CAPÍTULO 4
PROMESAS
Pasaron los días, y mi decisión, todavía no requerida por Fabrizio, había sido tomada ya por mí con todo el dolor de mi corazón.
Bien era cierto que ambos caminos eran los únicos que una mujer podía tomar. Bueno, había un tercero, según descubrí ese día, que se articulaba en torno a un puente, el de Rialto. Bajo él se hallaba el tercer y más ignominioso destino de una mujer: ser meretriz.
Aquella mañana, acompañada por Concetta y por Lanzo, caminaba por uno de los puentes del barrio de Carampane, cerca de Rialto. La mujer, que resollaba cansada, se detuvo y se apoyó en el curvo murete, contemplando soñadora cómo una góndola cubierta surcaba el canal bajo nosotros.
—Aún recuerdo aquellos tiempos —musitó nostálgica. Lanzo y yo la miramos intrigados— en los que las cortesanas navegaban en góndolas abiertas, mostrando sus senos y alentando a los hombres a ir con ellas.
Profirió un largo suspiro y permaneció pensativa un instante.
—En este mismo puente se arremolinaban los venecianos, lanzándoles flores, joyas y poemas, halagos y miradas ardorosas. En aquel tiempo, Venecia bullía de vida y de riquezas, de libertad y de amor. La Inquisición, la peste y las derrotas a manos de los turcos nos han arrebatado nuestro esplendor. Venecia apenas es una sombra de lo que fue. Esos tiempos me temo que ya nunca regresarán.
—Y ¿la Iglesia permitía semejante exhibición? —inquirí asombrada.
—No solo la permitía, sino que la propició ella.
Abrí la boca demudada, Lanzo también parecía estupefacto. Su expresión me hizo sonreír.
—¿Cómo es eso, Concetta? —preguntó interesado.
—Al principio, ese comportamiento tan libidinoso estaba condenado —explicó ella recogiendo la cesta y reemprendiendo la marcha. La seguimos atentos a sus palabras. Lanzo le arrebató la cesta repleta de verduras y la mujer le sonrió agradecida—. Pero, a tenor de la proliferación de la sodomía, se decidió reconducir a los hombres al buen camino.
—¿A qué era debida esa proliferación? —inquirió Lanzo.
—¿Sodomía? —pregunté yo arrugando el ceño sin comprender.
—Los sodomitas son los hombres que gozan de sus cuerpos entre ellos —explicó Lanzo con total naturalidad.
Me encogí de hombros, preguntándome qué sentido tenía aquello si no podían procrear.
—Pues porque los pescadores venecianos pasaban largas temporadas en el mar, y esa tendencia fue su único recurso para…, eh…, para gozar —contestó Concetta algo incómoda, mirándome de reojo—. Así pues, la Iglesia alentó a las prostitutas a mostrar sus cuerpos para reconducirlos.
—Gozar ¿de qué?
Ambos me contemplaron un instante antes de mirarse entre sí, evaluando si responderme o no.
—Del amor, Alonza —respondió Lanzo.
—Y ¿para eso se necesita el cuerpo? Se ama con el corazón —espeté confundida.
Lanzo sonrió tibio y Concetta se detuvo un instante frente a mí.
—Muchacha, tu inocencia me conmueve, ¿nunca viste u oíste a tus padres jadear alguna noche?
Hice memoria y, sí, en efecto, recordaba haberlos visto bajo las mantas así, cuando irrumpía alguna noche en su alcoba.
—Sí, claro, pero estaban enfermos, me decían, y era verdad porque sudaban y estaban muy pálidos.
La mujer rio, me acarició con ternura la cabeza y me apartó con mimo una guedeja de mi rostro. Ahora lo llevaba tan corto que siempre lucía tocado para salir. Lanzo, por el contrario, me observaba con atención y un curioso brillo en los ojos.
—No, pequeña, no lo estaban. Gozaban de sus cuerpos porque se amaban. Aunque no es necesario amarse para eso.
—No entiendo nada —repliqué aturdida.
—Ya entenderás, espero explicártelo con detalle antes de que te desposen.
Lanzo bajó la mirada molesto. Su gesto se endureció y alargó sus desgarbadas zancadas alejándose de nosotras. La cesta se balanceó peligrosamente mientras se perdía entre el gentío.
—¿Qué le ocurre?
—Lo mismo que a ti, Alonza. Sabe que pronto te perderá.
—Pero él decidió dejarme a mí antes —reproché con acritud.
Todavía no había hablado con él sobre su pronta marcha a Padua. Me dolía demasiado.
—Si quieres un consejo, disfrutad del tiempo que os quede juntos, y llévate un bonito recuerdo de él. Quizá lo necesites.
—Tal vez podamos seguir siendo amigos —aduje esperanzada.
—Dudo que ningún esposo permita que su esposa conserve un amigo que la mira como te mira él.
—Y ¿cómo sabes qué camino he elegido? —musité admirada.
—Ha sido fácil: el que te ofrece la oportunidad de poder ser feliz si tienes suerte con el hombre que escojan para ti. En un convento y sin vocación no tienes esa opción.
Asentí y continuamos caminando. Interminables preguntas se interponían inquietantes ante mí, chocando unas con otras, aglutinándose sin respuesta en una nebulosa confusa y parpadeante que se extendió encendiendo más intrigas sobre la vida y lo que a veces sentía despertar en mi joven cuerpo. Deseaba conocer esas respuestas, pero también las temía.
Llegamos a Rialto y Concetta se detuvo en un puesto para elegir fruta.
En un tenderete cercano, un colgante me llamó poderosamente la atención. Era una «A» ricamente labrada sobre el metal. Cuando inspeccioné la mercancía expuesta, comprobé satisfecha que había otras letras. Sonreí para mis adentros.
—Concetta, necesito que me compres dos baratijas —pedí entusiasmada.
La mujer asintió y, tras regatear duramente por un buen puñado de albaricoques, se acercó al puesto del artesano y aguardó paciente mi elección.
Escogí dos colgantes: en uno, mi inicial, que pensaba regalar a Lanzo, y en el otro, una «L» que me colgué al cuello en ese mismo instante.
La doncella pagó y continuamos trayecto hasta la mansión de los Rizzoli.
Antes de entrar en ella, me detuve y la observé inquisitiva.
—¿Cómo me mira Lanzo?
—Con amor, Alonza, con amor.
—Yo también lo quiero mucho —espeté sonriente.
—Sin embargo, no es el mismo querer.
Y la mujer entró en la casa dejándome con una pregunta más que flotó junto a las otras sin respuesta, agrandando aquella masa confusa que ya nublaba mi mente, llenándome de una extraña desazón.
Decidí sentarme a mirar cómo preparaban la comida en la cocina.
La cálida, estancia siempre bulliciosa, perfumada con aromáticas especias, adornada con los colores brillantes de las hortalizas y las frutas, y aderezada con risas y camaradería, era el lugar más reconfortante cuando la soledad me acuchillaba.
Las mujeres se afanaban en los preparativos entre conversaciones a menudo atrevidas que, aunque al principio eran crípticas para mí, poco a poco conseguía entender hasta el punto de ruborizarme.
Ellas hablaban con soltura, pues yo solía sentarme en un rincón, tras alguna columna, para pasar desapercibida y camuflada por un libro que fingía leer mientras tomaba buena nota mental de cuanto oía.
—Domenica, si tu hombre no te deja satisfecha, cámbialo por otro —farfulló burlona una de ellas, provocando la risa de las demás.
—Ni hablar, mi Antonio es un bendito, y cuando me deja a medias ya me termino yo.
Las risas subieron de tono y las mujeres se explayaron todavía más en sus comentarios.
—Seguro que ya ha probado el cornetto —aseveró otra de ellas con sorna—, y no precisamente para soplar.
Las carcajadas se sucedieron y mis incógnitas crecieron. ¿Un cornetto? ¿A qué se referían?
—Creo que tendríamos que presentarle a Príapo —sugirió una de ellas dándole un codazo a Concetta, que reía a mandíbula batiente.
—¡Sí, mostrémosle a Príapo! —aplaudieron las demás.
Asomé curiosa la cabeza cuando oí pasos apresurados. Acto seguido, las mujeres se arremolinaron en torno a un objeto que alababan entre risas. No pude verlo con precisión por mucho que alargué el cuello. Luego, una de ellas lo alzó ceremoniosa y el resto, siguiendo las chanzas, se inclinaron con respeto.
Era un objeto alargado y ovalado, de considerables dimensiones, parecía de madera lustrada y en su punta habían tallado la cara de lo que parecía un dios romano. Llevaba casco, sus facciones eran toscas y entre resaltaba una barba rizada. Una de ellas se lo acercó a una de las jóvenes sirvientas apuntando a su ingle. Entonces la muchacha saltó hacia atrás entre risas y las demás la acompañaron.
—Pocos amantes pueden competir con Príapo, Domenica. Este es mío —añadió orgullosa—, pero puedo conseguir que te hagan uno por encargo. El artesano es de toda confianza, un carpintero amigo que sirve a las damas de alta cuna.
—Dudo que pueda albergar semejante… portento —apuntó Domenica mordaz—, como mucho doy cobijo a «Pría»…, el «po» no cabe.
Otra ronda de tintineantes carcajadas aumentó la temperatura de la cocina. Palpé sofocada mis mejillas, las noté encendidas y decidí escabullirme antes de que repararan en mí.
Me dirigí entonces al patio interior trasero buscando algo de aire fresco: allí siempre encontraba sosiego. Rodeada de altos muros recubiertos de madreselva entre los que emergía un austero banco de piedra en cada pared, logré respirar hondo.
En el centro, una fuente circular rompía el silencio aquella terraza interior con su barboteante musicalidad. Varios rosales se engarzaban trepadores entre las enredaderas, perfumando con su esencia los sentidos. Había una pequeña y desvencijada puerta de madera en el muro trasero que daba al canal. Tras ella, una pequeña embarcación cabeceaba perezosa contra la piedra donde se asentaban los pilares de la casa. Aquel sonido hueco y regular ejercía un efecto hipnótico que, junto al rumor del agua, componía una singular nana, difícilmente resistible.
Sin embargo, mi cuerpo estaba demasiado inquieto para que aquel reducto de paz lograra tranquilizarlo. Conduje mis pasos hacia la fuente y me lavé el rostro en ella, esperando que el frescor soliviantara mi ánimo. Pero no fue así. Me senté en el banco, apoyando mi espalda en aquel muro y, abrazada por la espesa vegetación, cerré los ojos un instante.
Oí unos pasos y adiviné sin abrirlos quién se acercaba a mí.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Lanzo—. Pareces azorada.
Se sentó junto a mí y tomó mi mano entre las suyas. Cuando abrí los ojos, su mirada azul leyó curiosa en la mía.
—Hacía calor en la cocina, he salido a tomar el fresco.
—Y ¿qué hacías allí?
—Nada, leía —mentí desviando la mirada.
—Sientes curiosidad, ¿no es cierto? —adivinó suspicaz.
Bajé la cabeza abochornada, pues no era capaz de sostener su penetrante mirada.
—Alonza, es algo natural, no debes avergonzarte —musitó en un tono tan suave que lo sentí como una caricia, perturbándome todavía más.
»Tu cuerpo despierta a la madurez y sientes cosas que no sabes interpretar ni complacer. Es normal tu curiosidad, y para satisfacerla buscas respuestas. Conozco el cariz de las conversaciones en la cocina, yo también he presenciado alguna —confesó sin un atisbo de reparo—, y se aprende mucho.
—¿Tú… ya las has aprendido?
Esbozó una sonrisa tirante y jugueteó nervioso con mis dedos. Su contacto hizo que mi piel hormigueara.
—Bueno, no he estado nunca con una mujer, aunque he fantaseado mucho con ese momento —titubeó antes de proseguir—. Yo… no sé si vosotras sentís el mismo anhelo que nosotros, las mismas necesidades. Aunque creo que sí, por lo que las oigo hablar. Y, puesto que únicamente podemos culminar nuestros deseos tras el matrimonio, solo queda una manera de… encontrar alivio.
Alcé las cejas expectante. Lanzo hizo una pausa y tomó aliento antes de continuar.
—Buscar el goce en nuestro propio cuerpo —respondió a mi muda pregunta.
—Pero ¿eso… no es pecado?
—Tu cuerpo es tuyo, Alonza, y debes conocerlo —añadió con inesperada vehemencia—, te fue dado por Dios con todas sus capacidades, y una de ellas es procurarte placer. Si no hubiera querido que gozáramos, nos habría privado de ellas, ¿no crees? Y, si su único objetivo fue únicamente incentivar la procreación, ¿por qué se despiertan nuestros apetitos igualmente en soledad? Yo también he pensado mucho, y con cada cuestión que intento discernir emergen otras tantas que me atosigan. Lo que empiezo a comprender es que el pecado es una útil herramienta de manejo que la Iglesia utiliza a conveniencia. Además, también es muy rentable, pues los nobles desembolsan grandes cantidades de oro, incluso patrimonio y tierras, a cambio de entrar limpios de pecado al reino de Dios. Creo firmemente que, cuantos más actos sean considerados pecaminosos, más se engrosarán las arcas eclesiásticas.
—Eres muy inteligente, mi buen Lanzo —espeté embelesada.
—Lo suficiente para saber que mis ideas me traerán problemas algún día —musitó con convencimiento y cierta preocupación.
—¿De dónde sacas esas ideas?
—De los libros —respondió—, ellos siembran en mí inquietudes, me incitan a pensar, a cuestionarme cualquier dogma o pensamiento común, a razonar como un hombre libre y buscar conocimiento. He leído obras de humanistas y filósofos que lucharon contra la opinión pública, como Galileo o Dante Alighieri, hombres que se atrevieron a exponer sus teorías a pesar de saberlas impopulares. Y ambos tuvieron problemas con la Iglesia. Por fortuna, aquí, en Venecia, la Inquisición no goza del poder que posee en el resto de Europa. No sé hasta cuándo durará nuestra inmunidad, aunque es fácil ver que su sombrío manto comienza a extenderse desde que la peste brotó de nuevo.
—¿Qué relación tiene la enfermedad con la rigidez de la Inquisición?
Lanzo fijó sus ojos en la fuente y apretó los labios con disgusto.
—Para ellos no es una enfermedad, sino un castigo divino ante tanto pecado. Y lo peor es que los creen. Leí varios tratados de un médico francés de origen hebreo llamado Michel de Nôtre-Dame que también tenía extensos conocimientos como apotecario. En ellos explica con claridad el origen de la enfermedad, que no es otro que las pulgas que llevan las ratas. Y, de esas, esta ciudad va bien servida —se lamentó pasando los dedos entre las oscuras ondas de su cabello—. La higiene es esencial para la prevención —prosiguió apasionado—. Además, tras consultar con renombrados doctores, alquimistas y cabalistas, Michel logró crear una píldora rosa para reforzar al enfermo ante su lucha contra la enfermedad. Pero la ciencia nada puede contra la religión. Y el pueblo, en su desesperación, prefiere creer que el pecado y la permisividad son los únicos culpables de sus desgracias y se someten al dictado de Dios de buen grado. Más ovejas sumisas para el redil. La Iglesia se hace poderosa en las guerras, la muerte y el miedo. Es así de triste: nuestra fe se crece ante la adversidad y creemos que una última y fervorosa oración nos salvará de las llamas del infierno.
Cuando concluyó su discurso, respiró hondamente y, como si saliera de su particular ensoñación, abrió los ojos casi sorprendido por su locuacidad.
—Disculpa, creo que te estoy aburriendo.
—Nunca me aburro a tu lado, me resultas fascinante.
Lanzo sonrió algo azorado y sacudió la cabeza con timidez.
—A tu lado, Alonza, me siento importante.
—Es que lo eres. Lo eres para mí.
El muchacho levantó entonces la mirada en mi dirección, que se prendió en mis ojos.
—También tú para mí.
No pude resistir abrazarme a él. Lanzo me cobijó en su pecho y besó mi coronilla.
—Oyéndote hablar comprendo por qué te marchas a la Universidad de Padua —comenté aprovechando que no me veía. Contraje el gesto ante la angustia que me supondría presenciar su partida.
—Siempre ha sido mi sueño, conseguir encontrar una cura a esta maldita enfermedad y a muchas otras —confesó—. Nunca tuve otro, al menos hasta que tú llegaste.
Entonces recordé el colgante que llevaba todavía. Lo había ocultado bajo la pechera de mi vestido por miedo a que Caterina o Marco lo vieran. Me erguí y lo miré sonriente. Despacio, fui tirando del cordón de cuero hasta que la labrada «L» asomó.
Sorprendentemente, cuando abandonó mi pecho sentí un vacío frío en él. Lo tomé en la palma y se lo mostré.
—Aunque te vayas, yo siempre te llevaré en mi corazón.
Lanzo cogió en su mano la «L» de metal y sonrió emocionado.
Rebusqué impaciente en el bolsillo de mi falda y saqué el suyo.
—Espero que tú también me lleves contigo —musité ilusionada.
Le ofrecí el que llevaba la «A» de mi nombre y Lanzo dejó escapar un suspiro afectado.
—Alonza…
—Es para ti. Cuando necesites sentirme cerca, tómalo entre tus manos. Yo haré lo mismo.
Lanzo me miró conmovido, su mirada brillaba preñada de una emoción que nubló su rostro. Cogió el colgante y lo observó maravillado; luego se lo colocó alrededor del cuello y acercó la letra a sus labios. Tras mirarme con abrumadora intensidad, besó la inicial y cerró los ojos con fuerza.
Yo lo imité y, cuando los abrí, percibí con claridad la desgarradora necesidad que Lanzo contenía. No supe muy bien qué me llevó a hacerlo, solo supe que lo deseaba tanto como él.
Me acerqué despacio, apoyé mis manos en sus hombros y busqué su boca. Fue un beso dulce, trémulo e inseguro, pero en ese instante supe que se había grabado a fuego en mi corazón para siempre.
—Es tan difícil, Alonza, reprimir y estrangular esto que siento…
—Prométeme que nunca me olvidarás —pedí con un nudo en la garganta.
—Antes me olvidaría de respirar —respondió él vehemente.
Lo abracé con todas mis fuerzas, ciñéndolo a mí, deseando meterlo en mi interior para que no escapara nunca de mi lado. Deseé atarlo con mi corazón y, a pesar de saber que el destino me lo arrebataría y que nada podría hacer para impedirlo, recé para que algún día pudiéramos estar juntos para siempre.
—Allá adonde yo vaya —susurró él con voz quebrada— irás tú. No importa con quiénes estemos, porque nuestros corazones jamás podrán desligarse. Y, atados como están, un día tiraré de ese hilo y vendrás a mí. Porque, si algo te prometo, Alonza, es que pienso luchar por ti cuando tenga las armas para ello.
Y allí, sumergida en su pecho, maldije llorando de nuevo al destino por empecinarse en quitarme cuanto amaba.
Partió pocas semanas después, ya cumplidos los dieciséis años. Y, huérfana de nuevo, me dediqué a pensar en una alternativa que no me atara a nadie, que me permitiera esperarlo. No podía desposarme con otro hombre que no fuera él, no podía concebir hijos que no fueran suyos y no podía vivir junto a un hombre que no fuera Lanzo. Y, mientras cavilaba una posible solución, leía y me instruía, siguiendo su ejemplo. Como bien dijo Sócrates, «El conocimiento os hará libres», y eso era lo que yo más anhelaba.
Pero fue el conocer la identidad de mi futuro desposado lo que reafirmó mi decisión de evadir el compromiso a como diera lugar.
Se llamaba Matteo Castelli, un noble veneciano, diplomático al servicio del dux, ya entrado en la cuarentena, viudo y rancio. Tras la cena en la que me fue presentado, mi tutor y él expusieron las condiciones del contrato matrimonial y la dote exigida. Fabrizio recibiría un impulso comercial a su flota mercantil, además de documentación para acceder a puertos más lejanos con salvoconducto del Véneto y sello papal para navegar con protección. Una cantidad económica nada desdeñable y un trato de favor con el gobierno de la Serenísima. A cambio, Matteo exigía una jugosa porción de los beneficios comerciales en los nuevos contratos que a partir de entonces contrajera Fabrizio con proveedores más importantes. Se añadió una cláusula de anulación del matrimonio si yo no podía concebir, una más si yo no llegaba pura a la noche de bodas y otra si Fabrizio no cumplía con lo prometido. También se acordó que, dada mi corta edad, el casamiento tendría lugar cuando yo cumpliera los dieciséis años, para lo que quedaba algo menos de año y medio, ya que Matteo no estaba en situación de aguantar los gimoteos de una niña por carecer de paciencia y delicadeza.
Tras esa noche, me hice una promesa a mí misma: Matteo Castelli no sería mi esposo.