119
Katie se ocupó de maquillarse y dejó que Sarah negociara con Jacob.
—Me temo que realmente tienes que venir.
—Quiero quedarme aquí —dijo Jacob.
—Te quedarás solo —explicó Sarah.
—Quiero quedarme aquí —insistió Jacob.
Aún no era una pataleta, sólo reclamaba un poco de atención. Pero tenían que impedir que la cosa fuera a más.
Y Sarah tenía probablemente más posibilidades que Katie. Una incógnita. Menos influencia.
—Quiero irme a casa —dijo Jacob.
—Va a haber una fiesta —explicó Sarah—. Va a haber tarta. Sólo tienes que aguantar un par de horas.
¿Un par de horas? Era obvio que Sarah no estaba muy al tanto de cómo medían el tiempo los niños. Jacob era prácticamente incapaz de distinguir entre la semana anterior y la extinción de los dinosaurios.
—Quiero una galleta.
—Jacob… —Sarah le agarró la manita y la acarició. De haber hecho eso Katie bien podía haberla mordido—. Ya sé que no tienes aquí tus juguetes y tus vídeos y a tus amigos. Y sé que todo el mundo está ocupado y no puede jugar contigo en este momento…
—Te odio —dijo Jacob.
—No, no me odias —repuso Sarah.
—Sí —insistió Jacob.
—No, no me odias —dijo Sarah.
—Sí —repitió Jacob.
—No, no me odias —volvió a decir Sarah, que parecía estar llegando al final de su repertorio.
Por suerte, la atención de Jacob se vio desviada porque entró Ray y se dejó caer sobre la cama.
—Dios nos pille confesados.
—¿Qué pasa? —preguntó Katie.
—No estoy seguro de que en realidad quieras saberlo.
—Cuéntamelo —pidió Katie—. No me vendría mal un poco de diversión.
—No estoy seguro de que esto cuente como diversión —repuso Ray con tono inquietantemente sombrío.
—Quizá deberías contármelo más tarde —dijo Katie—. Cuando no ronden por aquí ciertas personas.
Sarah se puso en pie.
—Bueno, jovencito. Vamos a jugar al escondite. Si consigues encontrarme en diez minutos te ganas veinte peniques.
Jacob salió de la habitación casi al instante. Estaba claro que Sarah sabía más sobre cómo manejar a los niños de lo que Katie le había reconocido.
—¿Y bien? —le preguntó a Ray.
—Supongo que vas a enterarte tarde o temprano —repuso Ray incorporándose hasta sentarse.
—¿Enterarme de qué?
—Tu padre se ha largado.
—¿Que se ha largado? —Katie dejó de maquillarse.
—Empezaba a tambalearse un poco. Ya sabes, como la última vez que estuvimos aquí. Supongo que está un poco tenso por la boda. Jamie ha llamado a un médico…
—¿A un médico…? —a Katie le dio vueltas la cabeza.
—Pero cuando llegó aquí tu padre había desaparecido. De manera que Jamie ha ido en su busca.
—Así pues, ¿dónde está ahora papá? —la propia Katie se tambaleaba un poco en ese momento.
—Oh, ha vuelto. Dice que sólo salió a dar un paseo y se encontró con Eileen y Ronnie. A lo mejor es verdad. Pero yo estaba en la cocina cuando volvió y pasó más o menos a Mach 3.
—¿Se encuentra bien? —quiso saber Katie.
—Eso parece. Su médico de cabecera le mandó unos Valium.
—No irá a tomarse una sobredosis o algo así…
—No lo creo —repuso Ray—. Se ha tomado un par. Parecía contento sólo con sostener el frasco.
—Por Dios —se lamentó Katie y respiró profundamente unas cuantas veces, esperando a que el corazón le latiera más despacio—. ¿Por qué no me lo ha contado nadie?
—Jamie no quería preocuparte.
—Debería ir a hablar con papá.
—Tú te quedas aquí —Ray se levantó, se acercó a Katie y se arrodilló ante ella—. Probablemente es mejor fingir que no sabes nada.
Katie le agarró la mano a Ray. No supo si reír o llorar.
—Dios. Se supone que es el día de nuestra boda.
Entonces Ray dijo algo muy acertado. Que la pilló desprevenida.
—Nosotros no somos más que las figuritas encima de la tarta. De lo que tratan las bodas es de las familias. Tú y yo tenemos el resto de nuestras vidas juntos.
Y entonces Katie sí que lloró un poco.
Y Ray soltó:
—Oh, mierda, Jamie. Todavía anda buscando a tu padre. ¿Tienes su número de móvil?