Prólogo

Lago Como, Italia, en la actualidad


Dicen que abrir un libro es traspasar las puertas de una vida, conocer sus intrínsecos secretos, los más profundos pensamientos de una mente inquieta y penetrar en el corazón del autor. En tal caso, abrir las ajadas páginas de un añejo diario y posar los ojos y los sentidos en su sesgada caligrafía no solo representaba adentrarse en las reflexiones y las vivencias de un ser que un día sintió la necesidad de dibujarlas con tinta, sino sumergirse en su mundo, penetrar en su alma y revivir de algún extraño modo lo que él vivió, en este caso, ella, Alonza di Pietro.

Desplacé perezosamente mis dedos por la rugosa cubierta de piel, sintiendo su suavidad y su tibieza como una tentadora invitación a descubrir los secretos que tan celosamente había guardado durante cuatro siglos, y suspiré queda.

Desde pequeña había oído aquel famoso rumor sobre el diario de mi antepasada. Y, aunque en la familia nadie sabía dónde se encontraba (mis padres se llevaron el secreto de su paradero a la tumba el día que perecieron en aquel trágico incendio cuando yo apenas contaba con doce años), la muerte de mi abuela lo había traído a mis manos.

Era parte de mi herencia, eso y una ingente cantidad de deudas que amenazaban con embargar la única propiedad que era mía, la casa donde nací en la ribera del lago Como, en Lombardía, al norte de Italia.

Junto con el libro, una carta manuscrita de mi abuela Ornella, que había memorizado de tanto releerla. Y, aunque las lágrimas empañaban mi vista por una mujer que nunca había estado presente en mi vida, saberla viva me reconfortaba de algún modo, haciéndome sentir menos sola en el mundo.

Cerré los ojos un instante y tras ellos refulgió la elegante grafía de aquella misiva:

Querida Alessia:

 

Esta es la primera y la última vez que me dirijo a ti. No puedo llamarte nieta, pues no me gané ese derecho. Fracasé en la vida de mil maneras, pero las que más lamentaré fueron mis facetas de madre y abuela.

A menudo me he preguntado, tras leer el diario, si de verdad corre sangre de Alonza por mis venas y, si es así, por qué no tuve el coraje suficiente para pedir perdón y luchar por tu madre, preguntas que perdieron su sentido cuando ella murió. No creas que no sentí la tentación de irrumpir en tu existencia y darte quizá el cariño que no pude darle a tu madre, pero una vez más la vida me privó de esa oportunidad, por motivos que ya es inútil mencionar.

Si estás leyendo esto, mi cuerpo ya reposa frío bajo una losa. Y, aunque nada puedo enmendar, puedo dejarte en herencia este libro, la historia de Alonza di Pietro, una mujer aguerrida y valerosa, libertina y tenaz; una cotizada cortesana veneciana de la que dicen encandiló a los más altos mandatarios de la Serenísima allá por el siglo XVII digna sucesora de Veronica Franco, la más famosa cortigiana onesta de la época.

Ella, nuestra antepasada, encriptó una ubicación dentro de este diario, la de un tesoro que escondió al final de su vida. Jamás nadie ha logrado descifrar el enclave. Yo dediqué gran parte de mi vida a su investigación, utilizando numerosos códigos y consultando a expertos criptógrafos con un único motivo: recuperar a mi hija.

No obtuve ningún resultado remotamente alentador siquiera. Hasta que un buen día, en una de mis relecturas, uniendo las primeras letras del último párrafo, un nombre iluminó una pista: Poveglia, la isla del no retorno. Aquel descubrimiento llegó tarde, pero me otorgó una pequeña victoria, amarga por aparecer en los albores de mi muerte. No obstante, y con todos los sentidos aguzados, efectué una última revisión del diario. Y, así, en el final de mi vida, devastada por una enfermedad que me confinó a una cama durante años, hallé algo que había pasado por alto en mi afán de encontrar el tesoro: orgullo. Un orgullo que perdí aquel aciago día en que abandoné a mi hija, erróneamente convencida de que era lo mejor para ella. Alonza consiguió ese milagro, y que por primera vez tras tantos y sufridos años mis labios se curvaran en una sonrisa plena, estirando mi mortecina alma con un leve atisbo de dicha.

No sé si lograrás encontrar el tesoro, pero de lo que estoy segura es de que descubrirás en tu interior a la Alonza que todas llevamos dentro.

A pesar de mis mermadas capacidades, conseguí procurarte un contacto para que puedas acceder a la isla de Poveglia en Venecia si decides embarcarte en la búsqueda. Se llama Luca Vandelli (te dejo su teléfono junto con la carta), está al tanto de todo y es de mi entera confianza. La isla, como ya sabrás, es aterradora y tiene una extensión de 75.000 metros cuadrados, su visita está prohibida y se considera un lugar maldito. No sé siquiera si hallaréis pistas sobre el emplazamiento preciso del tesoro, lo que sí sé es que hay que tener mucho valor para adentrarse en ella.

 

P. D. No pido perdón, ni tan siquiera comprensión. Solo espero que este diario te ayude a entender que el destino puede forjarse con cada acción, por pequeña que esta sea. Lucha tu vida, Alessia, jamás te des por vencida, para que, cuando te enfrentes al juicio final, te hayas equivocado en tus decisiones o no, al menos te quede la satisfacción de haber vivido guiada por tu corazón. Y, como bien recalcó la gran Alonza, cuanta más negrura te rodea, más luz debes sacar de tu interior.

 

Ornella, la mujer que siempre te tuvo en su pensamiento y en su corazón

Respiré hondo y sentí el irrefrenable impulso de abrazar aquel diario contra mi pecho, quizá así el desolador vacío que ahora gobernaba mi vida se empequeñeciera un instante, el justo para tomar aliento y despejar mi mente. ¿Encontraría entre esas páginas una sola razón que me anclara a la vida, ahora que la muerte se me antojaba tan atractiva?

Mi marido me había abandonado por una mujer más joven y hermosa. Tras haber descubierto en mi buzón un sobre anónimo con fotos de ellos juntos, la discusión dio paso a verdades muy duras, y no hizo falta que lo echara de mi lado. Mi deseo de ser madre se había esfumado tras innumerables y frustrados tratamientos médicos. Los acreedores me acechaban cual buitres carroñeros, y mi trabajo de agente inmobiliaria había decaído alarmantemente. Los que decían llamarse amigos, tras la consabida palmadita consoladora en la espalda y fútiles palabras de ánimo, se habían ido alejando progresivamente, consiguiendo que la palabra soledad adquiriera una magnitud aterradora.

Me acomodé en mi confortable sillón de orejas y miré hacia la ventana, desde la que se veía el lago Como, cuya salvaje belleza siempre me había subyugado.

En esa gran masa de agua espejada, donde se refleja el cielo, donde espesas nubes blancas se esponjan acarameladas, donde el verdor de las montañas colorea sus orillas y donde las quillas de las embarcaciones cortan en lineales surcos su apacible superficie, siempre había hallado solaz. No obstante, hacía tiempo que ni siquiera su contemplación caldeaba mi aterida alma. Nada parecía llamar ya mi atención, nada estrujaba mi corazón y nada levantaba mi ánimo, que, por el contrario, se apagaba con el transcurrir de los días.

Solía levantarme cada día a la misma hora, como una autómata, a pesar de no tener que ir a trabajar. Me obligaba a salir a pasear, saludando a quien me encontrara en el camino, como un acto mecánico, componiendo en mi hierático semblante algo parecido a una sonrisa solo por evitar preguntas incómodas de mis curiosos vecinos. Recorría el sendero que bordeaba el lago sin apenas apercibirme de mi alrededor. A veces me sentaba en este mismo sillón, con un libro entre las manos, incapaz de leer; simplemente dejaba vagar mis ojos por las letras impresas perdiendo mi atención en ellas sin captar su sentido. O miraba por esa misma ventana durante horas, sin ver realmente, sumida en mis pensamientos, la mayoría de ellos funestos.

Tras meditar mucho sobre mi preocupante apatía, descubrí que no solo me pesaba el cuerpo, sino algo más profundo: el alma, la vida en sí. Resurgiendo de mi interior, un único e impetuoso anhelo: recuperar la liviandad, liberándome de mi corporeidad. Así dicho no sonaba tan siniestro, pues nombrar a la muerte como salvadora resultaba como poco desconcertante. Tampoco sonaba a un acto de cobardía, pues no era una rendición, era alcanzar una meta, elevada a mi parecer.

Como bien decía Ornella en su carta, equivocada o no, mi última decisión antes de partir de este mundo sería conocer la vida de Alonza di Pietro y embarcarme en mi última aventura.

Un claxon me arrancó de mis pensamientos. Abrí mi amplio bolso de mano y metí el viejo diario dentro, agarré mi maleta de ruedas y avancé traqueteando hasta la salida, descubriendo a cada paso que aquel viaje sembraba en mí una curiosidad vivificadora.

El taxi me aguardaba en marcha, el conductor me dedicó una cordial sonrisa y se apresuró a bajar del vehículo para abrirme el maletero.

Le cedí el equipaje y me adentré en el asiento trasero. Al cabo, él ocupó su asiento, se giró casi completamente hacia mí, dirigiéndome una mirada escrutadora, y alzó una ceja aprobador.

—Buenos días, señora, un día maravilloso para viajar, ¿qué ciudad tendrá el gusto de verla llegar?

Sonreí ante la originalidad de su saludo, en vez del habitual y seco «¿Adónde?».

—Espero que me vea llegar Venecia, pero con que me deje en la estación de San Giovanni es suficiente.

Me guiñó un ojo, chasqueó la lengua, se volvió al frente y arrancó con cierta brusquedad pisando el acelerador, pegándome así al respaldo. Me sobresalté y aferré con fuerza mi bolso, como si fuera mi airbag particular.

—Imagino que lleva prisa, ¿no?

—No, prefiero que Venecia me vea llegar, aunque pierda el tren hoy.

El hombre soltó una risotada y desaceleró en el acto pasando a una velocidad más moderada.

Y en esa última frase dicha por mí descubrí un hálito de esperanza por una vida que ya había dado por perdida.