56

Jamie estaba tomándose un capuchino en Greek Street mientras esperaba a Ryan.

No estaba portándose de forma muy honrosa, pues Ryan era el ex de Tony. Ya lo sabía. Pero Ryan había accedido a verlo, así que él tampoco se estaba portando de forma muy honrosa.

A la mierda. Además, ¿qué era el honor? La única persona con verdadera integridad que conocía era Maggie, y ella se había pasado la vida desde la universidad pillando desagradables enfermedades en rincones de mala muerte del oeste de África. Ni siquiera tenían muebles.

Además, Tony lo había dejado. Si pasaba algo con Ryan, ¿qué tenía eso de malo?

Un cuarto de hora tarde.

Jamie pidió un segundo café y volvió a abrir La conciencia explicada de Daniel Dennett, que había comprado en uno de sus periódicos ataques de superarse como persona (como la pelota gigante para hacer ejercicio, el estúpido disco compacto de ópera…). En casa estaba leyendo Cementerio de animales, pero leerlo en público era como salir de casa en calzoncillos.

Eso no significa que el cerebro no utilice nunca «memorias intermedias» para amortiguar el interfaz entre los procesos internos del cerebro y el asincrónico mundo exterior. La «memoria resonante» con que preservamos brevemente las pautas del estímulo mientras el cerebro empieza a procesarlas es un claro ejemplo (Sperling, 1960; Neisser, 1967; ver también Newell, Rosenbloom y Laird, 1989, p. 1067).

Había una crítica en la contraportada del New York Review of Books que lo describía como «claro y divertido».

Por otra parte, no quería parecer alguien que tenía dificultades a la hora de leer La conciencia explicada. De manera que dejó vagar la vista por las páginas y las fue pasando cada par de minutos.

Pensó en la nueva página web y se preguntó si la música de fondo habría sido un error. Recordó el viaje del año anterior a Edimburgo. El ronroneo de los neumáticos sobre los adoquines en la calle del hotel. Se preguntó por qué no se utilizaban ya. Por las ambulancias y sillas de ruedas, probablemente. Imaginó a Ryan poniéndole la mano brevemente sobre el muslo y diciéndole: «Cómo me alegra que te hayas puesto en contacto conmigo».

Veinticinco minutos tarde. Jamie empezaba a mosquearse.

Recogió sus cosas y compró un Telegraph en el quiosco de la esquina. Pidió una pinta de cerveza en el pub que había más arriba y después encontró una mesa en la acera desde la que podía vigilar el café.

Tres minutos después un hombre vestido con pantalones de cuero y camiseta blanca se deslizó en el banco al otro lado de su mesa. Dejó un casco de motociclista encima, imitó una pistola con la mano derecha, apuntó a la cabeza de Jamie, dobló el pulgar, chasqueó la lengua y dijo:

—Agente inmobiliario.

Aquello inquietó un poco a Jamie.

—En Lowe y Carter —añadió el tipo.

—Esto… sí —admitió Jamie.

—Soy mensajero. Estamos en el edificio de enfrente. Recogemos cosas en tu oficina de vez en cuando. Tienes un escritorio en el rincón del fondo junto a la ventana grande —tendió una mano para que se la estrechara—. Mike.

Jamie se la estrechó.

—Jamie.

Mike cogió La conciencia explicada, que Jamie había dejado sobre la mesa, donde diese una impresión general sin necesidad de leerlo físicamente. En el brazo de Mike había tatuada una ancha franja celta. Examinó brevemente el libro y volvió a dejarlo.

—Un tapiz magistral de profunda perspicacia.

Jamie se preguntó si el tipo tendría algún problema psiquiátrico.

Mike rió suavemente.

—Lo he leído en la contraportada.

Jamie le dio la vuelta al libro para verificarlo.

Mike le dio un sorbo a su bebida.

—A mí me gustan los dramas judiciales.

Durante unos instantes Jamie se preguntó si quería decir que le gustaba hacer cosas que acabaran llevándolo ante los tribunales.

—John Grisham, esa clase de cosas.

Jamie se relajó un poco.

—Para serte franco, yo mismo estoy teniendo algún problemilla con el libro.

—¿Te han dado plantón? —preguntó Mike.

—No.

—Te he visto sentado ahí enfrente.

—Bueno… Ajá.

—¿Tu novio? —quiso saber Mike.

—El ex novio de mi ex novio.

—Qué lío.

—Probablemente tienes razón —repuso Jamie.

Al mirar por encima del hombro de Mike, vio a Ryan de pie ante el café mirando calle arriba y calle abajo. Parecía más calvo de lo que Jamie recordaba. Llevaba una gabardina beige y una pequeña mochila azul.

Jamie apartó la vista.

—Cuéntame un secreto —pidió Mike—. Algo que no le hayas contado nunca a nadie.

—Cuando tenía seis años mi amigo Matthew apostó conmigo a que no me mearía en el florero de la habitación de mi hermana.

—Y measte en el florero.

—Meé en el florero —por el rabillo del ojo, Jamie vio a Ryan negar con la cabeza y echar a andar hacia Soho Square—. Supongo que no es un secreto, técnicamente hablando, porque ella lo descubrió. Me refiero a que al cabo de unos días olía realmente mal —Ryan se había ido—. Tenía una guitarra de plástico que me regalaron durante unas vacaciones en Portugal. Mi hermana la quemó. En el jardín. Bueno, fue asombroso lo bien que ardió. Es probable que en Portugal aún no tuvieran normas para el comercio en 1980. Recuerdo un grito y el ruido de las cuerdas al romperse. Mi hermana todavía tiene una cicatriz en el brazo.

Sus padres verían a Mike y asumirían que robaba coches. El corte de pelo a navaja, los cinco pendientes. Pero eso… eso que discurría entre ambos… ese magnetismo que podías sentir en el aire… hacía parecer todo lo demás superficial y estúpido.

Mike lo miró a los ojos y preguntó:

—¿Tienes hambre? —y pareció querer decir al menos tres cosas.

Fueron a un pequeño restaurante tailandés Greek Street abajo.

—Antes me dedicaba a embaldosar. Cosas de categoría. Barro cocido. Mármol. Pizarra. Cocinas. Chimeneas. Lo de la moto es por dinero. Para sacarme el título en Técnica Alexander y los cursos de masajes. Entonces me lo montaré por mi cuenta. Haré algo de dinero para volverme al norte y así poder permitirme un local con una sala de consulta.

En la calle caía una fina llovizna. Jamie se había tomado ya tres pintas y las luces que reflejaban los vehículos mojados eran estrellas minúsculas.

—En realidad —dijo Jamie—, lo que más me gusta de Amsterdam… bueno, de Holanda entera, en realidad, es… esos edificios tan asombrosamente modernos que hay por todas partes. Aquí la gente sólo construye lo más barato posible.

Jamie se mostró un poco distraído con lo de la Técnica Alexander. En realidad no se imaginaba a Mike haciendo cualquier clase de terapia. Demasiada fanfarronería. Pero de vez en cuando Mike le tocaba la mano con un par de dedos o lo miraba y sonreía sin decir nada y había una dulzura en él que parecía aún más sexy por lo bien oculta que quedaba el resto del tiempo.

Tenía unos buenos brazos, además. Con pequeñas montañitas de carne sobre las venas pero sin resultar nervudo. Y manos fuertes.

El masaje. Eso sí podía imaginárselo.

Mike sugirió que fuesen a un club nocturno. Pero Jamie no quería compartirlo. Miró el salero, se armó de valor y le preguntó a Mike si quería ir a su casa y sintió, como siempre, esa pequeña sacudida que era de emoción y de pánico a medias. Como el salto en paracaídas. Pero mejor.

—¿Qué es, la casa ideal de un agente inmobiliario? ¿Con balcón de acero? ¿Cocina en isla con encimera de granito? ¿Sillas de Arne Jacobsen?

—Terraza victoriana con sofá blanco y mesa de café de Habitat —contestó Jamie—. ¿Cómo es que conoces las sillas de Arne Jacobsen?

—En mis tiempos estuve en algunas casas muy bonitas, gracias.

—¿Por negocio o por placer? —quiso saber Jamie.

—Un poquito de ambas cosas.

—Así pues, ¿eso ha sido un sí o me dejas con el suspense?

—Cojamos el metro —repuso Mike.

Observaron sus reflejos en el cristal negro de enfrente cuando el vagón pasó con estruendo por Tufnell Park y Archway, con las piernas tocándose y la electricidad fluyendo entre ambos, otros pasajeros entrando y saliendo ajenos a todo, Jamie anhelando que lo abrazara y deseando a un tiempo que el trayecto durase horas por si lo que venía después no concordaba con lo que aparecía en su mente.

Dos mormones subieron al tren y se instalaron en los asientos frente a ellos. Trajes negros. Cortes de pelo prácticos. Esas chapitas con sus nombres.

Mike se acercó a la oreja de Jamie para decirle:

—Quiero follarte la boca.

Aún se estaban riendo cuando entraron a trompicones en el piso de Jamie.

Mike lo empujó contra la pared y lo besó. Jamie sintió la polla de Mike endurecérsele bajo los pantalones. Deslizó las manos por debajo de la camiseta de Mike y vio, a través de la puerta de la salita, una lucecita roja que parpadeaba.

—Espera.

—¿Qué?

—El contestador automático.

Mike rió.

—Treinta segundos. Luego iré a por ti.

—Hay cerveza en la nevera —dijo Jamie—. El vodka y esas cosas están en el armario junto a la ventana.

Mike se despegó de él.

—¿Te apetece un canuto?

—Claro.

Jamie entró en la salita de estar y oprimió el botón.

«Jamie. Hola. Soy Katie —estaba borracha. ¿O le parecía borracha porque el propio Jamie lo estaba?—. Mierda. No estás, ¿no? Mierda».

No estaba borracha. Estaba llorando. Joder.

«En cualquier caso… las excitantes noticias de hoy son que la boda se ha cancelado. Porque Ray no cree que debamos casarnos.»

¿Era eso bueno o malo? Fue como ver empezar a moverse el tren de al lado. Lo hizo tambalearse un poco.

«Ah, y hemos ido a casa a pasar el fin de semana y papá está en cama porque tiene una crisis nerviosa. Me refiero a una de verdad, de esas con ataques de pánico y pesadillas sobre que vas a morirte y todo lo demás. Y mamá está pensando en dejarlo por aquel tío de la oficina.»

Lo primero que pensó Jamie fue que la propia Katie pasaba por alguna clase de crisis nerviosa.

«O sea que he pensado que más me valía llamarte porque tal como están yendo las cosas estos últimos días probablemente te has visto envuelto en algún espantoso accidente de carretera y la razón de que no contestes al teléfono es que estás en el hospital, o muerto, o te has ido del país o algo así… Llámame, ¿de acuerdo?»

Pip.

Jamie se quedó sentado un momento para asimilar aquello o para quitárselo de la cabeza o lo que fuera a hacer. Entonces se levantó y fue a la cocina.

Mike estaba encendiendo un porro en el fogón de la cocina. Se incorporó, dio una calada y aguantó el humo con la consabida expresión de sorpresa. Tenía aspecto de sentirse más o menos como Jamie.

Mike exhaló una bocanada.

—¿Quieres un poco?

Se iba a producir alguna escena horrorosa, ¿no? Arrastras a alguien hasta la otra punta de la línea de metro para un encuentro sexual que no tiene lugar y de repente tienes a un extraño decepcionado y musculoso en tu casa que ya no tiene motivos para mostrarse agradable contigo.

Se preguntó si Mike habría robado alguna vez un coche.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mike.

—Un problema familiar.

—¿Gordo?

—Ajá.

—¿Algún muerto? —Mike cogió un platillo del escurridor y apoyó el porro en el borde.

—No —Jamie se sentó—. No a menos que mi hermana mate a su prometido. O que mi padre se suicide. O que mi padre mate al amante de mi madre.

Mike se inclinó para asir el brazo de Jamie. Jamie tenía razón. Eran unas manos sorprendentemente fuertes.

Mike puso a Jamie en pie.

—En mi opinión profesional… necesitas algo para distraer tu mente —Mike lo atrajo hacia sí. Su polla seguía dura.

Por un breve instante Jamie imaginó que la desquiciada profecía de su hermana se convertía en realidad. Un forcejeo indecoroso. Jamie resbalando y partiéndose el cráneo contra la esquina de la mesa de la cocina.

Se apartó.

—Espera. Éste no es buen momento.

Mike le rodeó la nuca con una mano.

—Confía en mí. Te sentará bien.

Jamie hizo presión hacia atrás contra la mano de Mike, pero no cedió.

Entonces los ojos de Mike esbozaron aquella dulzura.

—¿Qué vas a hacer si me marcho? ¿Quedarte ahí sentado y preocuparte? Es demasiado tarde para llamar a nadie. Vamos. Un par de minutos más y no pensarás en nada fuera de esta habitación. Te lo garantizo.

Y una vez más fue como el salto en paracaídas. Pero todavía más intenso. La bruma del alcohol se disipó brevemente y a Jamie se le ocurrió que era por eso por lo que Tony lo había dejado. Porque Jamie siempre quería controlarse. Porque le daba miedo cualquier cosa distinta o indecorosa. Y cuando la bruma volvió a cernirse, a Jamie le pareció que tenía que acostarse con ese hombre para probarle a Tony que podía cambiar.

Dejó que Mike lo atrajera hacia sí.

Volvieron a besarse.

Rodeó con las manos la espalda de Mike.

Qué agradable era que lo abrazaran a uno.

Sintió que algo se derretía y resquebrajaba, algo que lo había tenido preso demasiado tiempo. Mike tenía razón. Podía dejarse ir, dejar que los demás resolvieran sus propios problemas. Por una vez en su vida podía vivir el momento.

Mike deslizó una mano hacia la entrepierna de Jamie y éste sintió que se le ponía dura. Mike desabrochó el botón y empujó hacia abajo la cinturilla de sus calzoncillos para rodear con la mano la polla de Jamie.

—¿Te sientes mejor? —preguntó Mike.

—Ajá.

Con la mano libre, Mike le ofreció a Jamie el canuto. Dieron una calada cada uno y Mike volvió a dejarlo en el platillo.

—Chúpamela —dijo Mike.

Y fue en ese instante cuando los ojos de Mike hicieron algo del todo distinto. Soltó la polla de Jamie y pareció mirar fijamente un objeto a kilómetros de distancia tras la cabeza de Jamie.

—Mierda —soltó.

—¿Qué? —preguntó Jamie.

—Mis ojos.

—¿Qué les pasa a tus ojos?

Mike negó con la cabeza. Gotitas de sudor empezaban a perlarle la frente, los brazos.

—Mierda. No veo nada como es debido.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que no veo nada como es debido —Mike se tambaleó hacia un lado y se dejó caer en una silla.

Katie tenía razón. Sólo que iba a pasar de una forma distinta. Era Mike quien iba a tener el ataque. Vendría una ambulancia. Él no tendría ni idea del nombre o la dirección de Mike…

Jesús. El porro. ¿Estaba bien enterrar un porro en el jardín mientras alguien tenía un ataque? ¿Y si Mike se ahogaba con su propia lengua mientras Jamie estaba fuera?

Mike se dobló por la cintura.

—Me he quedado ciego. Por Dios. Mi estómago.

¿Cómo que el estómago?

—Esos malditos langostinos.

—¿Qué? —exclamó Jamie, que empezaba a preguntarse, por segunda vez aquella noche, si Mike tendría algún problema mental.

—No te preocupes —dijo Mike—. Me ha pasado antes.

—¿El qué?

—Tráeme una palangana.

Jamie tenía el cerebro tan embotado que tardó un par de segundos en comprender a qué clase de palangana se refería Mike. Para cuando lo hubo comprendido, Mike había vomitado en el suelo delante de la silla.

—Oh, joder —dijo Mike.

Jamie se vio a sí mismo de pie en su cocina contemplando una gran tortilla de vómito con el pene sobresaliéndole de la cinturilla de los calzoncillos, y de repente se sintió fatal por haberse marchado del café antes de que llegara Ryan, incluso aunque Ryan llevara una mochila horrible y se estuviera quedando calvo, y supo que ése era su castigo. Y estar tenso y controlarse era malo, claramente malo, pero también tenía su lado bueno porque de haber estado tenso y haberse controlado todo eso no habría ocurrido.

Volvió a guardarse el pene en los calzoncillos.

—Lo siento muchísimo —dijo Mike.

Jamie abrió el cajón y le tendió el trapo con el dibujo del autobús de Londres que nunca le había gustado mucho.

Mike se enjugó la cara.

—Necesito ir al lavabo.

—Al final de las escaleras —indicó Jamie.

—¿Dónde están las escaleras? —quiso saber Mike.

Dios santo, si el tipo no veía nada.

Jamie ayudó a Mike a subir por las escaleras y volvió a la cocina para no tener que oler u oír lo que estaba a punto de pasar en el baño.

Deseó que Mike se fuera de su casa. Pero también le hacía falta ser buena persona. Y ser buena persona significaba no desear que Mike se fuera de su casa. Ser buena persona significaba cuidar de Mike. Porque cuando a una buena persona le pasaba una putada podía decir que se trataba de un accidente o de mala suerte. Pero cuando a una persona horrible le pasaba una putada sabía que era culpa suya y eso hacía la putada mucho mayor.

Se puso los guantes de goma que había debajo del fregadero. Sacó dos bolsas de Tesco del armario y metió una dentro de la otra. Extrajo la pala para servir postres del cajón de los cachivaches y se arrodilló para empezar a rascar el vómito del suelo y meterlo en la bolsa. No era una tarea agradable (la de arriba sería sin duda peor). Pero era bueno tener una tarea desagradable que llevar a cabo.

Penitencia. Ésa era la palabra que estaba buscando.

Oh, por Dios. El vómito se estaba metiendo en las ranuras entre los tablones.

Limpió el suelo con un par de trozos de papel de cocina y los tiró a las bolsas de Tesco. Llenó una jarra de agua jabonosa, frotó las ranuras con el cepillo de las verduras y luego tiró el cepillo de las verduras en las bolsas de Tesco.

Se oyó un ruido muy feo procedente del baño.

Vertió un poco de lejía en el suelo, frotó toda la zona con una bayeta y luego metió la bayeta en las bolsas junto con el cepillo de las verduras. Limpió la pala con una segunda bayeta y consideró, por unos instantes, dejarla toda la noche en remojo en una solución de lejía, pero se dio cuenta entonces de que probablemente no volvería a utilizarla y la tiró a las bolsas de Tesco con todo lo demás. Ató las asas de la bolsa de dentro, y luego las asas de la bolsa de fuera. Las metió entonces en una tercera bolsa por si perdían, ató las asas de esa tercera, se la llevó pasillo abajo, abrió la puerta principal y la tiró al cubo de basura.

Le llegó otro ruido feo del baño.

Quería a Tony. Le quedó de pronto dolorosamente claro. Aquellas estúpidas peleas suyas. Sobre la boda. Sobre los prismáticos. Sobre el ketchup. No significaban nada.

Iba a ir a casa de Tony. En cuanto resolviera todo eso. No importaba qué hora fuera. Le diría que lo sentía. Se lo contaría todo.

Irían a la boda juntos. No. Mejor incluso. Se llevaría a Tony a Peterborough la semana siguiente.

Sólo que papá tenía alguna clase de crisis nerviosa. Debería indagar un poco primero al respecto.

En cualquier caso, llevaría a Tony a Peterborough tan pronto como fuera posible.

Subió hasta el cuarto de baño y llamó suavemente a la puerta.

—¿Estás bien?

—No mucho —contestó Mike.

Incluso a través de la puerta no olía nada bien. Le preguntó a Mike si necesitaba ayuda con cierto temor, y sintió un alivio considerable al oírle decir:

—No.

—Imodium —dijo Jamie—. Tengo Imodium en el dormitorio.

Mike no dijo nada.

Varios minutos más tarde Jamie estaba sentado a la mesa de la cocina con una selección de medicamentos sin receta desparramados ante él, como si fuera un comerciante nativo esperando a los hombres del barco grande.

Imodium. Pastillas antiácidas. Paracetamol. Ibuprofeno. Aspirina. Antihistamínicos. (¿Estaban indicados los antihistamínicos en esa clase de reacción alérgica? No estaba seguro).

Puso la tetera y comprobó que tuviese a mano todos los tés y cafés necesarios. Había su buen medio litro de leche semidescremada en la nevera. No tenía batido de chocolate, pero sí una lata sin abrir de cacao de un proyecto de bizcocho fracasado.

Estaba totalmente equipado.

Al cabo de unos diez minutos oyó el chasquido de la puerta del baño al abrirse y luego las pisadas de Mike en los peldaños. Quedó claro que descendía con cierta cautela.

Una mano asomó en el marco de la puerta y luego Mike apareció trabajosamente ante su vista. No se le veía muy sano.

Jamie estaba a punto de preguntarle qué podía ofrecerle en cuanto a medicamentos y bebidas calientes cuando Mike dijo «Lo siento muchísimo» y se dirigió pasillo abajo hacia la puerta.

Para cuando Jamie se hubo puesto en pie Mike había cerrado la puerta del piso tras él. Jamie se detuvo. Ser buena persona significaba cuidar de la gente. No significaba tenerlos prisioneros. Y era obvio que Mike ya veía. O no se habría marchado.

¿O sí?

Jamie se acercó a la ventana y levantó el borde de la cortina para echar un vistazo a la calle. Estaba desierta. Era casi seguro que los ciegos no se movían con aquella rapidez.

Fue al piso de arriba. El cuarto de baño estaba impecable.

Todavía estaba demasiado borracho para conducir. Cogió las llaves y la chaqueta, salió del piso y cerró la puerta con llave.

Podría haber llamado a un taxi por teléfono, pero no quería esperar. Le llevaría media hora llegar hasta casa de Tony, pero necesitaba aire fresco. Y si despertaba a Tony… Bueno, eso era más importante que el sueño.

Emprendió el camino por los jardines de Wood Vale y cruzó Park Road delante del hospital. Había parado de llover y la mayoría de las luces estaban apagadas en las casas. En las calles había un turbio resplandor naranja y las sombras bajo los coches eran densas y negras.

Tony tenía razón. Había sido un egoísta. Uno tenía que llegar a algunos compromisos si quería compartir su vida con otra persona.

Cruzó Priory Road.

Llamaría a Katie a la mañana siguiente. Probablemente estaba exagerando las cosas. Lo cual era comprensible si ella y Ray pasaban por un mal momento. ¿Que su padre se estaba volviendo loco? ¿Que su madre se largaba? No sabía cuál de las dos cosas era más difícil de imaginar.

Un ciclista borracho pasó zigzagueando.

Que su padre se preocupara demasiado y su madre dijera que no podía soportar mucho más. Eso sí podía imaginarlo. Eso suponía una situación bastante normal.

Todo saldría bien. Todo tenía que salir bien. Iba a ir a esa boda con Tony pasara lo que pasase.

Estaba recorriendo Allison Road cuando un perro pequeño salió de la verja de un jardín. No, no era un perro. Un zorro. Ese trote ligero. Esa cola peluda.

Se oyó arrancar el motor de un coche y el zorro se deslizó en un callejón.

Llegó a Vale Road a las doce y media.

Su humor había mejorado con el paseo. Pensó en tratar de parecer triste, pero se dio cuenta de que era una idea estúpida. No quería que Tony volviera porque hubiese pasado una noche espantosa. Era la noche espantosa la que le hacía comprender que quería a Tony de vuelta. Para siempre.

Y ésa era una idea alegre.

Llamó al timbre y esperó treinta segundos.

Volvió a llamar al timbre.

Pasaron otros treinta segundos antes de que oyese pisadas. Tony abrió la puerta en calzoncillos. La expresión de sus ojos era dura.

—¿Jamie…?

—Lo siento —dijo Jamie.

—Tranquilo. ¿Qué ha pasado?

—No. Quiero decir que lo siento por todo. Todo lo demás.

—¿A qué te refieres?

Jamie se armó de valor. Debería haberlo planeado con un poco más de cuidado.

—Por hacer que te fueras. Por… mira, Tony, acabo de pasar una noche de mierda y me ha hecho comprender montones de cosas…

—Jamie, son las tantas de la noche. Mañana tengo que ir a trabajar. ¿De qué va todo esto?

Inspiración profunda.

—Te echo de menos —dijo Jamie—. Y quiero que vuelvas.

—Estás mosqueado, ¿no?

—No. Bueno, lo estaba. Pero ya no lo estoy… Oye, Tony. Lo digo en serio.

La expresión de Tony no cambió.

—Voy a volverme a la cama. Probablemente será buena idea que tú también te vuelvas a la cama.

—Tienes a alguien contigo ahí dentro, ¿no? —Jamie estaba empezando a llorar—. Por eso no me dejas entrar.

—Crece de una vez, Jamie.

—Joder.

Tony empezó a cerrar la puerta.

Jamie había asumido que Tony como mínimo lo dejaría entrar. Para que pudiesen hablar. Volvía a tratarse de ese egoísmo suyo. Pensando que todo el mundo estaría de acuerdo con su plan. Ahora lo veía. Pero se hacía muy difícil decir eso en medio segundo.

—Espera —cruzó el umbral para impedir que Tony cerrase la puerta.

Tony retrocedió un poco.

—Por Dios. Hueles a vómito.

—Ya lo sé —repuso Jamie—. Pero no es mi vómito.

Tony apoyó la palma de la mano en el pecho de Jamie y lo empujó de nuevo fuera del umbral.

—Buenas noches, Jamie.

La puerta se cerró.

Jamie permaneció allí de pie unos minutos. Deseó tenderse en la pequeña franja de cemento junto a los cubos de basura y dormir hasta la mañana para que Tony lo viese al salir y sintiera lástima. Pero se percató de inmediato de que eso era tan estúpido, autocompasivo e infantil como el resto de su plan estúpido, autocompasivo e infantil.

Se sentó en el bordillo y lloró.

Un pequeño inconveniente
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