CAPÍTULO 46
LA PROFECÍA
Lanzo se adentró en la casa y, a grandes zancadas, subió los peldaños de la escalera de dos en dos. Lo seguimos a la carrera hasta el cuarto de Chloe, y, cuando abrió la puerta, se precipitó sobre el lecho, donde ella gemía entre lágrimas, cubierta de sangre.
Aquella escena dantesca me detuvo en seco, haciendo que me tambalease.
Lanzo extrajo la daga de su cinto y rasgó con precisión de un tajo el corpiño de Chloe. Llevaba uno de sus mejores vestidos adaptados a su estado, algo que me indicó que había salido la noche anterior. El miedo se apoderó de mí.
Ayudé a Lanzo a desvestirla mientras le susurraba palabras tranquilizadoras.
Cuando descubrimos su torso me sentí desfallecer. Tres brechas sangrantes se diseminaban por su abultada barriga. Una bajo las costillas, otra en el centro y una tercera en el lateral. La habían apuñalado. Exhalé un gemido mortificado y miré aterrada a Lanzo.
Él se puso en pie, se quitó el abrigo, el jubón y se remangó la camisa hasta los codos.
—Necesito lienzos limpios, una jofaina con agua caliente, agua e hilo encerado —exigió con urgencia dirigiéndose a Elisa—. Y, por Dios, dime que tenéis opio en esta casa.
—Tenemos láudano, sé que lleva opio entre otras cosas y…
—No es suficiente —repuso disconforme—, necesito tintura de opio.
—Buscaré en el armario privado de la señora, es donde guarda sus hierbas.
Elisa salió presurosa del cuarto y Lanzo comenzó a explorar las heridas mientras yo acariciaba el rostro de Chloe, que me miraba dolorida y angustiada.
—Mi… niño… —sollozó contra la almohada.
—Todo va a salir bien. —Cogí su mano y besé su frente. Tenía el labio partido y la cara magullada.
—Tiene… que vivir —gimió desgarrada.
—Ambos lo haréis —musité con firmeza.
La puerta se abrió de nuevo y Elisa y otra doncella dispusieron junto a Lanzo lo que este había solicitado.
—Sí había tintura —anunció Elisa entregándole un pequeño frasco—, también he traído el láudano.
—De acuerdo, dale un trago mientras lavo las heridas. Necesito explorarla antes de intervenirla.
Nos miramos con gravedad. Tenía que abrirla para extraer al bebé, y ya había perdido mucha sangre.
—¿Quién te ha hecho esto? —pregunté acercando mi rostro al suyo. Fui incapaz de aguantar las lágrimas al ver su rictus de culpabilidad.
—La predic… ción se cumplirá.
—¡No! —exclamé cerrando con fuerza los ojos y conteniendo fútilmente los sollozos que rompían en mi garganta. Me sacudí sofocándolos, luchando contra la rabia que en aquel momento incendiaba mi alma.
—Fui en su busca —confesó contrita—. No, no debería haberlo hecho, pero lo hice. Lo mandé llamar y lo espe… ré fuera del pala… cio. —Chloe hizo una pausa en la que un violento llanto la sacudió inmisericorde.
La abracé con fuerza mientras Lanzo limpiaba sus heridas y evaluaba los daños.
Elisa me ofreció el frasco de láudano y, tras retirar los indomables rizos de su rostro, logré acercarlo a sus labios.
—Debes beber esto, te aliviará el dolor.
Chloe asintió y consiguió dar un trago generoso. Su mueca de sufrimiento al incorporarse ligeramente me hizo apretar los dientes.
—Massimo se enfadó mu… cho —prosiguió jadeante—. Discu… timos y me trajo a casa. Subió aquí y comen… zó a golpear… me. —Contraje el rictus devastada por un profundo acceso de odio y pena que me sacudió con la fiereza de un temporal—. Me dijo que volvería con… migo si… si perdía al niño. No quería un bas… tardo. Yo le dije que lo ten… dría, y entonces me gritó y se fue furioso. Pe… ro luego, luego regresó y… y me atacó.
Su voz volvió a perderse entre quebrados sollozos. Tomé su mano entre las mías y la apreté ligeramente. Ella oprimió los labios cuando Lanzo presionó las heridas con un lienzo para detener la hemorragia. Levantó el rostro y me miró. Su semblante tenso y su mirada grave me hicieron temer lo peor.
—Tienes que salvarlo a él —suplicó Chloe desesperada—. Yo no importo.
—¡Por el amor de Dios! Claro que importas —repliqué furiosa sintiendo una congoja tan grande en el pecho que no podía detener las lágrimas ni mantenerme serena—. Criaremos juntas a tu hijo, lo sacaremos adelante, y yo me encargaré de que no os falte de nada. Seremos muy felices los tres.
Chloe clavó en mí una mirada desolada, cargada de remordimientos y dolor.
—Aquella adivina me avi… só, y ahora su profe… cía se cumple.
Sus palabras se entrecortaron y su rostro comenzó a distenderse preso de sopor.
Lanzo palpó su barriga intentando adivinar la posición del bebé, inspiró profundamente y desenfundó su daga. Me mordí el labio asustada y recé para mis adentros pidiendo por la vida de Chloe.
Él cogió entonces el frasco con la tintura de opio y vertió quince gotas en una cuchara. La incorporé de nuevo para que tomara el remedio, pero Chloe se negó, mirando determinada a Lanzo.
—Si… tienes que elegir, sálvalo a él.
Él asintió ceñudo y acercó la cuchara a sus labios de nuevo. Ella abrió la boca y tragó el líquido con un mohín reticente.
—¿Es necesario? —inquirí temerosa—. Quizá si le coses las heridas…
—Es necesario, Alonza, el puñal ha perforado la bolsa donde se encuentra el bebé y puede que… —Miró a Chloe, que ya cerraba los ojos aletargada.
Asentí comprendiendo que quizá el bebé estuviera muerto.
Aguardamos unos instantes a que el opio obrara su efecto. Entonces Lanzo se puso en pie y se encaminó a la encendida chimenea. Se agachó y acercó la daga a las llamas, dejando que lamieran la hoja. Luego la hizo girar, aireándola, y se acercó de nuevo.
—Quizá sea mejor que salgas —aconsejó.
—No la dejaré sola, y quiero serte de ayuda. No me asusta la sangre.
Percibí el nerviosismo de las doncellas y les ordené que se fueran. Casi respiraron con alivio antes de desaparecer raudas.
Lanzo asintió y, con expresión concentrada, se inclinó sobre Chloe, que ya estaba sumida en una profunda inconsciencia. Trazó una línea horizontal invisible con la yema del dedo índice en su bajo vientre. Luego cogió aire, clavó la punta de su daga en el inicio de esa marca mental que se había creado y comenzó a deslizar la hoja con pulso firme hasta la longitud que consideró adecuada, sesgando carne, músculo y tejido para acceder a la cavidad abdominal. De la brecha manó sangre y una sustancia acuosa que se vertió ligera por la cama, arrastrándola consigo.
A continuación, Lanzo introdujo los dedos por la abertura con delicadeza y palpó en su interior.
—Si el puñal no lo ha atravesado, será un niño con suerte.
—No lo será si pierde a su madre.
—Haré cuanto pueda —prometió.
—Lo sé. No puede estar en mejores manos.
Introdujo más la mano agrandando la abertura. Su ceño se acentuó y comenzó a tantear buscando al bebé.
—Creo que tengo un pie, necesito encontrar el otro.
Al cabo, su semblante se iluminó y empezó a maniobrar para poder arrastrarlo fuera del vientre de su madre. Lenta y delicadamente, fue tirando hasta que fui capaz de ver los diminutos y ensangrentados pies de la criatura. Los sujetaba con firmeza en su mano y, cuando asomaron las piernas, Lanzo manipuló sabiamente el cuerpo, girándolo en ángulo para facilitar la extracción.
Junto con el pequeño cuerpo emergieron los fluidos encerrados con él.
Cogí uno de los lienzos y él lo depositó en mis brazos mientras examinaba al pequeño, inmóvil e inerte.
Era una niña.
Limpió como pudo la inmundicia adherida a su cuerpo en busca de heridas y descubrió un corte en un bracito.
—No respira —murmuré ansiosa.
Lanzo la puso entonces de costado y, con el dedo meñique, exploró el interior de su boca por si había algo taponando la garganta. Luego palmeó suavemente su espalda, pero la pequeña no reaccionó en modo alguno. Volvió a ponerla boca arriba y apoyó la oreja en su inerte y minúsculo pecho. Negó con la cabeza y me miró frustrado.
Posó la punta de su dedo en el centro de su pecho y comenzó con el dedo índice de la otra mano a martillear de manera regular, intentando que su corazón recibiera algún estímulo. Empecé a llorar en silencio al comprobar que no funcionaba. Me fijé en que tenía diminutos rizos pegados al cráneo: había heredado el cabello de su madre.
—Continúa haciendo este movimiento de igual forma —me pidió Lanzo pertinaz—. Tengo que extraer la bolsa y suturar a Chloe, está perdiendo mucha sangre.
—No funciona… —me lamenté llorosa.
—No vamos a rendirnos —sentenció firme.
Me regaló una mirada confiada y un gesto cariñoso. Me restregué las lágrimas con el antebrazo y comencé a repetir los movimientos que le había visto hacer. Una y otra vez, la yema de mi dedo repiqueteaba contra la uña del otro, rogando al cielo que obrara el milagro de la vida insuflando a aquel pequeño cuerpo con una bocanada de aliento.
Lanzo se afanó con habilidosa eficiencia en intentar salvar la vida de Chloe, mientras mi esperanza moría a cada instante con aquella pequeña sobre mi regazo.
Me detuve impotente y la alcé en el aire frente a mí.
—Tienes que vivir, Gina, te lo ruego… —le dije con furiosa impaciencia, recordando el nombre que Chloe había elegido para ella en honor a su abuela y creyendo firmemente que poner un nombre a un bebé de un ser querido desaparecido lo traía de vuelta—. ¡Maldita sea, Gina, abre los ojos! —exclamé autoritaria, alzando la voz y sacudiéndola vehemente.
Lanzo me dirigió una mirada compasiva, pero apretó la mandíbula y prosiguió con las suturas.
Y, como si aquel nombre fuera el suyo y lo reconociera, Gina abrió los ojos de golpe, cortándome el aliento.
—¡Gina! —sollocé con el corazón henchido de dicha.
Y la pequeña, a su modo, me contestó profiriendo un llanto desgarrado pero tan potente que inundó el cuarto con él.
La estreché contra mi pecho y la rodeé con el lienzo, riendo entre lágrimas y agradeciendo a quien estuviera ahí arriba aquella nueva vida que ya sentía parte de la mía.
Cerré los ojos emocionada y temblorosa y la acuné dulcemente. Cuando los abrí de nuevo, descubrí los de Lanzo fijos en mí, y su semblante afectado me conmovió. Le sonreí y me sonrió, orgulloso e impresionado. El amor que afloraba de su tierna mirada caldeó mi aterido corazón.
A continuación, volvió a centrar toda su atención en la sutura, y esta vez fui yo quien lo miró con absoluta adoración. Su dedicación y su lucha sin tregua por salvar una vida hicieron que comprendiera que aún podía amarlo mucho más.
—Venda su brazo, luego le echo una ojeada —me aconsejó.
Deposité al bebé en mi regazo, comenzó a bracear e incrementó su llanto. Rasgué una tira del lienzo que la envolvía y, con delicadeza, comencé a vendarlo; parecía un rasguño superficial, comprobé suspirando aliviada. De nuevo la envolví y la sujeté contra mi pecho: dejó de llorar al instante.
Entonces fijé mi vista en Chloe. Estaba extremadamente pálida, y eso que ella ya lo era. Aun así, su semblante se veía sereno, parecía dormir plácidamente. Lanzo había comenzado a cerrar las heridas de puñal con aplicado esmero, cruzando habilidoso los puntos y cerrándolas por capas. Ver la minuciosidad de su trabajo distrajo momentáneamente mi mente de mi preocupación principal: la vida de Chloe.
Pensé que el destino no podía ser tan infame arrebatándome a Chloe y a Carla la misma noche. La muerte ya se había cobrado una buena pieza con ella. Chloe tenía que vivir. Y, sin embargo…, a mi mente acudían las palabras de aquella adivina profetizando el ataque y su muerte.
—Es cuanto puedo hacer —musitó Lanzo poniéndose en pie y cubriéndola con la manta que habíamos dejado a los pies de la cama—. Ha perdido mucha sangre y está muy malherida. El bebé ha tenido suerte, pero creo que ella no la tendrá. La herida bajo sus costillas me preocupa, si ha dañado el pulmón, no tardará en morir —pronosticó mirándome con gravedad.
Se lavó las manos en el agua rosada de la jofaina. Enjuagó sus vigorosos antebrazos limpiando la sangre adherida y se secó con un lienzo mientras miraba a Chloe con un profundo ceño preocupado.
Inspiré una gran bocanada de aire que me supo a miedo y me acerqué a su lado. Deposité a su hija en la cama junto a ella y las cubrí con la manta.
—Ponla mejor sobre el pecho de su madre —aconsejó Lanzo.
Así lo hice, y luego las arropé bien. Me senté en la silla junto a la cama y me limité a mirarlas, suplicando para mis adentros que mi amiga viviera.
—Yo he de irme —anunció entonces Lanzo, bajándose las mangas de la camisa y colocándose el jubón.
Parecía agotado, su rictus continuaba tenso, pero sus ojos rebosaban tristeza, cansancio y una tenaz determinación que seguramente era lo que lo mantenía en pie.
Se puso el abrigo con movimientos secos y urgentes, limpió su daga y la enfundó en su cinto, junto a su espada. Ver aquella larga vaina me recordó lo que pensaba hacer a continuación.
Me puse en pie y me dirigí a él.
—Prométeme que tendrás cuidado —murmuré posando mis palmas en sus anchos hombros y mirándolo angustiada.
Él asintió con una mirada penetrante que luego posó en mi boca, evidenciando su deseo.
Acerqué mis labios a los suyos, tan anhelante como él, y lo besé con ansia. Como si aquel gesto fuera el alivio a tanto dolor, el bálsamo a nuestras heridas, el lugar donde refugiarnos de tan cruda realidad.
Me ciñó con fuerza contra su pecho y yo me alcé de puntillas para responderle con la misma pasión. Y, así, enlazada a su nuca, como siempre sucedía, me perdí en él.
Cuando nos separamos, nuestros ojos brillaban y nuestros corazones resplandecían en el conocimiento de que ese amor que nos había unido casi de niños jamás se extinguiría, pues ni la distancia, ni el tiempo ni mil vidas podrían apagarlo.
—Regresaré…
Y en aquella única palabra se encerró una promesa que intuí eterna.
Se giró hacia la puerta y, antes de que la cruzara, el vacío ya arañó mi alma. El frío comenzó a cercarme, aguardando a que el calor de su abrazo se diluyera para morderme. La soledad, no física, sino emocional, acrecentó la desgarradora incertidumbre por el destino de las dos personas que más quería en el mundo.
Me senté de nuevo e hice lo único que podía hacer: rezar a un Dios que pocas veces me había escuchado.
Chloe despertó ya entrada la mañana para ver a su hija dormitando sobre ella, para besar su frente y para saber que era una niña.
Me sonrió dulcemente, orgullosa y emocionada. Nos abrazamos y lloramos juntas, y, aunque la vi resplandecer, supe que aquello era una despedida. No obstante, le hablé de planes de futuro, de que envejeceríamos juntas y de un sinfín de nimiedades mientras la implacable Parca descargaba su guadaña sobre ella.
Expiró con una sonrisa en los labios mirando a su pequeña Gina.
Quise gritar mi dolor, aullar mi pena y maldecir a la muerte por acogerla, a la vida por despreciarla, y a ese Dios sordo y mudo que permitía que los demonios camparan impunemente entre nosotros, regalándonos infiernos como aquel.
Y en ese instante supe lo que debía hacer ante la pasividad de aquel ser supremo, mero e indiferente espectador de desgracias ajenas: impartir justicia.
Fue esa firme decisión lo que me dio la fortaleza necesaria para disponer su entierro, para enfrentarme a las chicas anunciando la muerte de Carla y mi nueva condición como dueña y señora de la casa y del negocio, y para asimilar que acababa de ser madre.
Y, mientras mi vida tomaba un nuevo rumbo, las palabras de Carla resonaban cada vez más claras en mi cabeza sobre lo innecesario de matar para acabar con un hombre: «Es tan fácil como desproveerlo de cuanto posee y cuanto ama. Como arrebatarle su dignidad, su orgullo y sus posesiones. Convertirlo en un ser despreciado por la sociedad, vilipendiado y deshonrado. Arrancarle el corazón, la dignidad y cuanto lo convierte en hombre, reduciéndolo a un simple despojo».
Ese sería el destino de esos demonios, y mi primer objetivo era un joven conde.
Piero Rossi murió en aquella alba trágica, rodeado de misterio, pues lo encontraron estrangulado sobre el escritorio de su despacho, aunque no se vio entrar ni salir a nadie de su casa. Y, como prometió, Lanzo regresó días después para ofrecerme consuelo, pero un abrazo no fue suficiente para mí.
Yo me había instalado en el ático, pues no quería volver a mi antiguo cuarto ni ocupar el de Carla, y fue ahí donde lo recibí.
Tras el abrazo, llegaron los besos, las caricias, los susurros y el deseo. Pero no un deseo cualquiera, no, sino uno que devoraba con tal desesperación que no parecía colmarnos por mucho que nos amáramos. Fue una noche inolvidable, pasional y mágica. Nos entregamos como nunca antes, jurándonos amor eterno, fundiéndonos entre lágrimas, convirtiéndonos en animales salvajes, marcándonos a fuego con un amor que nos quemaba por dentro, para terminar acurrucados uno contra el otro, prodigándonos caricias dulces y tiernas miradas.
Trémulos de placer y embriagados de amor, nos separamos sabiendo que él volvería a buscarme, o yo a él. Que nuestras vidas y nuestras responsabilidades nos conducían por caminos separados, pero que siempre habría un puente entre ellos donde nos encontraríamos para alejar el frío al que una vida no compartida nos abocaba.
Leonardo también venía a verme preocupado por mi bienestar. Me había ofrecido matrimonio y criar a Gina juntos, apartarme de aquella vida licenciosa y hacerse cargo de mí. Esta última frase fue lo que reafirmó mi decisión de continuar sola, haciéndome cargo de mí misma, sin necesitar el amparo ni depender de nadie, y menos de un hombre. También fui sincera con él respecto a mis sentimientos por Lanzo, aunque ya los conocía sobradamente; no le suponían un problema, al parecer. No obstante, éramos amigos y venía a visitarme a menudo.
Despedí a Francesca y a Giovanna de la casa del placer y contraté a dos prometedoras y bellas jóvenes que pronto se convirtieron en la delicia de los cortesanos.
Comencé a difundir rumores sobre las conductas depravadas de Conti y su gusto por la sangre. Descubrí que era muy amigo de Marco Rizzoli y aproveché ese dato para propagar una falsa relación homosexual entre ellos. También conseguí que corriera por toda Venecia que, en realidad, no era hijo legítimo de los Conti, sino bastardo, y así, poco a poco, fui minando su reputación, su estatus y su honra.
En cuanto a Marco, empecé a hacer lo mismo. Había heredado la flota mercante de su padre y, aunque como comerciante estaba resultando todo un fracaso, ayudé a su hundimiento con malas referencias a posibles contratos. Extendí el rumor de un brote de peste en uno de sus navíos y de sus acuerdos fraudulentos con encubiertos espías otomanos.
El marido de Caterina cayó preso del hechizo de Paola, una de mis chicas, por lo que conseguí de él costosas joyas y valiosa información que utilicé para arruinarlo.
Bianca ya tenía suficiente desgracia sabiendo que su marido me amaba y que acudía a mi lecho.
Y así pasó aquel intenso año, hasta que un frío día de noviembre recibí una carta anónima.
Tenía en mi regazo a Gina, ya con nueve meses y tan exacta a su madre que se me encogía el corazón. Sus grandes ojos turquesas embelesaban, y su ensortijado cabello castaño enmarcaba un rostro angelical y unos labios rubí.
Mientras ella jugaba con las cintas de mi corpiño, yo revisaba el correo cuando aquel sobre sin lacre y sin remitente llamó mi atención.
Era una amenaza de muerte, clara y concisa y, debajo, un triángulo con un ojo dentro: el emblema de la Sociedad de la Niebla.
Decidí acudir a los únicos que podían ayudarme, Monteverdi y Lanzo. Ambos coincidieron en que debía irme de Venecia, cosa que ni siquiera consideré. Como medida de protección, Lanzo trazó un plan.
Escribió en la última página del libro sagrado la clave descifrada y me pidió que lo escondiera en lugar seguro.
—Quizá llegué un momento en que puedas canjearlo por tu vida —murmuró preocupado.
—¿A cambio de que un desalmado obtenga semejante poder?
—Prefiero ese riesgo al de perderte.