CAPÍTULO 18
ENCUENTRO CON EL PASADO
La Biblioteca Nacional Marciana era un edificio de arquitectura renacentista. Su esplendorosa fachada tachonada de arcos, ventanales y columnas dóricas encajaba a la perfección en el exquisito enclave donde se encontraba, en plena piazzetta, frente al Palacio Ducal y junto al Campanile.
Caminar por el impresionante vestíbulo, seguida del eco de mis pasos, dotó a mi avance de cierta solemnidad. El pavimento era de mármol en blanco y negro, y los abovedados techos lucían la pintura de Tiziano titulada La Sapienza. En las paredes, retratos de varios filósofos adornaban el gran recinto, pintados por Tintoretto y el Veronés.
La sala de lectura estaba dividida en varios niveles de altura, adornada con galerías y balaustradas a modo de patio interior. En el centro, mesas y estanterías seccionaban el espacio, cuadriculándolo. Me dirigí al mostrador central y pregunté por todo lo relacionado con la primera mitad del siglo XVII en Venecia, sobre todo en lo referente a la sociedad de la época. También solicité cualquier libro que hablara sobre la familia Rizzoli, y un plano de Poveglia con su historia y curiosidades.
El anodino bibliotecario consultó la pantalla de su ordenador con gesto adusto, y en los cristales de sus gafas pude ver cómo el buscador localizaba varios archivos.
—Sobre los Rizzoli solo tenemos la historia de su escudo de armas y alguna mención de alguno de sus miembros en la quinta batalla turco-veneciana, la guerra de Creta.
—De acuerdo.
Me apuntó varias claves de números y letras y me indicó dónde encontrar los volúmenes solicitados, registró mi nombre y la fecha en el ordenador y, tras ajustarse las gafas, se limitó a asentir como despedida.
Después de recorrer e indagar entre nutridas estanterías los libros que buscaba, elegí una mesa y los deposité en ella. No había apenas gente, aun así, miré con perspicacia a mi alrededor, temerosa de ser observada.
El primer tomo que me decidí a abrir fue el de la guerra de Creta, que había comenzado un 30 de abril de 1645. Buscar un apellido entre tal cantidad de información sin duda resultaría tedioso, incluso desesperante. Pero cuando descubrí un epíteto que hablaba sobre los tripulantes de cada galera y las tropas que compusieron uno de los fuertes al nordeste de La Canea, en Grecia, mi corazón dio un vuelco. Miré la página que indicaba el índice y pasé las hojas con premura, casi con angustiosa impaciencia.
La fecha de la guerra de Creta coincidía con la muerte de Lanzo, y una amarga corazonada me atravesó en aquel instante.
Deslicé la punta de mi dedo índice por los nombres de las tripulaciones de las veinticuatro galeras, que el capitán veneciano Tommaso Morosini comandaba para bloquear los Dardanelos. Por fortuna, los nombres seguían un orden alfabético. No encontré a ningún Rizzoli en aquella flota.
Continué leyendo y entonces Lanzo apareció ante mis ojos. Contuve la respiración y releí aquel nombre ensimismada. Había pertenecido al destacamento que había defendido los fuertes ante la conquista turca en una isla al nordeste de La Canea. El capitán Biagio Giuliani, al mando solo de sesenta hombres, había resistido duramente el tenaz asedio de los otomanos. Uno de aquellos hombres era Lanzo Rizzoli.
Por qué un muchacho con pasión por la curación y las hierbas, con la única ambición de convertirse en un gran apotecario, había acabado como soldado en una guerra tan cruenta escapaba a mi imaginación. ¿La pérdida de Alonza, su exilio voluntario y quizá su amargura lo habían llevado a ser otro hombre? ¿Qué había pasado con su vida en esos doce años para decidir convertirse en un soldado? Si el soldado era Marco, ¿dónde demonios estaba?
Y entonces, como si mi pregunta hubiera despertado una especie de sexto sentido en mí, mis ojos fueron abstraídos hacia su nombre: Marco Rizzoli. Había pertenecido a la flota comandada por Antonio Capello en Creta, como segundo de a bordo.
Continué indagando página a página y, casi al final, descubrí un listado de supervivientes, muertos y desaparecidos.
Marco y Lanzo, ambos figuraban como desaparecidos.
Y, por lo que había podido apreciar en el árbol genealógico, se consideró a Lanzo muerto. Sin embargo, no había atinado a mirar la fecha de la muerte de Marco. Quizá tuviera otra oportunidad de revisar el despacho de Luca, aunque eso implicara volver a verlo.
Sentí un regusto amargo en la garganta. Las fotos que me había mostrado Stefano me hablaban de un Luca calculador y sin escrúpulos. Ahora ya sabía que había sido él quien me había descubierto la infidelidad de mi esposo. Pero eso no era malo para mí, a menos que todo fuera producto de un plan perfectamente orquestado, quizá para dejarme sola y a su merced, me dije.
Reprimí un escalofrío, sabedora de estar en medio de una enrevesada trama que escondía más de un secreto.
Suspiré profundamente y cerré el libro sobre la quinta guerra turco-veneciana. Abrí el de la sociedad de la época y paseé la vista por las páginas leyendo por encima. Cuando llegué al capítulo de las casas del placer y toda la parte que hablaba de las cortigianas onestas, las cortesanas más reconocidas, descubrí un nombre que hizo que me tensara en mi asiento: Carla Brunetti.
Entre sus pupilas, otro nombre me aceleró el pulso, ahí estaba Alonza di Pietro. Tuve que alzar la vista y tomar aire antes de continuar. Sentí un torrente de adrenalina recorriendo cada terminación nerviosa, mi corazón bombeó frenético y me llevé la mano al pecho, como si ese simple gesto pudiera detener la emoción que sentía. Ella, mi antepasada, estaba ahí, frente a mí, tan real como la que salía de su diario cada día para encogerme el corazón.
Mis ojos se regodearon en su nombre antes de continuar leyendo. La comparaban con la famosa Veronica Franco y, a pesar de que Venecia se sumía en la decadencia y perdía poder, ella había logrado alcanzar una gran popularidad.
Ávida de información, me saltaba párrafos solo anhelando que volvieran a mencionarla:
Dicen que retó al mismísimo dux en una apuesta muy singular: hacerse pasar por hombre y combatir a los moriscos, enemigos de Venecia, y que, a su regreso, cobraría la jugosa suma demostrando que la mujer tenía las mismas agallas que cualquier hombre y más entendederas.
Sonreí orgullosa en mi interior y, al mismo tiempo, algunas piezas comenzaron a encajar. Ella había ido a la guerra, Lanzo también…, y estaba completamente segura de que ambos se buscaban.
Lo que daba por hecho es que Alonza había regresado, había cobrado la apuesta y escondido el tesoro en Poveglia. Pero ¿y él? ¿De veras había muerto?
No encontré ninguna referencia más, por lo que decidí buscar en la red más información. En cuanto al plano de Poveglia en el siglo XVII, nada hallé que me llamara la atención de una manera especial.
Y ahora, ¿por dónde habría de continuar?
Tomé los libros y los deposité en el mostrador. El insulso empleado se ajustó las gafas sobre el puente de la nariz, en un movimiento más maniático que práctico, y registró la devolución.
Salí de la biblioteca con otro nombre titilando luminoso en mi mente. No podía apartar de mi cabeza sus miradas, sus gestos, ese indomable y espeso cabello oscuro que tanto le costaba atusar y que tanto deseaba yo acariciar. Y, a pesar de ser plenamente consciente de que no podía confiar en él, de que quizá yo solo era una más de sus víctimas, el deseo de verlo y de oírlo comenzaba a ser preocupante.
Con paso ligero y resuelto, crucé el imponente vestíbulo y salí al exterior.
Era hora de comer, y decidí hacerlo en la coqueta terraza de un restaurante frente al Gran Canal.
Con cada bocado, mis pensamientos se atropellaban convergiendo en un mismo punto: Luca Vandelli. Y entonces supe lo que debía hacer: investigarlo.
Buscaría información sobre él, lo seguiría. Esta vez sería yo la detective, y, aunque le había dicho que lo mantendría al tanto de Stefano y que acudiría a él, no podía hacerlo hasta saber si en realidad pisaba terreno seguro.
Terminé mi almuerzo y paseé pensativa.
A pesar de sortear la batahola de turistas que recorrían la ciudad, me sumergí en mis pensamientos, en mi particular burbuja, y pensé que necesitaba visitar de nuevo el despacho de Luca para registrar a fondo sus papeles. Sin embargo, no podía entrar sin su llave, y, aunque lograra conseguirla, sería allanamiento de morada. ¿Sería capaz de llegar tan lejos?
Decidida a comenzar mi plan de acción, caminé hasta la tienda de antigüedades. Al ser una estrecha callejuela, no podía vigilar el escaparate sin ser vista, ni podía apostarme en el callejón donde se encontraba el acceso directo al apartamento. Así pues, me situé en la esquina de la catedral, camuflada entre grupos de visitantes, asomándome con frecuencia hacia la calle en cuestión.
Había adquirido un discreto sombrero para ocultar mi cabello y unas gafas de sol, y esperaba que, entre la gran afluencia de gente en aquella plaza, lograra pasar desapercibida. Permanecí buena parte de la tarde atisbando por la bocacalle hasta que, por fin, una pareja emergió de la tienda de antigüedades y caminaron cogidos del brazo hacia el extremo opuesto.
Reconocí a Luca al instante: que fuera tan alto me facilitaba localizarlo entre el gentío. Loretta iba enlazada a su brazo, prodigándole continuos arrumacos. Ya me adentraba en la calle cuando reparé en un hombre que bajó el periódico que leía con un gesto brusco, miró atentamente a la pareja y se encaminó tras ellos.
Lo seguí a cierta distancia. El hombre que vigilaba los movimientos de Luca capturaba fotografías de la pareja con el móvil. Anduve parsimoniosamente para acercarme a él y poder ver mejor su rostro; no obstante, me lo replanteé, pues si espiaba a Luca, debía de saber quién era yo. Decidí caminar a una distancia prudencial y observar lo que acontecía frente a mí.
Luca y Loretta se detuvieron en un puente, observando las góndolas que pasaban. La música de acordeones y las voces de barítonos se alzaron entre el barullo, entonando canciones de Caruso. Ver cómo Loretta rodeaba la cintura de Luca me incomodó, provocándome una punzada envidiosa que me apresté a estrangular. En cambio, él parecía ausente, sumido en su particular ensoñación mientras contemplaba el canal con una expresión que me desconcertó. Desde mi posición solo atisbaba a divisar su perfil, pero, a pesar de su relajada expresión, destacaba en la línea de sus hombros un claro matiz rígido anunciador de un acusado estado de alerta que, como he comentado, contrastaba con su pose y su semblante.
Sabía que estaba siendo observado, pensé en el acto. Cuando ella apoyó la cabeza en su hombro, él inclinó la suya a modo de cobijo. Era una postura romántica que me aguijoneó, pero también estudiada. Pude apreciarlo con claridad cuando Luca, de manera sutil, miró hacia un lado, oteando con ojos perspicaces a su alrededor. Fue un gesto breve, pero lo suficientemente revelador para mí.
Caminaron un buen trecho y, cuando se sentaron en un coqueto café, Luca, de nuevo, y aprovechando una carcajada, rastreó de un fugaz vistazo todo a su alrededor. En esos instantes, yo me detenía como una estúpida, como si permanecer inmóvil me hiciera invisible.
Denoté en su rictus cierta tensión cuando el hombre que lo seguía pasó por delante de él con la cabeza vuelta hacia otro lado, fingiendo ser un turista más. Y entonces me alarmé, pues, si se había percatado de aquel tipo, quizá también me hubiera descubierto a mí.
Y, como si mi pensamiento fuera premonitorio, Luca volvió entonces la cabeza en mi dirección. Me giré rauda, mascullando una maldición entre dientes, caminé esforzadamente despacio para no llamar la atención y comencé a alejarme.
No había sido buena idea, me repetí. Él tan solo pasaba la tarde con su amante. Probablemente cenarían en un lugar romántico y después la llevaría a su apartamento para hacerle el amor. La traicionera imagen de ellos dos enredados en su cama me agitó el estómago. Sacudí la cabeza para quitármela de encima y aligeré el paso.
No regresé por el mismo sitio. A decir verdad, no tenía ni idea de dónde me encontraba. El ocaso caía sobre Venecia, y los grandes rebaños de turistas abarrotaban los vaporetti rumbo a sus hoteles. La ciudad se descongestionaba a un ritmo frenético, y las adoquinadas callejuelas recuperaban su peculiar eco empedrado al caminar sobre ellas. El bullicio se diluyó en una calma reconfortante, antesala de una preciada quietud. El silencio que flotaba sobre aquella hermosa urbe, dueña de tantos secretos, era lo que dotaba de magia cada paso, y ese reverente silencio era la llave que abría el verdadero corazón de Venecia.
Me sentí envuelta en su hechizo y, cuando admiraba una antigua casa, al borde de un canal, me detuve presa de una extraña sensación de familiaridad. Como no conocía aquella parte de la ciudad, y además podía asegurar que me había perdido, la sensación aleteó por mi estómago buscando una explicación plausible a aquella repentina inquietud. Y entonces, una descripción coincidente me aceleró el pulso.
Muros de color bermellón, ventanas ojivales enmarcadas en blanco…
¡No podía ser!
¿Era el espíritu de Alonza quien guiaba mis pasos?
Como una autómata, me dirigí a la doble puerta de recia madera vieja y llamé al timbre.
Una señora de avanzada edad abrió y me contempló frunciendo el ceño, más para aguzar su vista que como mohín desconfiado.
—Disculpe, su casa es muy hermosa —comencé alabando con una sonrisa jovial—, ¿sabe de qué siglo es?
—Del diecisiete. Fue una antigua casa de placer, la regentó una cortesana muy famosa —respondió con orgullo.
—¿Carla Brunetti?
La anciana negó con la cabeza, y mi contrariedad debió de ser tan evidente que la mujer sonrió condescendiente.
—No, Alonza di Pietro —rectificó.
Abrí la boca y mis ojos se agrandaron con asombro. Sentí que me faltaba el aliento. Me costó tragar saliva, mi expresión se congeló y, por la alarmada expresión de la mujer, supe que había perdido hasta color.
—¿Se encuentra bien, señorita?
—Sí, yo…, es que Alonza di Pietro fue antepasada mía.
Esta vez le tocó a la mujer componer una expresión sorpresiva. Seguidamente, sonrió entusiasmada y me invitó a entrar.
Adentrarme en aquel angosto lugar fue como sumergirme en el pasado. Sentí en cada paso los de ella, en cada aliento el suyo, y mi piel se erizó con un cosquilleo que me estremeció. En las paredes había cuadros con escenas lúdicas de desnudos y de juegos sensuales. En otros, las bacanales eran más atrevidas, y hasta se apreciaba con lujo de detalles toda clase de actos sexuales.
—Hemos procurado conservar la esencia de este lugar. Algunos cuadros son de la época, otros los adquirimos, pero siempre intentando que se asemejaran en estilos, naturalmente —explicó la anciana, que parecía encantada con vivir entre tanta perversión visual.
Me condujo hacia un amplio salón y me ofreció tomar asiento.
—¿Le apetece un café?
Lo acepté con una agradecida sonrisa y, acto seguido, la mujer desapareció por otra puerta.
Paseé la mirada por la estancia recargada con profusión de detalles. Las paredes estaban empapeladas en estuco granate con relieves florales en dorado, donde el grueso marco blanco de las ventanas contrastaba vistosamente. Diversos muebles de nogal se repartían por la estancia, rotundos y añosos. Sillas tapizadas y cortinas de recio terciopelo con borlas de hilo dorado se recogían en curvos pliegues, dejando entrar la escasa luz de un ocaso que, entre aquellas laberínticas callejuelas, languidecía moribundo.
Espléndidos lienzos con escenas de la corte veneciana, del canal y de la piazzetta, todas de la época, se repartían por las paredes. En una esquina, junto a una de las ojivales ventanas, una lámina captó mi atención.
Era una muchacha de perfil, vestida con una túnica de la época, que miraba soñadora por una ventana. Me recordó a mí misma, en aquella foto que Luca escondía en aquel cajón. Solo que, a pesar de que el dibujo era a carboncillo, el largo cabello ondulado era claro y el perfil, más exquisito. Supe al punto de quién se trataba y quién lo había dibujado. Sentí una emoción intensa y alcé mi mano hacia el cristal que lo protegía del tiempo, recorriendo aquel rostro con subyugada solemnidad. Su expresión nostálgica la hacía parecer un ser etéreo, un hada de otro mundo. Verla frente a mí me impresionó, dejé escapar un gemido quedo y sentí un nudo en la garganta.
—Es un retrato anónimo —explicó la mujer.
Oí cómo depositaba una bandeja en la mesita junto al sofá y sus pasos acercándose a mí.
—Pero posee tan exquisita belleza, tan apasionada delicadeza, tan vívido realismo que decidí quedármelo. Parece una muchacha dulce y vulnerable, pero observe su mirada: a pesar de ese brillo triste, se puede apreciar determinación. Posee carácter, pero también fragilidad. Me pareció entrañable, y no fui capaz de venderlo.
—¿Dónde… lo encontró?
—Estaba en un baúl en el ático. La casa estuvo mucho tiempo cerrada, perteneció a una de mis antepasadas, pero nadie pareció quererla. Su rehabilitación era muy costosa y los impuestos feroces. Si no llego a cobrar el seguro de vida de mi marido cuando falleció hace cinco años, no podría haber afrontado los gastos. Cuando era niña solía venir a contemplarla, me fascinaba. Todavía recuerdo relatos de mi abuela sobre ella. Yo llevo el nombre de la antepasada que la heredó, una niña que acogió Alonza bajo su cuidado, hija de una de sus compañeras; se llamaba Chloe. La niña que tuvo y de la que llevo su nombre es Gina.
Algo serpenteó dentro de mí, sin duda el destino me cercaba, cerrando el círculo que había comenzado a dibujarse a mi alrededor tras recibir la carta de mi abuela Ornella. Era como si cada pieza se moviera ocupando su lugar en un puzle desordenado que comenzaba a entrañar sentido, de manera tan vertiginosa que me sentí mareada.
—Es… ella.
La mujer miró alternativamente el dibujo y a mí con expresión desconcertada.
—¿Alonza? —inquirió impávida—. ¡Oh, santa Madonna!
Asentí levemente, sin despegar mis ojos de aquel perfil regio. Me maravilló su realismo, daba la impresión de poder girar la cabeza en cualquier momento. Resultaba admirable cómo, con unos pocos trazos, la mano que la dibujó había capturado su alma. Y esa mano estaba tan presente en el lienzo como la propia Alonza. Aquella era la visión de Lanzo. Pensar en él me entristeció. Imaginar lo mucho que debía de haber sufrido la pérdida de la mujer que amaba me conmovía.
—¿Me… lo vendería?
Las profundas arrugas de su rostro se acentuaron en un ceño contrariado. Era evidente que nunca había pensado en desprenderse de él.
—Tomemos el café…
—Alessia —completé, todavía trémula.
Nos sentamos en el sofá y Gina sirvió los cafés. Parecía meditabunda y más inquieta que momentos antes.
Probé un sorbo y miré a la anciana mostrando mi deleite por aquel soberbio café.
La mujer me sonrió complacida y bebió del suyo. Sus ojos volaron hacia el grabado de Alonza y, tras dejar la taza sobre el plato, suspiró hondamente.
—Siempre he pensado que todo pasa por algo, que las casualidades no son más que las herramientas que usa el destino para cumplir sus designios. Y hoy usted ha llamado a mi puerta porque quizá su antepasada la ha conducido hasta mí.
Hizo una pausa y me miró abstraída.
—Llevo muchos años compartiendo mi vida con ella. Me otorgaba cierta paz contemplarla, preguntándome quién fue y qué secretos guardaba. Sintiendo una extraña conexión con ella. Era como un ángel al que, de vez en cuando, me confesaba. Siempre fui una mujer sociable, pero incapaz de abrir mi corazón y liberar mis inquietudes a mis amigos por no preocuparlos. —Compuso un mohín nostálgico y agregó tras otro largo suspiro—: Mi corazón se apagó cuando él murió y me quedé sola, y he tenido muchos momentos de abatimiento que he preferido guardarme para mí. Sin embargo, a ella le hablaba. —Esbozó una sonrisa tímida y encogió levemente los hombros—. Quizá piense usted que soy una pobre vieja loca, pero ha sido mi compañía muchos años y, bueno, desprenderme de ella…
—Gina —la interrumpí adoptando en mi tono un matiz dulce y comprensivo—, no debe sentirse obligada a venderme el retrato. Le pertenece, y, por lo que me cuenta, es parte importante de su vida. Entiendo su apego, ya no es un dibujo más, sino que existe un lazo afectivo que no me atrevería a romper. Para mí ha sido todo un descubrimiento encontrarla, poder… verla, y, obviamente, me emociona saber que aquel dibujo todavía perdura. Pero sí me gustaría poder… visitarla cuando sienta la necesidad.
La mujer ensanchó agradecida su sonrisa. Detecté un claro deje aliviado en ella, su rictus preocupado se distendió.
—Por supuesto, Alessia, puede regresar cuando lo desee. Me encantará recibirla. A mi edad, no recibo muchas visitas.
Terminé mi café, me puse en pie y me acerqué de nuevo al cuadro.
Absorbía subyugada cada detalle, memorizándolo, y, como si la necesidad de tocarla, de establecer un lazo con ella me guiara, paseé ensimismada mi dedo índice por cada trazo. Me detuve en su escote, donde pendía el colgante con la «L», y el mío cosquilleó en mi garganta. Con la otra mano lo toqué y, de algún extraño modo, forjé un vínculo emocional cerrando los ojos y dejando que mis sentimientos afloraran, deseando fervientemente sentir la fuerza de Alonza en mi interior.
Cuando los abrí, me topé con la mirada de Gina. Lo que vi en su semblante me desazonó. Parecía debatirse internamente, se mordía el labio y sus ojos eran huidizos.
Sostuve su mirada con firmeza y la mujer se rindió.
—Hay más ilustraciones —confesó—, todas claramente hechas por el mismo autor. Las tengo en un baúl en mi cuarto. Quizá desee usted verlas.
—Nada me complacería más, Gina.
Noté el pulso acelerado cuando la mujer salió resuelta del salón. El destino parecía haber salido en mi busca, y en verdad nunca había tenido tantos deseos de que me encontrara.
Cuando regresó, un intenso hormigueo se aposentó en mi estómago como si una colonia de insectos revoloteara en él.
Me acercó varias láminas plastificadas, amarillentas y ajadas, mordisqueadas por el tiempo.
Mi corazón se detuvo cuando comprobé que eran los dibujos que había encontrado Alonza en el cuarto de estudiante de Lanzo en Padua. Las iniciales de ambos entrelazadas dentro de un corazón, y dos manos unidas bajo la nieve. Sentí una emoción tan intensa que mis ojos se humedecieron.
—Veo que tienen un significado especial para ti —murmuró la anciana—. Puedes quedártelos.
—Es como… si ellos revivieran ante mí. En mi corazón son muy reales.
—¿Ellos?
Asentí.
—Alonza y Lanzo. Él es el autor de estos dibujos.
—Intuyo una gran historia de amor —aventuró compartiendo mi emoción.
—Lo fue, tan hermosa como trágica.
—Me gustaría tanto que me la contaras… ¿Verdad que regresarás pronto?
—Claro que sí, Gina, nuestras antepasadas estuvieron relacionadas, y quizá por eso el destino nos haya unido hoy.
—Sin duda, y por primera vez en muchos años, tengo una nueva ilusión.
Me acompañó a la puerta, le entregué una tarjeta con mi número de teléfono y nos despedimos con un sentido abrazo. Había algo en aquella mujer que me inspiraba una familiaridad acogedora, quizá su voz o su dulce mirada, quizá el nexo que nos unía.
Todavía en una nube de dichosa incredulidad, caminé ya en plena noche, con las láminas en mi bolso y el corazón alborozado, maravillada por aquel inusitado giro providencial, que estaba segura me conectaba con Alonza.
Embebida en mis pensamientos, no reparé en unos pasos que me seguían, ni en que las calles estaban desiertas.
Cuando mis alarmas quisieron despertar, ya fue demasiado tarde.
Unos brazos me rodearon, una mano cubrió mi boca y fui arrastrada contra un fornido pecho en dirección a un sombrío callejón.