raro en la oreja. Y había noches de domingo en que leer un libro era como arrancarte los dientes, de manera que te comías una lata de leche condensada azucarada con una cucharita delante de French y Saunders y algo tóxico se colaba bajo la ventana de guillotina y empezabas a preguntarte qué sentido tendría todo.
No quería gran cosa. Compañía. Intereses compartidos. Un poco de espacio.
El problema era que no había nadie más que supiera qué quería.
Se las había apañado para establecer tres relaciones medio decentes después de Daniel. Pero siempre cambiaba algo pasados seis meses, o un año. Querían más. O menos. Nicholas pensaba que deberían darle sabor a su vida amorosa acostándose con otras personas. Steven pensaba que debería mudarse a su casa. Con sus gatos. Y Olly se sumió en una depresión profunda después de la muerte de su padre, de manera que Jamie pasó de compañero a alguna especie de asistente social.
Avanza seis años y Shona y él estaban en el pub después del trabajo cuando ella le dijo que iba a tratar de emparejarlo con un constructor muy mono que estaba decorando los pisos de Princes Avenue. Pero estaba borracha y Jamie no consiguió imaginar que Shona, nada menos, hubiese podido determinar la orientación sexual de una persona de clase obrera. De manera que olvidó por completo la conversación hasta que estaban ya en Muswell Hill, y Jamie estaba haciendo pruebas y borrando las mediciones en el interior y teniendo una vaga fantasía sexual con el tipo que pintaba la cocina cuando Shona entró y dijo: «Tony, éste es Jamie. Jamie, éste es Tony», y Tony se volvió y sonrió y Jamie se dio cuenta de que Shona, en realidad, era una pájara mucho más lista de lo que él creía.
Shona se escabulló y él y Tony hablaron sobre promotoras inmobiliarias y ciclismo y Túnez, refiriéndose de refilón a las lagunas en el brezal para asegurarse del todo de que cantaban de la misma partitura, y Tony se sacó una tarjeta de visita del bolsillo de atrás y dijo:
—Si alguna vez necesitas algo… —y Jamie lo necesitaba, mucho.
Esperó un par de noches para no parecer desesperado y entonces quedó con él para tomar una copa en Highgate. Tony le contó una historia sobre que se había bañado desnudo con unos amigos a las afueras de Studland y cómo habían tenido que vaciar cubos de basura y transformar las bolsas negras en faldas rudimentarias para volver andando a Poole después de que les robaran la ropa. Y Jamie explicó que releía El señor de los anillos cada año. Pero ya estaba bien. La diferencia. Como dos piezas de un rompecabezas que encajaran.
Tras una cena hindú, fueron al piso de Jamie y Tony le hizo al menos dos cosas en el sofá que nadie le había hecho nunca, y luego volvió a hacérselas la noche siguiente, y de pronto la vida se volvió pero que muy buena.
Le hacía sentirse incómodo que lo arrastraran a partidos del Chelsea. Le hacía sentirse incómodo llamar para decir que estaba enfermo y que así pudiesen volar a Edimburgo a pasar un largo fin de semana. Pero Jamie necesitaba a alguien que le hiciese sentirse incómodo. Porque sentirse demasiado cómodo era la punta de una cuña cuya base entrañaba que se volviera como su padre.
Y, por supuesto, si se rompía un balaustre o la cocina precisaba una nueva capa de pintura…, bueno, eso compensaba lo de The Clash a todo volumen y las botas de trabajo en el fregadero.
Discutían. No podías pasarte un día en compañía de Tony sin una discusión. Pero Tony pensaba que todo eso formaba parte de la diversión de las relaciones humanas. A Tony también le gustaba el sexo como una forma de compensación después. De hecho, Jamie se preguntaba a veces si Tony no iniciaría las discusiones sólo para poder compensarlas después. Pero el sexo era demasiado bueno para quejarse.
Y ahora estaban como el perro y el gato por una boda. Una boda que no tenía una mierda que ver con Tony y, para ser francos, no tenía gran cosa que ver con Jamie.
Tenía un calambre en el cuello.
Levantó la cabeza y se percató de que llevaba los últimos cinco minutos con la frente apoyada contra el volante.
Salió del coche. Tony tenía razón. No podía hacer que Katie cambiara de opinión. Se sentía culpable, en realidad. Por no haber estado ahí para escucharla.
Ahora no tenía sentido preocuparse por eso. Tenía que reparar el daño. Así podría dejar de sentirse culpable.
Joder. Debería haber comprado un pastel.
No importaba. En realidad el pastel no era la cuestión.
Las dos y media. Tendrían el resto de la tarde hasta que Ray llegara a casa. Té. Charla. Llevaría a caballo a Jacob y jugarían a los aviones. Con un poco de suerte el niño dormiría la siesta y podrían tener una conversación decente.
Recorrió el sendero y llamó al timbre.
La puerta se abrió y se encontró el pasillo obstaculizado por Ray, que llevaba un mono salpicado de pintura y sujetaba alguna clase de taladro eléctrico.
—Bueno, parece que los dos nos hemos cogido el día libre —comentó Ray—. Ha habido un escape de gas en la oficina —sostuvo en alto el taladro y oprimió el botón de forma que zumbó un poco—. O sea que has sabido la noticia.
—Así es —Jamie asintió con la cabeza—. Felicidades.
¿Cómo que felicidades?
Ray tendió una tremenda manaza y Jamie se encontró con que su mano se veía absorbida por su campo gravitatorio.
—Es un alivio —dijo Ray—. Pensaba que igual venías a partirme la cara.
Jamie se las apañó para reír.
—Me parece que no sería una gran pelea.
—No —Ray rió más alto y con mayor alivio—. ¿Vas a pasar?
—Claro. ¿Está Katie?
—Está en Sainsbury’s. Con Jacob. Estoy arreglando un par de cosas. Debería estar aquí en media hora.
Antes de que Jamie pudiese pensar en alguna cita a la que iba de camino, Ray cerró la puerta detrás de él.
—Tómate una taza de café mientras vuelvo a pegar la puerta a su armario.
—Preferiría un té, si te va bien —repuso Jamie. La palabra té no le sonó varonil.
—Supongo que podemos preparar té.
Jamie se sentó a la mesa de la cocina con una sensación no muy distinta a la que había experimentado en aquel Cessna antes del desventurado salto en paracaídas.
—Me alegra que hayas venido —Ray dejó el taladro y se lavó las manos—. Hay algo que quiero preguntarte.
A Jamie le vino a la cabeza la espantosa imagen de Ray avivando pacientemente las llamas del odio de los últimos ocho meses, esperando el momento en que él y Jamie estuviesen por fin a solas.
Ray puso la tetera, se apoyó contra el fregadero, hundió las manos en los bolsillos de los pantalones y miró fijamente el suelo.
—¿Te parece que debo casarme con Katie?
Jamie no estuvo seguro de haberlo oído bien. Y había ciertas preguntas a las que simplemente no contestabas por si la cagabas bien cagada (como con Neil Turley en las duchas después del fútbol ese verano, por ejemplo).
—Tú la conoces mejor que yo —Ray tenía esa expresión en la cara que Katie ponía a los ocho años cuando trataba de doblar cucharas con el poder de su mente—. ¿Crees tú que…? Quiero decir, ya sé que va a parecerte una maldita estupidez, pero ¿crees tú que me quiere realmente?
Esa pregunta Jamie la oyó con espantosa claridad. Estaba ahora sentado en la puerta del Cessna con mil doscientos metros de nada entre sus pies y Hertfordshire. En cinco segundos estaría cayendo como una piedra, desmayándose y llenándose el casco de vómito.
Ray alzó la vista. Había un silencio en la cocina como el silencio en un granero aislado en una película de terror.
Inspira profundamente. Dile la verdad. Sé educado. Ten en cuenta los sentimientos de Ray. Enfréntate a esta mierda.
—No sé. De verdad que no lo sé. Katie y yo no hemos hablado mucho durante este último año. He estado ocupado y ella pasaba el tiempo contigo… —se interrumpió.
Ray parecía haberse encogido hasta el tamaño de un ser humano completamente normal.
—Se enfada mucho, joder.
Jamie deseaba desesperadamente el té, aunque sólo fuera por sujetar algo.
—Quiero decir… Yo también me enfado —dijo Ray. Puso bolsitas de té en dos tazas y vertió el agua—. Que me lo digan a mí. Pero Katie…
—Ya lo sé —repuso Jamie.
¿Estaba escuchando Ray? Se hacía difícil decirlo. Quizá sólo necesitaba alguien a quien dirigir sus palabras.
—Es como una nube negra —explicó Ray.
¿Cómo lo hacía Ray? Un instante predominaba en una habitación como lo haría un camión. Y al instante siguiente estaba en un agujero y pidiéndote ayuda. ¿Por qué no podía sufrir de forma que todos pudiesen disfrutarlo desde una distancia segura?
—No se trata de ti —dijo Jamie.
Ray alzó la vista.
—¿De veras?
—Bueno, quizá sí se trata de ti —Jamie hizo una pausa—. Pero con nosotros también se enfada mucho.
—Vale —Ray se inclinó y deslizó tacos de plástico en cuatro agujeros que había taladrado dentro del armario—. Vale —se incorporó y sacó las bolsitas de té. La atmósfera se volvió un poco menos tensa y Jamie empezó a desear mantener una conversación sobre fútbol o aislamiento de desvanes. Pero cuando Ray le puso delante la taza de té, le preguntó—: Bueno, ¿y qué me dices de ti y de Tony?
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a qué tal tú y Tony.
—No estoy seguro de entenderte —repuso Jamie.
—Tú le quieres, ¿no?
Jesús, María y José. Si Ray tenía la costumbre de hacer preguntas como ésa, no era de extrañar que Katie se enfadara.
Ray deslizó un par de tacos más en la puerta del armario.
—Lo que quiero decir es que Katie me contó que te sentías solo. Y que entonces conociste a ese tipo y… ya sabes… Bingo.
¿Era humanamente posible sentirse más incómodo de lo que Jamie se sentía en ese momento? Le temblaban las manos y había ondas en el té como en Parque Jurásico cuando se acercaba el tiranosaurio.
—Katie dice que es un tío decente.
—¿Por qué estamos hablando de mí y de Tony?
—Vosotros discutís, ¿no? —dijo Ray.
—Ray, no es asunto tuyo si discutimos o no.
Dios santo. Le estaba diciendo a Ray que se retractara. Jamie nunca le decía a la gente que se retractara. Se sentía como cuando Robbie North tiró aquella lata de gasolina a la hoguera, sabiendo que estaba a punto de pasar algo malo.
—Lo siento —Ray levantó las manos—. Todo este rollo gay me es un poco ajeno.
—No tiene absolutamente nada que ver con… Dios santo —Jamie dejó la taza de té, no fuera a derramarlo. Se sentía un poco mareado. Inspiró profundamente y habló despacio—: Sí. Tony y yo discutimos. Sí, quiero a Tony. Y…
Quiero a Tony.
Había dicho que quería a Tony. Se lo había dicho a Ray. Ni siquiera se lo había dicho a sí mismo.
¿Quería a Tony?
Virgen santa.
Ray dijo:
—Mira…
—No. Espera —Jamie agachó la cabeza entre las manos.
Era otra vez lo de siempre, lo que le pasaba siempre en la vida, en el colegio, con los demás. Te plantabas en casa de tu hermana con la mejor de las intenciones, te encontrabas hablando con alguien que no era capaz de entender las reglas más básicas de la conversación humana y de pronto había un choque en cadena de autopista en tu cabeza.
Se recompuso.
—Quizá deberíamos simplemente hablar de fútbol.
—¿De fútbol? —preguntó Ray.
—De cosas de hombres —se le ocurrió la estrafalaria idea de que podían ser amigos. Quizá amigos no. Pero sí gente capaz de tratarse. Navidad en las trincheras y todo eso.
—¿Me estás tomando el pelo? —preguntó Ray.
Jamie inspiró profundamente.
—Katie es un encanto. Pero es dura de pelar. No podrías ni darle una galleta en contra de su voluntad. Si va a casarse contigo es porque quiere casarse contigo.
El taladro se escurrió de la encimera y cayó contra las baldosas de piedra del suelo y sonó como una bomba de mortero al hacer explosión.