CAPÍTULO 14
SOMBRAS ACECHANTES
Cerré el diario y separé los labios en busca de una buena bocanada de aire.
¡Maldita fuera, sentía en carne propia la angustia y el dolor de Alonza! Me levanté de la cama y abrí la ventana. Ver el mundo bullir ante mí me devolvió a mi propia realidad. Parpadeé, y las lágrimas acumuladas se derramaron por mis mejillas.
Ese diario debía de haber sido preso de algún conjuro, porque no era normal que me atrapase con tan vívida intensidad y me metiera de un brusco empujón no solo en la Venecia de aquella época, sino en la piel de Alonza. Quizá Luca llevara razón y de algún modo incomprensible hubiera un vínculo mágico entre mi antepasada y yo. Porque, cada vez que abría el libro, sin duda me convertía en ella.
Sentí la necesidad de seguir leyendo. Pensar que Alonza había perdido a Lanzo me estrujaba el corazón. Él no podía haber muerto, deseé con toda mi alma que el destino los reuniera de nuevo. Pero aquello no era una simple novela, era el diario de una vida, una que estaba resultando muy trágica. Y, entre aquella angustiosa amalgama de emociones diversas, una cuestión titiló luminosa como la marquesina de un hotel. Si en realidad yo era su descendiente, aquella partera se había equivocado y Alonza había tenido hijos.
Respiré hondo repetidas veces, apoyada en el alféizar, contemplando el atardecer en el Gran Canal.
Un enorme orbe rojizo salpicó de cobre las oscuras aguas, silueteando las embarcaciones con un hilo de oro. Sobre las cúpulas de iglesias y palacios renacentistas, un lienzo de colores cambiantes se desdibujaba ante mis ojos. Añiles, rosados, azules y dorados se entretejían en artístico capricho, subyugando con su belleza. Permanecí un largo instante embebida en aquel ocaso cautivador, absorbiendo con deleite la inolvidable postal.
Sentí el impulso de perderme en Venecia, de recorrer sin rumbo sus calles, de fundirme en su noche y de revitalizar mis constreñidas emociones. Y eso haría, me dije. Cenaría en el hotel y pasearía hasta agotarme.
Necesitaba meditar sobre aquella nota. Por un lado, no podía negarme a mí misma que deseaba ver a Luca, y, por otro, me sentí en la obligación de controlar aquella aguda y repentina inclinación por alguien que en realidad no era más que un extraño.
Caminé disfrutando de cada paso, admirando la magia que rezumaba cada rincón penumbroso, cada encantador puente y cada añejo adoquín bajo mis pies. Doblaba recodos sin pararme a pensar qué dirección tomar, mientras escuchaba el eco de mis pasos rebotando en las piedras y perdiéndose en la noche. Era tarde, y la partida de los turistas, muchos de ellos alojados en Mestre, habían descongestionado la ciudad. Los que se hospedaban en ella, agotados de tanto explorar, se habían retirado a descansar, dejándonos a los pocos viandantes la mejor parte de Venecia. Esa parte, oculta, misteriosa y romántica, que emergía cuando la luna y la soledad eran los únicos testigos de nuestros pasos.
Recorrí las estrechas callejuelas hasta que, de repente, descubrí que un eco de pasos tras de mí perduraba tomara el camino que tomase. Me detuve, fingiendo buscar algo en el bolso, y aproveché para mirar hacia atrás. Detecté una sombra que de inmediato se paró y se ciñó a la pared, buscando el cobijo de la oscuridad.
Una serpenteante y escurridiza sensación recorrió mi espina dorsal.
Alguien me seguía.
Cuando me puse a caminar de nuevo, agilicé el paso y me crucé el bolso por delante. Tras varios giros, no me cupo ninguna duda de que aquella sombra buscaba algo de mí. Repasé mentalmente el callejero del centro de Venecia intentando ubicarme. Pero de noche todo adquiría una dimensión diferente, y más cuando el miedo comenzó a medrar en mi cabeza. A cada paso, intentaba barajar mis posibilidades ante un ataque, y aunque mi pulso se aceleraba con solo imaginarlo, mi mejor opción sin duda era correr. Salí a una gran plaza que me resultó familiar y entonces reconocí la basílica que había en ella: Santa Maria dei Frari. Sentí un innegable alivio al saberme próxima al domicilio de Luca.
No me detuve a pensar por qué mi inconsciente había guiado mis pasos hasta allí, solo atravesé aquella gran plaza con toda la celeridad posible sin llegar a correr. Cuando miré tras de mí, no vi nada ni a nadie sospechoso. Estaba completamente sola. No aminoré el paso. Cuando llegué a la fachada de la tienda de antigüedades, sin iluminación ya a aquella hora, me adentré temerosa por el angosto callejón donde Luca tenía el acceso directo a su apartamento. Una trémula farola de gas apenas iluminaba el rodal donde se hallaba la puerta. Escruté la entrada del callejón rezando por no ver a nadie corriendo hacia mí. Llamé con urgente insistencia al timbre, sin dejar de mirar a ambos lados. Todo a mi alrededor eran sombras acechantes que se me antojaban peligrosas.
Una voz opaca me sobresaltó.
—¿Quién es?
—Yo, Alessia —respondí acercando mi boca al altavoz del portero automático.
Un sonido vibrante me anunció que la puerta estaba abierta, la empujé veloz y me adentré en el inmueble, apoyándome jadeante en ella al tiempo que dejaba escapar el aliento contenido. Necesitaba recuperar la calma antes de subir aquella sinuosa escalera de caracol.
Una luz azulada de emergencia guio mis pasos en cada escalón. No tardé en ver una luz brillante, asomada al resquicio de una puerta entreabierta.
Una alta silueta se recortó contra ella.
Se ladeó para dejarme pasar y entonces reparé en que llevaba el cabello oscuro revuelto y, como única vestimenta, unos livianos pantalones de pijama. Su expresión, aparte de extrañada, poseía un insólito tinte complacido.
—Curiosas horas para un respiro —saludó guiándome al interior de su casa.
Tras recorrer un largo pasillo, llegamos al salón. A la tenue luz de una lámpara de mesa, su imagen cortaba el aliento. Su pecho atrajo mi mirada como una mariposa revoloteando ante un candil. Sus pectorales marcados, pero no en exceso, adornados por un ligero vello oscuro entre ellos, su vientre firme y acerado y unos oblicuos que se perdían en la cinturilla de su pijama ejercieron el suficiente influjo en mis sentidos para no poder no solo articular palabra, sino también, y para mi completa turbación, escuchar su frase.
Cuando logré apartar la vista de su pecho y lo miré, la vergüenza encendió mis mejillas ante su divertida expresión. Tenía una ceja alzada con aguda picardía y sus carnosos labios se curvaron en una sonrisa torcida que sacudió mis sentidos de nuevo.
Me sentí ridícula e inmadura y me aparté de él hacia la ventana que daba al patio interior, deseando que el frescor de la noche eliminara el rubor de mis mejillas.
Lo noté tras de mí y todo mi cuerpo se tensó. La visible atracción que ese hombre ejercía sobre mí comenzaba a ser un problema.
—Yo… he salido a dar un paseo.
Se puso a mi lado, estiró sus fuertes brazos y agarró el marco con ambas manos para asomarse. Lo miré de soslayo por temor a seguir revelando todo lo que provocaba en mí.
—Podría haberte acompañado. Venecia no es tan segura como se piensa.
Su voz… En el completo silencio de la noche, su voz sonó diferente, ¿o acaso la estaba modulando con ese sensual deje rasgado a propósito?
—Acabo de comprobarlo.
Luca se giró alarmado hacia mí y me miró inquisitivo. La azulada plata de la luna lo bañaba por entero.
—¿Te han atracado?
Negué con la cabeza. Me tomó por los brazos encarándome a él. Mis ojos se perdieron en los suyos, como se perdieron mis palabras en mi garganta.
En su penetrante inspección, aparte de temblar entre sus brazos como una hoja, percibí que mi cercanía también lo turbaba. Sus oscuros y brillantes ojos se posaron en mis labios con tanta intensidad que me estremecí.
—Estoy… bien —logré balbucear.
Pasó el dorso de su dedo índice por mi rostro, recorriendo el óvalo sin apartar los ojos de mi boca.
—Estás temblando —comprobó mirándome con preocupación.
Y en efecto lo hacía, pero zarandeada por todo lo que estaba provocando en mis sentidos.
Atrapados en aquel momento, ninguno fue capaz de hablar con otra cosa que no fueran los gestos.
El cosquilleo de su dedo logró arrancarme un exiguo gemido sofocado que hizo que Luca se mordiera contenido el labio. Hice ademán de apartarlo, pero mis palmas se quedaron adheridas a aquel vasto pecho cálido y acanelado. El contacto nos afectó a ambos por igual. Él se estremeció y yo deseé repasar aquel magnífico pecho como él lo había hecho con mi rostro.
Sentí cómo deslizaba los brazos hasta mis caderas, atrayéndome hacia sí. Apenas opuse resistencia cuando me ciñó a su cuerpo. La rotundidad de su torso, el calor que desprendía, ese aroma a esencia masculina, la intensidad de su mirada… vencieron con aplastante facilidad las pocas reservas que me quedaban en pie.
Cuando se inclinó hacia mi boca, la entreabrí tan ansiosa como él por colmar el hambre que nos dominaba.
Deseaba fervientemente ese beso, necesitaba urgentemente su calor.
La tersura de sus labios rozó los míos varias veces, jugando con ellos, aumentando mi hambre. La punta de su lengua los resiguió, me dejé hacer completamente cautivada por su melosidad. Mordisqueó suavemente mi labio inferior, lo succionó, lo lamió y lo frotó logrando que gimiera impaciente. Abrí la boca esperando su incursión, pero él se apartó con una mirada ladina que me erizó la piel.
Se puso detrás de mí y me aprisionó contra el alféizar. Sentí la dureza de su deseo contra mis nalgas. Mi liviano vestido de verano no restó rotundidad al gesto.
Me estremecí ante las hogueras que ese hombre estaba encendiendo en mí.
Sus grandes manos se deslizaron por mis caderas y mis costados para terminar subiendo por mis brazos, bajando los tirantes por mis hombros. Llevaba la melena recogida en una cola alta, y él tomó mi cabello y lo enrolló en su puño. Depositó un beso en mi nuca y me obligó con suavidad a inclinar la cabeza hacia atrás. Entonces mordió mi cuello y yo gemí ardiente. Apresó el lóbulo de mi oreja y lo lamió pausado, consiguiendo que se me gelatinizaran las rodillas. Luego deslizó la lengua por el lateral de mi cuello, por la clavícula y la curva de mi hombro, besando con tan entregado y apasionado deleite que sentí cómo todo mi cuerpo se convertía en lava fundida. Su otra mano se engarzó en mi garganta mientras su boca trazaba el mismo recorrido de húmedos besos hasta regresar a mi oreja.
—No imaginas la de veces que he soñado con besarte así…
Su grave susurro se filtró entre aquella nube de deseo que me abotargaba como una caricia más.
Giré el rostro buscando su boca desesperada por sentirlo en ella, pero no me dejó. En cambio, me obligó a mirarlo, a ver el tórrido fuego que crepitaba en sus ojos oscuros. La tensión de su rostro, estirada por un latente deseo contenido, azuzó esas hogueras, que ya lamían devoradoras cada rincón de mi ser.
—Luca… —gemí sufrida.
—He esperado mucho para oír mi nombre de tus labios, pero ni en el mejor de mis sueños sonaba así.
Mordió mi barbilla y su mano abierta descendió de mi garganta hasta mi escote, filtrándose por él. Sentí la punta de sus dedos introducirse en mi sostén y rozar mi pezón y exhalé un largo gemido placentero que él se apresuró a atrapar con su boca.
Me besó con tal desesperación que sentí todo mi cuerpo deshaciéndose ante su urgencia. Su lengua recorrió cada recoveco de mi boca, enredándose en la mía. Me saboreó con tal avidez que mi entrepierna, ya húmeda, se contrajo ansiosa.
Su mano arrastró vestido y sostén hacia abajo liberando mis senos, acariciándolos con denodada pasión, sin dejar de besarme. Con su otra mano enredada en mi coleta, manejaba mi cabeza a su antojo. Me apartaba para mirarme, para embeberse de mis inflamados labios, antes de tomarlos de nuevo.
Allí, contra la ventana abierta, mi espalda recostada contra su cuerpo, siendo acariciada y besada por aquel brujo de ojos mágicos, perdí todo contacto con el mundo. Solo fui consciente de una única cosa: lo quería dentro de mí.
Intenté revolverme para ponerme frente a él, pero de nuevo no me lo permitió. Continuó volviéndome loca con sus besos flamígeros en el cuello, la nuca y los hombros, con sus dedos apresando mis pezones, torturándome con un placer como nunca había sentido. Pero cuando su mano abandonó mis pechos y descendió por mi vientre, una punzada de gozo me atravesó antes de que él alcanzara su objetivo.
Luca paseó su tormentosa lengua por mi cuello mientras dos de sus dedos perfilaban mi húmeda hendidura, consiguiendo devastar mis ya desgastados sentidos. Entreabrió con mimo mis pliegues y paseó la yema de su dedo medio por la abertura de mi sexo. Los deslizó perezosamente arriba y abajo, arrancándome continuos gemidos. Circundó con cierta indolencia mi inflamado botón y, cuando lo acarició, me sentí desfallecer. Estaba tan excitada que mi vista se nublaba y mi cuerpo se arqueaba preso de agudos y placenteros espasmos.
El clímax no tardó en llegar bajo sus diestras caricias, culminando con un apasionado mordisco en el cuello mientras me convulsionaba y gritaba a la luna mi éxtasis.
Me derramé trémula en su mano, todo mi cuerpo se aflojó contra el suyo. En ese momento me giró hacia él, aferró mis nalgas y me alzó sobre sus caderas. Instintivamente, lo rodeé con mis piernas y él cargó conmigo hasta la mesa del salón, sobre la que me depositó sin parar de besarme como si respirara a través de mi boca.
Sin despegar sus labios de los míos, me arrancó las braguitas sin miramientos y aferró mis caderas, ciñéndome a la férrea protuberancia que estiraba el lino de sus pantalones. Deslicé con urgencia mi mano hacia la cinturilla de su pantalón y liberé su deseo, que basculó palpitante apuntando a su objetivo. Sin embargo, Luca retrocedió con una pérfida sonrisa ladina.
Gruñí ansiosa y contrariada, pero él negó travieso con la cabeza.
—No, nena, aún no. Acumulo tanta hambre de ti que necesito saciarla o me volveré loco.
Se puso en cuclillas y comenzó a mordisquear juguetón el interior de mis muslos. Entre miradas traviesas y besos desquiciantes, mi ya desbordado deseo se derramó por mi cuerpo como magma volcánico.
—Necesito que cojas con tus manos un puñado de mi pelo y tires de él mientras doy cuenta de mi delicioso festín. Quiero tener claro que no es un sueño.
Sus palabras me derritieron con la misma intensidad que sus actos.
Obedecí al instante y la excitación de poder dominarlo me sacudió con un cosquilleo que mariposeó por mi vientre, estremeciéndome.
—Tú mandas —susurró él entre mis piernas. Sentí su cálido aliento en mi sexo y gemí anhelante.
Lo acerqué a mí. No bien me tuvo al alcance, paseó la punta de su lengua por mi abertura, arrancándome un jadeo largo y roto.
Comenzó a lamer al principio lentamente, apenas roces erráticos, luego se detenía y depositaba suaves y breves besos evitando el botón de carne que palpitaba hambriento. Lo aparté y lo miré suplicante. Él sonrió malicioso, y su mirada oscura y lujuriosa me enloqueció.
—Demuéstrame lo que sabes hacer —lo reté intencionada.
—Solo anhelo hacer una cosa contigo: grabarme en ti.
Y lo estaba haciendo, con cada mirada, con cada beso, con cada roce, cada gesto. Aquel hombre era diferente de cuantos había conocido. Aquel hombre podía hacer que me perdiera a mí misma para siempre. Pero ahora no podía pensar en nada más, ahora solo quería perderme en el placer que me regalaba.
Tensé mis dedos entre el puñado de pelo que tenía en mi mano y lo guie de nuevo hacia mi sexo. Entonces él abrió la boca, atrapó en ella la inflamada yema de mi deseo y la succionó con tan apasionado frenesí que creí desfallecer. Un placer denso, electrizante y oscuro me sacudió sin piedad, todo mi cuerpo onduló como un junco mecido por una brisa cálida. Cuando estaba a punto de fragmentarme en mil pedazos, se detuvo y gruñí frustrada.
Él se desasió de mis puños y se puso en pie, colándose entre mis piernas.
—No, nena, quiero sentir cómo tu orgasmo me aprisiona. Y quiero acompañarte a la luna.
Aferró mis caderas y me acercó a él. Mordió mis labios antes de tomarlos con voracidad. Se apartó apenas para sumergirse en mis ojos y comenzó a hundirse lentamente en mí. Sentí cómo mi carne se amoldaba a la incursión, acoplándose perfectamente. Su agónico avance arrancó de mi garganta toda una encadenada letanía de gemidos ardorosos, que vertí en su boca y que él bebió entre gruñidos.
La contención estiraba su rostro, la pasión relucía salvaje en su mirada entornada, su mullida boca invitaba a ser devorada, y no me contuve. Atrapé de nuevo su revuelto y espeso cabello negro y lo besé mientras acompañaba con desatado frenesí cada acometida. Sus grandes manos, en mis caderas, dominaron cada movimiento, acentuando el ritmo de los envites y llevándome a un placer sin igual.
Sentí cómo algo se quebraba dentro de mí. Un feroz orgasmo me convulsionó derramando mis jugos y un grito liberador escapó de mi garganta. Cuando abrí los ojos y vi la afectada mirada de Luca absorbiendo mi rostro, algo más despertó dentro de mí. Había estado esperando mi propio éxtasis en un alarde de generosidad y autocontrol halagadores. Tras una última y brusca acometida, se derramó con un gruñido largo y rasgado que vertió en mi boca.
—Hermosa luna —musité jadeante.
—Muy hermosa —coincidió—. Tanto que no quiero bajar de ella.
Continuó besándome sin salir de mí. Esta vez, sin urgencias, sin hambre, sino con una dulzura tan infinita que me desarmó. Y ese beso tierno cargado de desconcertantes promesas terminó de rendirme.
Cuando se apartó, yo todavía flotaba en aquella nube de irrealidad que me había envuelto desde que se había acercado a mí. Nuestras miradas seguían engarzadas, nuestro pulso, acelerado, y nuestra necesidad de permanecer unidos no se desvanecía.
Salió de mí y me tomó en brazos, dando largas y resueltas zancadas.
—¿Adónde me llevas?
—A cumplir otro de mis sueños.
Alcé una ceja inquisitiva y él me sonrió con desacostumbrada timidez.
—Dormir abrazado a ti.
Suspiré subyugada ante la intensidad de su mirada, completamente cautivada por sus palabras, por su pasión, por su dulzura, y deseé no regresar a la realidad, no plantearme qué hacer después, no cuestionarme nada de lo que estaba sucediendo, solo vivirlo.
Me llevó a su alcoba y me tumbó junto a él. Y, allí, sobre su pecho, descansé mi mejilla y, peligrosamente, volví a suspirar hechizada.
Rodeada por sus fuertes brazos, me sumí en un sueño extraño. Me encontraba en mitad del mar, a la deriva, abrazada a un madero, oyendo el rumor del mar, el graznido de las gaviotas y un extraño jadeo entrecortado, agónico, que, descubrí asustada, salía de mí. Intenté abrir los ojos y no pude. Comencé a agitarme nerviosa. Sentí el tacto de unos dedos en mi rostro y me revolví farfullando.
—Chis…, todo está bien, es solo una pesadilla.
Aquella voz rasgó el sueño, apartándolo en confusas guedejas. Parpadeé aturdida y logré enfocar la mirada en él.
Luca comenzó a besar mi barbilla y la punta de mi nariz, evaporando por completo el sopor y despertando de nuevo un cosquilleo acariciador.
—Conmigo estás a salvo, no te dejaré sola. ¿Quieres contarme lo que te pasó?
—Alguien me estaba siguiendo.
Percibí su manifiesta inquietud. Se tensó incómodo, tragó saliva y desvió la mirada. Supe en el acto que me ocultaba algo. Todos mis recelos emergieron con punzante aprensión.
Me incorporé y busqué su mirada.
—¿Qué está pasando? ¡Quiero la verdad! —exigí rotunda.
Él me miró con evidente culpabilidad, yo mascullé una maldición e intenté salir de la cama, pero no lo conseguí. Me aferró de la cintura y volvió a tumbarme inmovilizando mis muñecas contra la almohada.
Me debatí fútilmente.
—¡Suéltame! No quiero que vuelvas a tocarme —siseé.
—Escúchame, tienes que confiar en mí… Yo te protegeré.
—¿A mí o tu posibilidad de encontrar el supuesto tesoro?
Sus ojos centellearon furiosos, su rictus se endureció, un visible latido pulsó en su mandíbula. Todo su rostro se contrajo con acentuada indignación.
—¿Eso crees, joder?
—Me temo que no soy la única que lo piensa: recibí una nota alertándome de tus intenciones.
Abrió la boca demudado, su rostro se desencajó.
—¡Y si has creído ese aviso, ¿por qué demonios has acudido a mí?!
—Yo ya no sé qué creer —afirmé sosteniendo su ceño contrariado—. Salí a pasear tras la cena, necesitaba oxigenarme, pensar, desligarme de Alonza. Me dolía el corazón, maldita sea, esa historia va a acabar conmigo. —Hice una pausa para tomar aliento—. Deambulaba sola por la ciudad cuando reparé en que unos pasos me seguían. Cuando me giré, pude ver cómo una silueta se cobijaba en la sombra, entonces me asusté y quise huir. Curiosamente, tu casa estaba cerca y yo… yo acudí a ti.
—¿Qué ponía en la nota?
Negué con la cabeza con gesto decidido. Ahora me tocaba a mí buscar respuestas.
—Ya nos espiaban mientras comíamos juntos el otro día, ¿verdad? Por eso tu apremio por marcharnos.
Luca me observó un largo instante con gravedad, decidiendo qué y cómo responder. Resultó claramente visible que evaluaba la mejor opción.
—Sí, en nuestro paseo por la ciudad, descubrí que alguien nos seguía, creí que lo había despistado, por eso elegí las calles más transitadas. Pero me confié y volvieron a encontrarnos en aquel restaurante.
Me soltó y se sentó en la cama, revolviéndose el pelo con ambas manos en actitud frustrada.
—¿Qué ponía en esa nota? —insistió girándose hacia mí.
Me senté a su lado sobre el colchón y respiré hondo.
—Que había mucho más en juego de lo que pensaba, y que no me fiara de ti, que no tenías escrúpulos y estarías dispuesto a todo por utilizarme y encontrar el tesoro.
—Por eso saliste a pasear sola —murmuró malhumorado.
—¿Qué querías que hiciera? —repliqué a la defensiva—. No te conozco en realidad, no sé quién eres, y solo me queda creer todo lo que me cuentas. Llevas cinco años espiándome, conociendo todos mis secretos, siendo una sombra en mi vida. Y encima me ocultas detalles importantes, como que estamos siendo acechados. Joder…, ¿de qué demonios va todo esto?
—Tu abuela acudió a alguien más, ese fue su gran error. Quiso contrastar mis datos con otro compañero de profesión a mis espaldas. El no haber descubierto nada la impacientó, y la mala fortuna quiso que acudiera a un ambicioso cazatesoros. Un hombre peligroso y tenaz que también busca el de Alonza.
Abrí los ojos con asombro y lo miré escrutadora.
—¿Lo conoces?
—Sí. Fuimos socios un tiempo.
—Dijo que se pondría en contacto conmigo —revelé.
Luca cerró los puños con fuerza y me observó con gesto torvo y la mirada entornada.
—¿Tú también piensas contrastar información? —inquirió con cierto desdén burlesco.
—Estoy en mi derecho.
Aquello lo enfureció de nuevo. Se puso en pie, volvió a despeinar con gesto impaciente su oscuro cabello ya revuelto y me miró retador.
—Adelante, comete el error de dejarte manipular.
Me puse en pie a mi vez y lo encaré. Aunque la cercanía de su cuerpo aturdiera mis sentidos, me obligué a centrarme en mis fundados recelos.
—Quizá seas tú el que me esté manipulando —acusé confusa y tan ofuscada como él. Aquel asunto se estaba complicando demasiado—. Además, acabas de de… seducirme, y yo… yo ya no sé qué pensar de todo esto.
Comencé a alisarme mi vestido con gestos torpes. Estaba alterada, contrariada y furiosa, y solo quería regresar a mi hotel y reflexionar sobre lo ocurrido. El maldito influjo de ese hombre me impedía pensar con claridad.
—No vas a ir a ningún sitio esta noche —espetó determinante. Su gesto decidido y su mirada indignada subrayaron sus palabras.
—No vas a impedir que me vaya —repliqué retadora.
Se acercó a mí y me aferró por los hombros para pegarme a su pecho.
—Claro que lo haré, te ataré si me obligas a ello.
Intenté desasirme y él aumentó la presión de sus dedos sobre mi piel. Su mirada fue amenazante, pero no me amedrentó. Me revolví contra él y me acercó a la pared que tenía a mi espalda, aprisionándome contra ella. Aproximó su boca a la mía y yo temblé.
—Quieta, nena —ordenó con voz ronca—. No se te ocurra moverte porque, si lo haces, no podré contener el deseo de besarte hasta desfallecer. —Rozó con sus labios los míos y todo mi cuerpo se estremeció liberando un suspiro anhelante—. Quizá lo haga —añadió en un grave susurro que erizó mi piel—, quizá necesites que vuelva a recordarte mis verdaderas intenciones.
—Y ¿cuáles son? —me atreví a preguntar.
Cerró los ojos como aspirando mi aliento, y yo lo contemplé cautivada nuevamente.
—Grabarme en ti, Alessia, es cuanto deseo. —Su mirada penetrante me secó la garganta—. Además de protegerte y ayudarte. En realidad, no soy más que un siervo con aspiraciones.
Cerré los ojos esperando un beso que no llegó.
—Dormirás aquí, y mañana yo mismo te acompañaré a tu hotel. No darás más paseos sola y me tendrás al tanto de cualquier novedad —exigió severo.
Se apartó y casi sentí el impulso de acercarme yo a él. Tuve que obligarme a permanecer inmóvil.
—No volveré a tocarte a menos que me lo pidas. Y para eso tendrás que confiar plenamente en mí. Hasta entonces, espero gozar al menos del beneficio de la duda.
Y, tras esa firme aclaración, salió de la habitación cerrando la puerta tras él.
Mis latidos seguían acelerados, el cosquilleo que despertaba su sola presencia recorría en oleadas cada rincón de mi cuerpo, y esa maldita hambre de él todavía obnubilaba mis sentidos con una intensidad abrumadora.
«No —me dije—, no». Tenía que detener aquella locura. No podía implicarme emocionalmente con él, era una completa temeridad. Debía acallar de algún modo la salvaje atracción que despertaba en mí o estaría perdida.
Respiré hondo y me tumbé en la cama, en su cama. Olía como él y lo sentí tan cerca que me encontré abrazando su almohada como una estúpida. Sin embargo, me permití acabar aquella noche con esa última licencia, ignorando el sentido común.
Era vital que confiara en él para desentrañar el secreto de Alonza, pero ahora sabía que hacerlo era tender un puente hacia él. Un puente que, si lo cruzaba, quizá se desmoronara en mitad del camino. De cualquier modo, ¿no había comenzado aquella aventura considerándola la última? Si ya no me importaba mi vida, ¿por qué demonios protegía mi corazón?
Bufé furiosa contra mí y cerré los ojos… Un hombre pájaro acudió a graznarme.