EPÍLOGO

Libro cerrado

ALONZA

Era invierno, y un cielo blanquecino y plomizo anunciaba inminentes nevadas.

En aquella montañosa región, cercada por las colinas Euganeas, entre los montes Piccolo y Ventolone, se alzaba mi nueva residencia, una hermosa casona de piedra rodeada de robles, enebros y olivos, a las afueras de Arquà Petrarca.

Nunca pude encontrar la ubicación exacta de la casa que habían compartido Lanzo y Alonza en aquel pintoresco lugar, pero me dejé llevar por mi instinto y elegí un enclave de parajes tan agrestes como hermosos.

Una vez escogido el lugar, no tardaron en construir la casa de campo, naturalmente con arcadas, ventanas abovedadas y un torreón de estilo renacentista.

En mis habituales paseos por los senderos naturales cercanos a la casa, rememoraba cómo había cambiado mi vida desde que el diario había aparecido en ella, reencontrándome con quien había sido y congraciándome con quien ahora era. Todo por un único motivo: sentir de nuevo aquel sentimiento tan demoledor e imperecedero que, en efecto, había cruzado la barrera del tiempo, no solo despertando un alma dormida, sino también un corazón moribundo.

Y el infame destino había intervenido nuevamente para separarnos, y por unos minutos lo había logrado.

Cuando Luca fue declarado muerto en aquella patrullera, intentaron reanimarlo con un desfibrilador portátil. Y lo consiguieron, aunque estaba tan malherido que no confiaban en su recuperación.

Cuando desperté en el hospital y supe que había regresado, tuve la certeza de que Luca lucharía por su vida conmigo a su lado.

A ojos de las autoridades portuarias, el asunto quedó como un atraco en alta mar con los maleantes desaparecidos.

Fueron meses duros de convalecencia. De las dos balas recibidas en la espalda, una de ellas le había perforado un pulmón y la otra le había provocado un traumatismo en la médula espinal.

Tras dos complicadas intervenciones quirúrgicas, Luca pasó dos meses en la unidad de cuidados intensivos. En mis visitas, yo le hablaba, lo acariciaba y lo besaba, confiando plenamente en su restablecimiento. Por fin pasó a planta y, aunque continuaba con el respirador, la herida del pulmón sanó. La incertidumbre del equipo médico era si podría caminar o no. No me separé de su lado ni un solo día, y aunque había alquilado un apartamento junto al hospital, solo lo utilizaba para guardar mis cosas y ducharme. Con el tiempo, la inflamación de la médula disminuyó y comenzó a mover los pies. El pronóstico médico fue más alentador y la rehabilitación obró maravillas, pero sobre todo su ánimo y su espíritu de lucha. Nunca se rendía.

Cuando terminaba los ejercicios pedía hacer más, y aunque resultaba doloroso ver cómo su rostro se contorsionaba sufrido y su sobresfuerzo lo hacía sudar y temblar, él insistía, mirándome con aquella entereza y aquella determinación que arrancaba sonrisas y aliento al resto de los pacientes de la sala.

Su admirable constancia y su humor chispeante aceleraron su recuperación, lo que redujo la previsión médica de un año a tan solo seis meses.

Dormía acurrucada junto a él en la cama del hospital y hacíamos planes de futuro. El día que sufrió una parada respiratoria fue el peor de mi vida.

Pero volvió a luchar, incluso con más tenacidad.

Regresó a mi lado y a mis brazos, y por un solo motivo, como solía repetirme: porque no había atravesado una eternidad para que lo alejaran nuevamente de mí.

Fue una etapa dura, pero se restableció por completo sin ninguna secuela. Entrenó cada día y recuperó masa muscular, volviendo a ser el que era.

Entonces planeó rescatar el tesoro.

Alquilamos una lancha y un equipo de buceo y nos dedicamos a explorar los alrededores. Estar tan cerca de Poveglia nos inundaba de desasosiego y malos recuerdos, pero tras una semana de intensa búsqueda, localizamos la mochila.

La apuesta que había ganado Alonza incluía joyas con piedras de gran valor, numerosos escudos de oro y un ostentoso collar de perlas.

Luca hizo un gran negocio con el alijo, abriendo una puja entre conocidos anticuarios, lo que nos reportó una gran suma por las monedas y las joyas. El collar decidí quedármelo. También solía llevar siempre encima el colgante de plata con las iniciales entrelazadas.

Yo vendí mi casa en Como y pagué a los acreedores. Decidimos conservar la tienda de antigüedades, antigua botica de Lanzo, y el edificio que había sido la residencia de los Rizzoli, aunque ambos coincidimos en construirnos una casa de campo en Arquà, donde ellos habían pasado dos felices años juntos. Y, curiosamente, era justo el tiempo que llevábamos allí instalados.

Quizá tampoco fuera casualidad que yo estuviera a punto de dar a luz. Aquellas coincidencias sumían a Luca en una inquietud constante. Había leído toda clase de libros de asistencia al parto. Había dispuesto un equipo de primeros auxilios en el todoterreno por si no llegábamos a tiempo al hospital de Padua. Y, aunque yo le repetía que no eran los mismos tiempos y que mis revisiones periódicas estaban perfectas, él se mostraba angustiado. En cuanto a mí, debía reconocer que posiblemente debido a la sugestión y a la excesiva preocupación de Luca, se había instalado en mi fuero interno un creciente malestar.

¿Sería tan cruel el destino de repetir semejante varapalo?

Me decía que no, que esa era nuestra recompensa, nuestra oportunidad de vivir por fin una vida larga y dichosa juntos. Y, aun así, por las noches soñaba con la figura del vestido de nuevo tendiendo su mano hacia mí, rodeada de sombras.

Aquella fría mañana paseábamos de la mano entre los altos pinos, recorriendo un sendero que Luca había adornado grabando los troncos de los árboles con nuestras iniciales, tal como había hecho Lanzo, marcando con nuestras particulares baldosas amarillas el camino a la felicidad, que solíamos recorrer cada día.

—Deberíamos regresar —sugirió mirando al cielo mientras fruncía escrutador el ceño—, está a punto de nevar.

—No estamos lejos de casa, continuemos un poco más. Me apetece caminar.

Llevaba un jersey de lana en color crudo de cuello alto que sobresalía de su abrigo militar verde, así como un gorro verde oscuro del que emergía su largo cabello negro, que ya rozaba sus hombros y resaltaba sus felinos ojos oscuros. Su boca llena y tentadora destacaba en la perfilada sombra de una barba que comenzaba a oscurecer su mentón. Su masculinidad golpeaba, y su tierna mirada embriagaba todos mis sentidos.

Asintió conforme y sonrió ante mi cautivada atención sobre su boca, ansiándola sobre la mía.

—Nena, si quieres un beso no tienes que pedirlo; ven y tómalo —murmuró acercando sus labios a los míos.

Dejé escapar un suspiro ávido y me puse de puntillas. Mi abultada barriga lo obligó a inclinarse sobre mí para permitir que tomara mi beso.

Atrapé voraz su boca y su calor evaporó mi frío. Y, como siempre ocurría, el tiempo se detuvo y el mundo desapareció: solo existíamos nosotros dos.

Perdida en su boca, deleitándome en su sabor, absorbida por su pasión, me sentí flotar muy lejos. Nuestras lenguas, siempre insatisfechas, alargaban nuestros besos hasta perder la noción del tiempo. Cuando logramos separarnos, había comenzado a nevar.

Sonreímos al unísono. Luca extrajo su smartphone del bolsillo y seleccionó una canción de su lista de Spotify, Happiness Does Not Wait, de Ólafur Arnalds[1]. En verdad la felicidad no espera, es un tren fugaz que pasa a veces sin detenerse y que hemos de atrapar veloces. Un tren que puede desintegrarse a la primera sacudida o que quizá aguante intacto todo el trayecto. Un tren que podemos perder si no lo apreciamos, o que puede expulsarnos si no lo cuidamos. También dependerá de la vía que transite, y de las curvas y los altibajos a los que se enfrente. Sea como sea, si subimos a él, disfrutemos intensamente del trayecto, dure lo que dure.

La melodía en piano y violín comenzó a sonar, y Luca afianzó el teléfono en una rama cercana.

Luego se acercó a mí, hizo una reverencia, se quitó el gorro con un gesto cortés y me invitó a bailar con una sonrisa más brillante que los copos que habían empezado a perlar la negrura de su cabello.

Sonreí y asentí emocionada. Rodeó mi cintura, tomó mi mano y comenzamos a bailar. Entonces acercó su boca a mi oído y susurró:

—Aquí y ahora, prometo amarte y cuidarte el resto de mis días, ser tuyo hasta mi último aliento y consagrar mi vida a la tuya —comenzó repitiendo la promesa que le había hecho Luca a Alonza aquel día que habían bailado bajo la nieve—. Yo, ahora bajo el nombre de Luca Vandelli, prometo buscarte bajo otros nombres, otros rostros y otras vidas, hasta el fin de los tiempos.

Su modificada promesa humedeció mis ojos.

—¿Crees que volveremos a coincidir de nuevo?

—Eso espero y ruego, lo único que sé es que yo te buscaré siempre.

—¿Qué pasó cuando morí? Sé que lo recuerdas —musité entre sus brazos—. Puedo ver ese sufrimiento de antaño en tu rostro.

Luca desvió la mirada y su rostro se ensombreció.

—Cuidé de nuestra Chloe, aunque te habías llevado mi alma. No obstante, con el tiempo, mi desarraigo pesó demasiado. Enfermé un invierno y supe que no me recuperaría. Así que le busqué un protector a Chloe, ya era una muchacha, y tan parecida a su madre que me encogía el corazón.

—¿Un protector?

—Uno que una vez me pidió que cuidara de su hada cuando él ya no estuviera. Le pedí el mismo favor.

—¡Leonardo!

Luca asintió grave. Los recuerdos de siglos pasados lo alejaron de allí.

—No se había casado ni tenía hijos, y no tardó en acudir a mi llamada. Fue conmovedor ver su reacción al conocer a Chloe, apenas podía contener las lágrimas ante ella. Yo ya estaba postrado en un lecho, y se sentó a mi lado jurándome cuidar de mi hija, ya casi adolescente. Arreglé los papeles para que fuera su tutor, convencido de que lo que le entregaba acabaría siendo una esposa. Y entonces me fui en paz, sabiendo que no podía estar en mejores manos, pues me consta que la amó nada más verla, por ti, por ella, por lo que fuera, pero su mirada me confirmó que había hecho lo correcto.

—¿Nunca volviste a Venecia?

—No, nadie allí supo que había regresado de la guerra. Preferí esconderme y terminar mis días donde pudiera verte en cada rincón. Y así fue, hasta que mi vida se apagó.

Me abracé a él y, en ese instante, una feroz punzada me atravesó las lumbares. Exhalé un gemido sorpresivo y agrandé la mirada abrumada por la intensidad del dolor.

—¿Qué ocurre? —inquirió alarmado.

—Ha llegado la hora —respondí.

Luca me miró angustiado y me tomó en sus brazos.

—Puedo caminar —me quejé.

—Eso no impide que quiera llevarte yo.

Otra punzada me dobló en dos. Me abracé a su cuello apretando los dientes.

—Aguanta, cariño.

Aceleró el paso, y allí, bajo la nieve, grité de dolor contra su pecho.

—¡Maldita sea! Son muy seguidas, ¿no?

Jadeé y aspiré profundamente entre los intervalos, preparándome para la siguiente contracción.

En realidad, había pasado la noche con soportables y regulares dolores que le había ocultado para no preocuparlo más.

Luca también jadeaba por el esfuerzo, pero no me soltó. Alargó las zancadas en un trote ansioso que por fin nos llevó hasta el claro frente a nuestra casa.

El coche estaba estacionado delante. La nevada se intensificó, al igual que las punzadas.

Cuando me depositó en el suelo para abrir la puerta del vehículo, me fallaron las rodillas. Supe que no llegaría a tiempo al hospital.

—Llévame adentro y llama a emergencias —pedí inclinada contra la puerta del todoterreno.

Luca abrió la boca atónito. Su mirada se veló sobrecogida.

—Llegaremos —aseguró ansioso—. Sube, no puedo arriesgarme a que no vengan. La nevada en la montaña dificultará los accesos. Y, por como cae, no tardará en acumularse en el camino.

Negué con la cabeza resollando. Un torrente líquido emergió incontenible de mi cuerpo.

—No quiero dar a luz en un coche.

Él titubeó inquieto. Miró hacia el sendero de entrada, ya cubierto por una esponjosa capa de nieve que no tardaría en engrosarse.

Me erguí y caminé hacia el porche de entrada. Luca se apresuró a alcanzarme, me abrió la puerta y, de nuevo, me alzó en brazos.

—Todo va a ir bien, cariño —susurró intentando tranquilizarme, aunque en realidad era él quien más lo necesitaba.

Me llevó a nuestra alcoba y me depositó en la cama.

Luego miró aturdido a su alrededor sin saber muy bien qué empezar a preparar.

—Toallas —fue lo único que se me ocurrió.

Luca asintió y corrió al cuarto de baño mientras llamaba a emergencias.

Otra contracción me atravesó con la virulencia de un látigo cortando mi piel. Gemí dolorida, aguantando estoica mientras estrujaba entre mis puños la colcha.

Sentí deseos de empujar, pero algo me decía que aún no era el momento. Me mordí el labio inferior hasta que pasó.

Luca asomó con las toallas, una palangana con agua caliente, una esponja, unas tijeras y una pinza.

—No se me ocurre nada más —masculló inseguro.

Me giró con delicadeza para colocar las toallas debajo y me ayudó a desvestirme. Cuando llegaban las contracciones, me abrazaba con fuerza y me acariciaba el pelo, susurrándome alentador.

Pero cuando se separaba de mí, era tan apreciable su miedo, por mucho que se esforzaba en ocultarlo, que entonces era yo la que deseaba consolarlo.

—No va a pasarme nada —murmuré confiada—. El bebé está colocado según la última ecografía. Y vienen de camino. Todo irá bien.

—Sí, todo irá bien, porque no permitiré que sea de otra manera.

Sonreí ante su vehemente afirmación y ante su entrañable gesto de niño terco y asustado.

—Jooodeeerrr… —exclamé desgarrada por una puñalada abdominal de la que hasta esperé ver salir sangre.

Todo mi cuerpo se tensó abruptamente durante unos largos segundos. Apreté los dientes y jadeé agónica.

Clavé las uñas en el brazo de Luca, que se encogió sobre mí como si su cuerpo pudiera hacer de barrera del dolor.

—Gírate —pidió de repente. Lo miré aturdida y jadeante—, voy a masajearte las lumbares. Leí que aliviaba el dolor.

—Pues ya puedes darles fuerte a esas manos, porque esto me está matando.

Cerré de inmediato la boca reprochándome mi inoportuno comentario, puesto que Luca palideció y su rostro se crispó atemorizado.

—Es solo una expresión —aclaré, y él asintió seco.

—Si pudiera cambiarme por ti, te juro que no lo dudaba —repuso frustrado.

—Te aseguro que ahora mismo compartiría esto contigo si con eso se repartiera el dolor —confesé presintiendo otra contracción—, como yo deseé hacerlo contigo cuando estuviste en el hospital.

Comprendía su malestar y su angustia a la perfección, así como la impotencia de no poder más que animar y mimar en momentos como ese.

—Si tú no hubieras estado a mi lado, no habría tenido motivos para luchar.

—Y ahora tú estás al mío, y vamos a traer a nuestro hijo juntos.

Ninguno habíamos querido saber el sexo del bebé. Aunque en mi fuero interno, y creo que en su caso también, deseaba una niña.

El rostro tenso de Luca forzó una sonrisa que se desvirtuó en una mueca indefinible.

Agradecí su masaje en la parte baja de mi espalda. Tras cada contracción, él se afanaba por aliviar mi dolorida musculatura.

En la siguiente, el deseo de empujar me devastó, rindiéndome a él.

Luca se pasó las manos por el cabello impotente, bufó furioso y se puso en pie.

—Date la vuelta y ponte de rodillas. Agarra el cabecero, incorporándote lo que puedas.

Lo miré como si hubiera perdido el juicio.

—Es la mejor posición para el trabajo de parto, y la más lógica —explicó sacando su faceta más pragmática—. Lo leí en alguna parte, y tiene sentido. La gravedad te ayudará a la expulsión. Tumbada en la cama solo oprimes el canal del parto y dificultas el proceso natural. Desde tiempos inmemoriales…

Proferí un grito que interrumpió su ilustración.

—No voy a cuestionar tus fuentes, te lo aseguro. Ayúdame a darme la vuelta, tengo la flexibilidad de un zompo.

Luca sonrió ante mi ácido humor y me ayudó a posicionarme.

Ciertamente, las contracciones en aquella pose eran más soportables. Aunque parecía estar reclinada en un confesionario, con las rodillas separadas y las nalgas alzadas. Y rezar, rezaba, una imprecación tras otra.

—No sé si volveré a dejar que me toques —siseé exhausta tras la última punzada.

—No te lo crees ni tú —replicó arrogante y mordaz.

Lo fulminé con la mirada y, a cambio, me secó el sudor con mimo.

Comencé a reservar mis ganas de empujar aprovechándolas durante las contracciones. En una de ellas, sentí la cabeza que emergía de mi interior.

—¡Ya sale! —anuncié con un gemido roto.

Apreté la mandíbula al máximo mientras empujaba con todas mis fuerzas.

Luca se puso tras de mí para recibir al bebé y, en un último y desgarrador empellón, sentí cómo el pequeño cuerpo se deslizaba por el canal de parto hacia el exterior. Acompañé su llegada con un quebrado gruñido furioso y me abracé completamente extenuada al cabecero.

Temblaba por el esfuerzo, sudaba profusamente, y sentí unas irrefrenables ganas de llorar. Miré hacia abajo y vi a al bebé estirarse sobre la toalla. Luca estaba cortando el cordón umbilical, tras haberlo apresado con la pinza. Y, después de envolver al bebé y dejarlo a un lado, me ayudó a darme la vuelta y a tumbarme. Luego lo tomó entre sus brazos y lo observó maravillado. Su afectada expresión me acarició el corazón.

Cuando nuestros ojos se encontraron, se inundaron de lágrimas.

—Es una niña —anunció con conmovedor orgullo.

Y, con tierna solemnidad, la depositó sobre mí.

Miré el diminuto rostro de mi hija y me inundó el pecho un amor tan profundo que sollocé de pura felicidad.

Luca nos abrazó y permanecimos un instante así, asimilando todas las emociones que nos embriagaban.

Cuando me aparté para mirarlo, un sollozo roto escapó de los labios de aquel hombre que lo era todo para mí.

Su miedo a que se repitiera lo que ya había vivido y recordaba se liberó en su llanto, besándome el rostro y besando a su hija.

—¡Dios santo, te amo tanto…, tanto, que no puedo demostrártelo en una vida ni en dos!

—Luca, mi amor…

Limpié con mis besos sus lágrimas y besé sus salados labios.

Acariciamos la cabecita de la niña y, cuando nos miramos, ambos pronunciamos el mismo nombre:

—Alonza.

Sonreímos entre lágrimas.


Un par de meses después, una furgoneta de reparto se detuvo frente a nuestro porche. Por la ventana vi un mensajero bajar de ella y llamar al timbre.

Dejé a Alonza en su cuna tras amamantarla y bajé la escalera. Luca ya cerraba la puerta con un paquete en las manos.

Me sonrió impaciente y dejó la caja en la mesa del recibidor.

—Por fin ha llegado.

Intrigada, descendí los últimos escalones y me acerqué a él.

—¿Qué es?

—Una promesa cumplida —respondió enigmático.

Su semblante complacido me arrancó una sonrisa.

—Interesante —comentó curiosa.

—Ábrelo, es el nuevo miembro de la familia. Llevo tiempo buscándola. No fue fácil encontrarla ni barato adquirirla, pero esta debe ser su nueva casa.

Comencé a abrir el paquete arrancando las cintas adhesivas y las tiras de embalaje.

—¡Cuidado! —previno Luca arqueando una ceja, aunque tan impaciente como yo—. Es una pieza muy delicada.

Cuando por fin logré liberarla de todo el relleno de seguridad que llevaba, descubrí una figura que me robó el aliento.

Era una exquisita hada de cristal con las alas abiertas y el rostro alzado al cielo. Era Alonza, tal como la había moldeado Leonardo. Los delicados rasgos, la fluida pose y la admirable minuciosidad de cada detalle le conferían un realismo que subyugaba. La pureza del cristal refractaba la luz en todas las direcciones, como si en verdad la magia de aquella hada se proyectara por toda la estancia, iluminándola.

—Es tan hermosa… —proferí cautivada.

Acaricié la fría tersura del cristal y algo en mi pecho se sacudió.

—Ahora es mi turno de cuidarla, de cuidaros —repuso con reverente gravedad.

—Y el mío de hacerte el hombre más feliz sobre la Tierra.

Luca se acercó a mí con esa mirada gatuna que me secaba la garganta.

—Ya lo haces, desde que supe que compartíamos el mismo aire.

—Y ahora me lo robas con esa mirada —murmuré prendida de su rostro.

—Pienso robarte algo más que el aliento —prometió tentador—. Ahora mismo voy a arrancarte la ropa, a ceñirte contra esa pared y a demostrarte lo loco que me vuelves.

—Veo que hoy es día de promesas cumplidas…

Tomó mi boca con posesión mientras me conducía a la pared más próxima. Sus manos se cerraron en torno a mis nalgas y las oprimió con fuerza.

—Y de juramentos —añadió apasionado—, porque te juro que cada día pienso marcarte a fuego, para que me recuerdes eternamente.

Atrapé con desesperación su boca y él gimió enfebrecido. Luego me aparté y lo miré retadora.

—Ya me marcaste: esa condenada sonrisa me perdió desde el día en que la vi en tus labios.

—Esa condenada sonrisa solo la provocas tú.

Nos besamos ardientes, ávidos y enloquecidos, sabiendo que ese fuego nunca se apagaría, que ese amor nunca se extinguiría y que la felicidad que ahora nos colmaba el alma era la recompensa no de una vida, sino de dos.