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Cuando Jamie llegó a casa del trabajo llamó a Tony. No hubo respuesta. Llamó al móvil y dejó un mensaje pidiéndole que lo llamara.

Recogió la cocina y cenó viendo una película sobre un caimán gigante en un lago en Maine. Tony no lo llamó.

Llamó a casa de Tony a primera hora de la mañana siguiente. No hubo respuesta. Lo llamó al móvil a la hora de comer y dejó otro mensaje, tan simple y directo como le fue posible.

Fue a nadar después del trabajo para no estar esperando la llamada de Tony. Hizo sesenta largos y salió para sentirse agotado y relajado durante cinco minutos enteros.

Probó a llamar otra vez a su casa cuando volvió, pero sin éxito.

Estaba tentado de acercarse hasta allí y llamar a la puerta. Pero empezaba a pensar que Tony lo estaba evitando y no quería otra escena.

No era tristeza. O no se parecía a ninguna tristeza que hubiese sentido antes. Era como si alguien se hubiese muerto. No era más que algo que había de vivirse con la esperanza de que fuera volviéndose poco a poco menos doloroso.

Continuó llamando, cada mañana y cada noche. Pero ya no esperaba respuesta. Era un ritual. Algo que le daba forma al día.

Se había refugiado en una pequeña habitación en algún recóndito lugar de su mente y funcionaba con piloto automático. Se levantaba. Iba a trabajar. Volvía a casa.

Imaginaba que cruzaba la calle sin mirar y lo atropellaba un coche y no sentía dolor alguno, ni sorpresa, ni nada, de hecho, sólo una especie de interés distante en lo que le estaba ocurriendo a esa persona que en realidad ya no era él.

Al día siguiente recibió una llamada sorpresa de Ian y quedó con él para tomar una copa. Se habían conocido diez años atrás en una playa de Cornualles y se percataron de que vivían a cuatro manzanas uno del otro en Londres. Estudiaba para ser veterinario. El pobre tipo salió del armario a los veinticinco, dio positivo tras cuatro años de monogamia, cayó en picado y empezó a cometer un lento y caro suicidio a base de cigarrillos, alcohol, cocaína y sexo caótico hasta que perdió un pie en un accidente de motocicleta, se pasó un mes en el hospital y desapareció en Australia.

Jamie había recibido una postal de un wombat unos meses después en que le decía que las cosas iban mejorando, y luego nada durante dos años. Ahora había vuelto.

Estaría pasándolo mucho peor que Jamie. O lo estaría llevando con estoicismo. Fuera como fuese, un par de horas en su compañía prometían hacer que los problemas de Jamie pareciesen manejables en comparación.

Jamie llegó tarde y se sintió aliviado al descubrir que era el primero. Estaba en el proceso de conseguir una cerveza, sin embargo, cuando un hombre esbelto y bronceado de apretada camiseta negra y sin cojera apreciable dijo «Jamie» y lo envolvió en un abrazo de oso.

Y durante quince o veinte minutos todo fue a las mil maravillas. Estuvo bien enterarse de cómo Ian le había dado la vuelta a todo. Y sus historias sobre estrafalarias enfermedades equinas y grandes arañas eran verdaderamente divertidas. Entonces Jamie le habló de Tony, e Ian sacó el tema de Jesús, algo que no pasaba con mucha frecuencia en los bares. No estaba completamente majareta con la cuestión. Lo hacía sonar más bien como si fuera alguna nueva dieta asombrosa. Pero asociado con el cuerpo nuevo resultaba desconcertante.

Y cuando Ian se fue a mear, Jamie se encontró mirando a dos hombres en el otro extremo de la barra, uno vestido de demonio (malla entera de velvetón rojo, cuernos, tridente) y el otro de ángel (alas, túnica blanca, falda abombada), que iban sin duda de camino a una fiesta de disfraces con el cowboy de la barra (zahones, espuelas), pero que hicieron sentir a Jamie como si se hubiese tomado alguna droga poco recomendable, o como si lo hubiesen hecho todos los demás. Y se dio cuenta de que se suponía que tenía que sentirse como en casa en ese sitio, pero no era así.

Entonces Ian volvió a la mesa y captó la inquietud de Jamie y cambió de tema para hablar de su vida amorosa más bien activa, que parecía contraria a la mayor parte de la doctrina cristiana hasta la fecha tal como la entendía Jamie. Jamie empezaba a sentirse ofuscadamente incomprendido, como le pasaba a la gente mayor cuando se les hablaba de Internet y se preguntó si sería sólo que no estaba al día de lo que pasaba últimamente en las iglesias.

Se fue a casa tras una despedida un poco violenta de Ian en la que le prometió considerar en serio la posibilidad de acudir a una reunión evangélica en King’s Cross, e Ian le dio otro abrazo de oso y Jamie se dio cuenta de que era un abrazo cristiano, no uno real.

Varias horas después tuvo un sueño en que perseguía a Tony por una serie interminable de habitaciones interconectadas, algunas de su antigua escuela, otras de propiedades que había vendido a lo largo de los últimos años, y gritaba pero Tony no lo oía y Jamie no podía correr por culpa de las minúsculas criaturas en el suelo, como crías de pájaro con caras humanas, que maullaban y chillaban cuando las pisaba.

Cuando por fin se despertó a las siete se encontró yendo derecho al teléfono para llamar a Tony. Se contuvo justo a tiempo.

Iba a solucionarlo. Se acercaría a casa de Tony después del trabajo. Daría su opinión. Le cantaría las cuarenta por no contestar al teléfono. Averiguaría si se había mudado. Lo que fuera. Sólo por ponerle fin a toda esa espera.

Un pequeño inconveniente
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