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Katie echó al buzón las invitaciones, le dejó un mensaje a Jamie y volvió a sentarse a la mesa.
Tenía deseos de romper algo. Pero no le estaba permitido romper cosas. No después de la bronca que le había echado a Jacob por darle una patada al aparato de vídeo.
Cogió el cuchillo grande y apuñaló la tabla del pan siete veces. Cuando lo hizo por octava vez la hoja se rompió y se cortó el borde de la mano con el extremo partido que sobresalía de la tabla del pan. Había sangre por todas partes.
Se envolvió la mano en papel de cocina, sacó la lata del botiquín, pegó un par de tiritas grandes sobre el corte y luego limpió un poco y tiró el cuchillo roto.
Era obvio que no iba a poder dormir. La cama significaba acostarse junto a Ray. Y el sofá significaba admitir la derrota.
¿Quería a Ray?
¿O no lo quería?
No había comido nada desde las cuatro. Puso la tetera. Sacó un paquete de galletas Maryland con trocitos de chocolate, se comió seis de pie, se mareó un poco y volvió a dejar el resto en el armario.
¿Cómo podía Ray dormir en momentos como ése?
¿Lo había querido alguna vez? ¿O era sólo gratitud? Porque se llevaba tan bien con Jacob. Porque tenía dinero. Porque podía arreglar cualquier máquina bajo el sol. Porque la necesitaba.
Pero, mierda, ésas eran cosas reales. Hasta el dinero. Por Dios, podías amar a alguien que fuera pobre e incompetente y compartir con él una vida que se tambaleara de un desastre al siguiente. Pero eso no era amor, era masoquismo. Como Trish. Si elegías ese camino acababas viviendo en una choza en Snowdonia mientras Mister Vibroterapia tallaba dragones a partir de troncos.
A ella le importaban un carajo los libros y las películas. No le importaba lo que pensara su familia.
Así pues, ¿por qué se le hacía tan difícil decirle que lo quería?
Quizá era porque había entrado en aquella cafetería como Clint Eastwood y había tirado un cubo de basura en la calle.
En realidad, ahora que lo pensaba, Ray tenía más cara que espalda. Desaparecía tres días. Ni siquiera le hacía saber que seguía vivo. Entonces se plantaba en casa, se disculpaba un par de veces, decía que ya no había boda y esperaba que ella dijese que lo quería.
Tres días. Por Dios.
Si querías ser padre, tenías que mostrarte bastante más responsable, joder.
A lo mejor no debían casarse. A lo mejor era una idea ridícula, pero si él iba a intentarlo y a culparla a ella…
Dios. Eso le hacía sentirse mejor. Le hacía sentirse mucho mejor.
Dejó la taza y marchó escaleras arriba para despertarlo y cantarle las cuarenta.