CAPÍTULO 1
UN DESCONOCIDO ENTRE CANALES
Desde San Giovanni, tomé un tren hasta la Estación Central de Milán y, de allí, hasta Santa Lucia, en Venecia. El vaporetto fue mi último medio de transporte hasta el hotel Rialto, en pleno corazón de la ciudad, junto al emblemático puente.
No sé muy bien por qué lo escogí, pero algo me llamó hacia esa zona en particular. Había elegido despreocupadamente la suite júnior con vistas al Gran Canal pensando en dilapidar mis últimos ahorros; de todas formas, yo ya no estaría cuando los buitres bancarios devoraran mis propiedades. Era mi última gran aventura y no pensaba escatimar en gastos.
Me registré ante la formal y profesional expresión del recepcionista, impaciente por tirarme sobre la gran cama adoselada que había visto en las fotografías de mi reserva por internet y comenzar mi lectura.
Un botones me acompañó hasta la segunda planta y me abrió la puerta con una inclinación cortés de la cabeza, entregándome la tarjeta de mi habitación.
Me adentré en el cuarto lentamente, absorbiendo cada detalle con cierta solemnidad. Las paredes estaban forradas de una elegante seda rosada adamascada, los muebles eran de corte renacentista, lacados en crudo con detalles florales. Una gran ventana frente a la cama daba al Gran Canal y otra lateral más estrecha, al puente de Rialto. Pesadas cortinas de tafetán dorado caían a cada lado del marco, y un tenue visillo de gasa blanca tamizaba la luz de la tarde. En una esquina, un coqueto escritorio del mismo estilo con una preciosa silla tapizada en dorado. Más allá, una butaca frente a una mesita de café y una cómoda con espejo a juego.
Abrí las ventanas, dejando que una brisa acariciadora agitara mi cabello. Junto a ella, el ruidoso bullicio de una ciudad mágica congestionada por el turismo, pero que aun así no mermaba su encanto. Una variopinta y colorista ola de visitantes abarrotaba el puente en un vaivén casi hipnótico, como una serpiente vistosa ondulando por sus adoquines. Justo frente al hotel se encontraban la parada del vaporetto, restaurantes, tiendas y esa misma serpiente lánguida y ruidosa recorriendo cada callejón. Me descubrí sonriendo a pesar de no ser mi primera visita a la ciudad, deseosa de perderme por sus calles, deambular sin rumbo y paladear un último recorrido en góndola. No, no había despedida mejor.
Me quité los zapatos y mi cazadora de piel verde botella y me desperecé con más ligereza que días atrás. No me molesté en abrir la maleta, tan solo extraje de mi bolso el diario y me lancé sobre la cama. Cerré los ojos y, con el antiquísimo volumen sobre mi pecho, me sentí otra. Una inusitada excitación comenzó a iluminar pequeños reductos de mi ser que se habían apagado en los meses anteriores. Un amago de entusiasmo perpetuó aquella sonrisa tan extraña en mí, sembrando un cosquilleo desconocido en mi pecho.
Me incorporé ligeramente y me acomodé en los mullidos cojines que descansaban sobre las almohadas. Flexioné las rodillas y apoyé el libro en mis muslos.
Con actitud reverencial, lo abrí, resiguiendo con la yema de mis dedos el ajado pergamino. Lo primero que me sorprendió fue que no hubieran hecho una copia para estudio, pues a todas luces aquel libro era el original. En mi opinión, era una valiosa antigüedad que debería haberse conservado en un lugar adecuado, casi me parecía una aberrante profanación tocarlo sin guantes. Aun así, y puesto que yo era la última descendiente de aquel linaje, pensaba disfrutar de cada línea, aroma y tacto con total libertad. Sin embargo, en ese instante decidí donarlo a un museo para que jamás se perdiera la historia de mi antepasada, de mi estirpe.
Deslicé mis ojos por los primeros renglones:
Esta es la vida de Alonza, meretriz, espía, esclava y superviviente, pero sobre todo la historia de una mujer que entregó su corazón para no recuperarlo jamás.
Tragué saliva: aquel principio auguraba una historia intensa y dramática. Solté el aire contenido y continué:
Venecia, República de la Serenísima, año 1630.
Tomé aliento de nuevo. Aquel año fue el de la gran plaga, la peste negra redujo a un tercio la población italiana. Más de sesenta mil venecianos murieron ese año.
Me disponía a proseguir cuando el zumbido de mi móvil me interrumpió.
No recibía muchas llamadas, y aunque me tentó dejarlo sonar, algo me impulsó a alargar el brazo hacia el bolso y sacar mi smartphone.
Número desconocido. Titubeé un instante hasta que acepté la llamada.
—¿Dígame?
—¿Alessia?
Aquella desconocida voz varonil y rasgada me envaró. A ese tono, un tanto íntimo, se sumó una sucinta familiaridad que me desconcertó.
—Sí, soy yo, y ¿usted es…?
—Luca Vandelli.
—No conozco a ningún Luca.
—Por algo te llamo: para que me conozcas.
Creí detectar un leve atisbo irónico en su tono que me incomodó.
—¿Y si no quiero conocerlo? —espeté con sequedad.
Una pausa. Oí un suave y contenido resoplido, como si estuviera pensando su respuesta o quizá armándose de paciencia.
—En tal caso, tendrás que ir sola a Poveglia.
Apreté los labios, recordando el nombre de la carta de mi abuela.
—Disculpe, señor Vandelli, claro que…
—Luca —me interrumpió rotundo.
—Luca —repetí algo molesta—. Solo que pensaba que yo tendría que llamarlo en caso de decidir…
—Me he adelantado —volvió a interrumpirme—. Puesto que has venido a Venecia, he presupuesto tu decisión.
Agrandé los ojos con semblante demudado.
—¿Cómo sabe que…?
Otra pausa. Pude percibir su indecisión.
—Si quieres respuestas, te las daré en persona —musitó por fin—. Dentro de una hora paso a por ti.
—Señor Van…
Esta vez, el pitido del teléfono llenó el silencio. ¡Me había colgado!
Arrugué el ceño y maldije para mis adentros.
Cerré el libro y lo dejé sobre la mesilla.
Tras una renovadora ducha, me puse un sencillo vestido azul marino, me hice una coleta alta y, tras mirarme detenidamente en el espejo, tan solo me animé a ponerme brillo de labios. Mi tez demacrada pedía a gritos maquillaje e iluminador; mis apagados ojos, algo de máscara que los resaltara, y mis mejillas, color. Acababa de cumplir treinta y seis años y, aunque nunca me había cuidado excesivamente, conservaba la figura y mi piel lucía tersa y firme, pero ya sin luz en ella, igual que tampoco tenía brillo en la mirada.
Me incliné sobre el lavabo y contemplé mis ojos un largo instante. Una pesada tristeza se había afincado en ellos, endureciendo mi rictus y apagando mi tez. Esa melancolía se había infiltrado lentamente, pasando de puntillas hasta el centro mismo de mi alma, de manera tan furtiva que apenas me había apercibido de aquella sibilina invasión. Hasta que una mañana me di cuenta del tiempo que llevaba sin sonreír, sin encontrar una razón contundente para levantarme cada día, sin tener un solo motivo para salir de casa. Y, a partir de aquel momento, la mayoría de mis actos fueron mecánicos, mis pensamientos grises y mi alma insustancial. Incluso en los instantes en que recordaba mi vida en pareja, descubría apesadumbrada que tampoco me había llenado por completo, que ese vacío que ahora me inundaba por entero no era sino una extensión más aterradora de aquel pequeño reducto que había logrado contener con una vida corriente, que al menos ocupaba mis días y distraía mi mente.
Siempre había atribuido mi desánimo a la ausencia de niños, y achacaba a eso el haber sido incapaz de retener a mi esposo. Pero con la perspectiva que daba la soledad, comprendí que, si nuestra relación hubiera sido sólida, no habría sido necesaria la compañía de hijos ni él se habría fijado en otra mujer. Y desde esa misma perspectiva llegué a perdonarlo. Él tampoco era feliz ni se sentía completo, y en el final de nuestro matrimonio no había más culpable que la caducidad de una relación que nunca había terminado de cuajar. Ahora, él se sentía pleno con su nueva pareja, y yo…, bueno, yo era una sombra que vagaba sin rumbo, sin nada ni nadie que animara mis pasos, hasta ese día.
Ese día un desconocido vendría a recogerme. Y parecía un hombre acostumbrado a imponer su voluntad. Sería interesante ver hacia dónde llevaría esos pasos míos.
Decidí bajar a recepción. Si conocía mi paradero, conocería también mi aspecto.
Me senté en un cómodo tresillo de piel negro de cara a la puerta y cogí una revista para ojearla mientras escrutaba la entrada.
Al cabo de un rato, un hombre alto, de buen porte, cruzó la puerta y avanzó con paso seguro hasta la recepción. De pronto, sus ojos tropezaron con los míos y se detuvo en seco. Fui plenamente consciente de su mirada de reconocimiento y me puse en pie aguardando su presentación.
—Eres muy observadora, Alessia —me alabó tendiéndome la mano.
Esbozó una sonrisa aviesa e inclinó cortés la cabeza.
—Y usted muy predecible, señor Vandelli.
El hombre sonrió abiertamente. Sus cálidos ojos castaños refulgieron aligerando su gesto.
Era atractivo. Sus esponjosos labios captaron mi atención más de lo debido. Tuve que obligarme a retirar la mirada y recomponer mi expresión admirada.
Se pasó la mano por su espeso cabello oscuro, acomodándolo, en un gesto que dudé en interpretar como nervioso o vanidoso. Su mirada también se demoró en mi rostro, absorbiendo mis facciones como si deseara memorizarlas, o quizá encontrando en ellas algo que atraía su atención.
—¿Desde cuándo lleva vigilándome?
—Si comienzas a tutearme, te lo diré. Pero antes —hizo una intencionada pausa para clavar su mirada taimada en la mía—, permíteme llevarte a la alcoba.
Entorné los ojos sorprendida y lo escruté ceñuda.
—En mi alcoba no hay nada de su interés.
—Pero en la mía sí —murmuró.
Sonrió mordaz y, tras un leve gesto hacia la puerta, tomó mi antebrazo y me guio hasta la salida.
—Iremos a su hotel —apunté severa— y cogerá lo que quiera enseñarme mientras yo lo espero en la recepción.
Él tan solo sonrió con cierto aire divertido, me guiñó un ojo a modo de aprobación y salimos al exterior.
La algarabía a aquellas horas era notable. De la estación del vaporetto emergían numerosos grupos de turistas que se aglutinaban en la calle, obstaculizándonos el avance. El señor Vandelli se tomó la libertad de cogerme del brazo de modo protector mientras nos filtrándonos entre el gentío. Lo miré reprobadora, pero él se limitó a ignorarme, centrado en el avance. Se detuvo en el siguiente embarcadero y me condujo hasta un taxi acuático.
—No está lejos —aclaró—, pero ante la marea de turistas que inunda la ciudad a estas horas, mejor por el canal.
Tan solo asentí y me senté mientras él daba la dirección y el dinero al taxista.
Las oscuras aguas del canal estaban prendidas de destellos, dando la impresión de un manto negro engarzado de perlas iridiscentes. Los coloridos edificios, la vida que bullía sobre los antiquísimos adoquines, las luces, las vibrantes melodías de acordeones y el animoso murmullo de conversaciones y risas exaltaban el ánimo de cualquiera, incluso el mío.
El ruidoso sonido del motor del barco predominó sobre el resto. El señor Vandelli se sentó junto a mí mostrando una excesiva familiaridad; era tal su naturalidad que parecía conocerme de toda la vida. No se comportaba como un desconocido, su exceso de confianza me turbaba sobremanera y por esa razón o por alguna otra me tensé incómoda y miré por la borda hacia la bulliciosa ciudad, ignorándolo.
—Espero no intimidarte, Alessia, nada más lejos de mi intención.
Me giré para mirarlo, sus penetrantes ojos castaños se clavaron en los míos, como si buscara algo dentro de ellos. Su intensidad me secó la garganta. Bien era cierto que no estaba acostumbrada a la compañía masculina y que el tipo era atractivo, con un claro y atrayente halo varonil que despertaba mis adormecidas hormonas. No era guapo en sí, pero su rostro anguloso, su mirada profunda y directa, sus carnosos labios, siempre con una peculiar sonrisa de suficiencia, y su aplastante seguridad irradiaban magnetismo, aunque también cohibían.
—No lo hace —mentí—. No se preocupe, solo admiraba la ciudad.
—¿Crees que no percibo tu incomodidad? —Se giró en su asiento, apoyando el codo en el respaldo mientras adoptaba una posición de excesiva intimidad—. Espero que se deba al tiempo que has pasado sola y no a mí.
—Lo hace adrede, ¿verdad? —inquirí dirigiéndole un gesto adusto.
Las comisuras de sus labios se estiraron en una sonrisa indefinida.
—Quizá —reconoció, formando un mohín travieso—. De alguna manera tendré que romper tu… frialdad.
—Y ¿suele romper muros de hielo en tan poco tiempo, o acaso quiere batir algún record?
Apoyó indolente la barbilla en su mano y negó sucinto con la cabeza.
—No, contigo uso el tratamiento de choque.
No pude evitar sonreír ante su refrescante franqueza.
—Y ¿realmente espera que funcione?
—Realmente lo espero. El desconcierto suele obrar maravillas, baja la guardia y desnuda más que cualquier otra emoción.
La musicalidad de su tono me embriagó. En ese momento comprendí que su voz era otra de sus armas: sabía modularla con una cadencia baja y profunda similar a un ronroneo acariciador, capaz de subyugar envolviendo en su hechizo. Pero ¿qué quería realmente de mí? ¿Aquello era parte de su acostumbrado ritual de seducción? Y, si lo era, ¿por qué quería conquistarme? No era una mujer especialmente llamativa ni me consideraba guapa; bonita a lo sumo. Pero ese hombre tenía el potencial suficiente para atraer a la mujer que se propusiera, lo que me dejaba una sola respuesta a su conducta: interés en lo que pudiera descubrir sobre el tesoro. Debía andarme con cuidado, me dije.
—Apúntese su primer tanto. Me desconcierta usted, señor Vandelli.
—La franqueza suele causar ese sentimiento.
Bajé la mirada algo turbada.
Me fijé en sus manos de dedos largos y elegantes, uñas cuidadas y gráciles movimientos. No llevaba anillos, solo un reloj deportivo que contrastaba con su atuendo. Llevaba una camisa blanca y unos pantalones formales de tela azul marino. Era alto y delgado, pero fibroso, su porte destilaba una rotunda autoestima, y sus movimientos felinos exudaban agilidad y elasticidad. Era un hombre que se cuidaba, seguramente practicaba deporte, también se percibía en él una viva inteligencia. Quizá fuera analista, me aventuré a conjeturar por cómo examinaba su entorno con tan concienzuda frialdad.
Inmersa en mis particulares suposiciones, no reparé en que la barca había arribado a nuestro destino.
Se puso en pie y me ofreció su mano. Sin embargo, la rechacé altanera, me adelanté y dejé que el taxista me ayudara a subir a la acera.
Cuando miré hacia arriba, mis labios se curvaron en una sonrisa divertida que logré esconder rauda cuando él llegó a mi altura.
—Bienvenida a L’Alcova —anunció con pompa.
Era el nombre del restaurante que tenía frente a mí.
—Muy gracioso —acusé.
—Parece que no lo suficiente —se lamentó él y, tras otra de esas miradas indescifrables, añadió—: He reservado una mesa en la terraza. Espero que las vistas y la comida tengan más éxito en tu ánimo que mi compañía.
—Si empieza a darme respuestas, seguro que lo mejora.
Se limitó a asentir y me condujo hasta una mesa al fondo, pegada a la barandilla que daba al canal. El lugar era romántico y acogedor. Un centro de flores rojas adornaba una mesa cuadrada con mantel blanco de fino hilo; un candil con una vela roja otorgaba calidez e intimidad al ambiente.
Nos sentamos uno frente al otro.
Una suave brisa primaveral acarició mi rostro e, instintivamente, cerré un momento los ojos. A pesar de que el local estaba repleto y las conversaciones se superponían unas a otras en un batiburrillo disonante, el hilo musical lograba hilvanar los sonidos, uniéndolos con un violín prodigioso, que reconocí como el de Paganini.
—Hermosa música —proferí.
Cuando abrí los ojos, lo descubrí absorto en mí.
—Muy hermosa, sí —pronunció pausado, recorriendo mis facciones con su mirada.
Me agité en mi asiento y, aunque deseé desviar la mirada, me sentí atrapada por su propia fascinación.
—Es la Sonata del diablo, de Niccolò Paganini —anunció—. Curioso título para una melodía romántica, ¿no te parece?
—Decían de él que hizo un pacto con el diablo para poder tocar como un ángel —recordé de una de mis clases de música de la universidad.
—Como la leyenda que persiguió a otro famoso violinista, Tartini, aunque fue él mismo quien la inició.
—Sí —confirmé—. En ese caso, él soñó que retaba al diablo a tocar una melodía romántica. Cuando despertó, se apresuró a escribir las notas para no olvidarlas y triunfó.
—¿Dónde está Dios cuando se lo necesita? —bromeó él.
Sonreí abiertamente y él de nuevo demoró su mirada en mi rostro.
—Me lo he preguntado muchas veces —respondí más distendida.
—Me habría gustado ver a Paganini ejecutando sus obras inmerso en el éxtasis creativo que conseguía romper las cuerdas de su violín.
—También a mí —coincidí—, pero él preparaba adrede esos finales tan dramáticos para impresionar a su público.
—Lo sé, todo un genio —adujo, alzando la mano para llamar al camarero—. La clave para impresionar sin duda es… dar un buen golpe de efecto.
Me miró con intención y sonrió seductor.
El camarero nos entregó las cartas y se retiró tras una cortés inclinación de la cabeza.
Tras elegir una ensalada, unos platos de pasta y un refrescante vino rosado, decidí focalizar la conversación.
—Quiero mis respuestas, señor Vandelli —pedí con atrevida rotundidad.
—Y yo quiero que me tutees, Alessia.
Sostuvimos un duelo silencioso hasta que asentí y pude ver un leve atisbo de regocijo en su faz.
—Luca —comencé. Sus ojos refulgieron triunfales—, ¿quién eres realmente y qué sabes de mí?
El camarero irrumpió para servirnos el vino, aguardó a que lo probáramos y diéramos nuestra aprobación antes de desaparecer de nuevo.
Luca tomó su copa y bebió sin dejar de observarme por encima del borde. No supe si su expresión de goce se debía al rosado líquido o a mí, porque me sentí bebida por su atrapante mirada.
—Soy criptógrafo, tu abuela contactó conmigo para descifrar el diario de tu antepasada. Tengo una copia en mi despacho para el estudio. —Estrangulé una sonrisa aliviada—. Sin embargo, estoy completamente seguro de que, a pesar de que tu abuela descubrió el nombre de Poveglia gracias a un simple acróstico, y de que esa isla aparece entre sus páginas, creo que…
—¿Acróstico? —lo interrumpí intrigada.
—Los acrósticos son palabras o frases que se esconden en un texto. La manera más común son los poemas en los que la primera letra de cada verso forma la frase o la palabra que se desea ocultar, o separadas por un patrón de letras repetitivo.
—Fascinante —argüí con franco interés.
—Creo que algo se nos escapa —continuó—, y que ese algo está oculto en esos pergaminos cosidos. Estoy convencido de que no se usó ningún códice ni método criptográfico, sino una versión antigua de la esteganografía. —Hizo una pausa para beber de nuevo, aprovechando para ahondar en mi expresión.
Yo abrí la boca para preguntar otra vez cuando él alzó su mano presto a continuar.
—La esteganografía es una ciencia que trata el estudio y la aplicación de técnicas que permiten ocultar mensajes u objetos dentro de otros, llamados portadores, de modo que no se perciba su existencia. Es decir, procura ocultar mensajes dentro de otros objetos y de esta forma establecer un canal encubierto de comunicación, de manera que el propio acto de la comunicación pase inadvertido para observadores que tienen acceso a ese canal. En aquella época era común usar jugo de limón para escribir, digamos que es el origen de la tinta invisible. Pero ya pasé una bombilla de calor por cada página revisando con detenimiento todo el contenido en presencia de tu abuela, preocupada porque aquel procedimiento dañara el volumen. El calor oxida el cítrico y es cuando aparecen las líneas ocultas de un intenso color marrón, revelando el secreto. No obstante, y para nuestro desencanto, nada se reveló ante nosotros. Tampoco hay imágenes anamórficas, ni pentagramas musicales, tan usados en el Renacimiento para encriptar. Aun así, estoy plenamente convencido de que hay un portador entre esas páginas.
—¿Cuánto tiempo llevas estudiando el diario?
—Bastante menos del que le dediqué al manuscrito Voynich, pero la frustración es la misma.
Agrandé los ojos francamente impresionada.
—Pertenecí durante un tiempo a uno de los equipos que lo estudiaban.
—Hay algo que no entiendo —objeté contrariada—. Eres un profesional en la materia y aún no has hallado nada que indique que el diario encierra la ubicación de un tesoro, ¿por qué estás tan convencido de ello?
Llegó la ensalada caprese y Luca me alentó a comer. Me serví y me llevé un delicioso trozo de mozzarella fresca, tomate y albahaca a la boca. Paladeé gustosa y mastiqué mientras él me observaba sin comer.
—Delicioso, ¿verdad?
Asentí, tragué el bocado y aguardé su respuesta.
—Porque, si no, la muerte de Alonza no tendría sentido, su lucha y su último deseo; porque tu abuela sacrificó su vida por el mismo motivo, y por otra razón que prefiero guardarme para mí.
—Y ¿qué esperas sacar de todo esto?
Luca sostuvo mi mirada un instante antes de desviarla hacia el Gran Canal para sumirse en él con semblante soñador. La luna, que se reflejaba desdibujada en sus aguas, era mecida por el suave y perezoso bamboleo de las góndolas.
—Venecia es tan hermosa como enigmática —murmuró ensimismado—. Esconde multitud de secretos. Fue la única ciudad de su tiempo que permitió el uso de máscaras desde la antigüedad para equiparar a sus ciudadanos, otorgándoles así una libertad inusual. Sin rostro, todos tenían voz, todos eran iguales. Pero aquello desató el libertinaje, la promiscuidad y los delitos. Y su uso fue restringido a unos pocos días al año: ese fue el origen del carnaval.
»Los venecianos somos curiosos, traviesos, ingeniosos y creativos, una habilidad nacida de nuestro constante anhelo por sortear las leyes y los mandamientos, las imposiciones en general. —Hizo una pausa para prodigarme una sonrisa pendenciera que me dejó presa de su boca unos segundos—. La libertad siempre nos sedujo —añadió—, los placeres pesaban más que los deberes, lo que hizo que nos refugiásemos en una sutil hipocresía. Pero, para entender por qué creo en la palabra de Alonza, debes leer su historia; tú más que nadie ha de hacerlo.
Cuando me miró de nuevo, sus ojos adquirieron una gravedad tan respetuosa que me perturbó sobremanera.
—Estoy convencido de que solo tú hallarás la clave de este misterio —agregó vehemente.
—¿Qué habría pasado si hubiera decidido no venir y olvidarme del asunto?
Su rostro dibujó una mueca vacía, aunque su rictus se contrajo perceptiblemente.
—Llevo tiempo vigilándote, ansiando intervenir. Solo te diré que esto se ha convertido en algo personal para mí, y no solo porque llegué a cogerle un gran afecto a Ornella. Si no lo hice fue porque ella me lo pidió, como también deseaba estar al tanto de tu vida. Yo la mantenía informada. En cuanto a tu pregunta, nunca concebí que no sintieras curiosidad.
Aquella confesión me desazonó. Saberme espiada implantó en mí una sensación estremecedora que serpenteó por mi columna. Reprimí un escalofrío.
—No eres un simple criptógrafo contratado por mi abuela, por lo que parece.
Luca tomó su copa y bebió despacio; parecía tenso y contenido.
—Soy mucho más que eso —reveló pasando sus dedos entre su espeso cabello oscuro—. Y ahora disfrutemos de la cena… Al terminar te llevaré a tu hotel y comenzarás la lectura. Y, cuando la acabes, no antes, iremos a Poveglia y allí estudiaremos juntos las posibles pistas.
—Poveglia es una isla fantasma —aduje nerviosa.
—Es una isla deshabitada —corrigió—. La llaman la isla de los muertos porque, durante la gran plaga, se llevaba allí a los que habían sucumbido a la peste para calcinarlos en fosos. Lo peor es que lanzaban a esos fosos a hombres, mujeres y niños todavía vivos, aunque infectados. En pocos años, unas ciento sesenta mil almas acabaron morando allí. También está la historia del hospital psiquiátrico que fundaron en la década de 1920. Allí, los doctores sometían a todo tipo de cuestionables experimentos médicos a sus pacientes mentales: trepanaciones, lobotomías y un largo etcétera. Dicen que el director acabó arrojándose del campanario del hospital porque lo acechaban los fantasmas de sus pacientes. Yo creo que lo tiraron. Aun así, no es un lugar… agradable.
—Gracias por aumentar mis deseos de ir —repuse mordaz.
—Irás conmigo, y te aseguro que no creo en fantasmas; sin embargo, son los mejores guardianes para proteger un tesoro. Nadie en su sano juicio se acerca a esa isla, es el mejor sitio para esconder algo.
—Y ¿piensas excavar cada tramo? —pregunté sardónica.
—Pienso que juntos conseguiremos descifrar el misterio.
—Tu confianza, Luca, es meritoria.
—Tanto como tu desconfianza, Alessia.
Sonreímos al unísono. Alzó su copa y brindamos sosteniendo nuestras miradas.
—Es curioso —musité pensativa—, hace tiempo que me siento un fantasma.
—También yo. Quizá permanecer tanto tiempo en silencio y a la sombra obre ese efecto.
Lo miré fijamente, tan sumida en mis pensamientos que me sobresalté cuando su mano se posó sobre la mía.
—Te traeré de vuelta, te lo prometo.
Y, por algún motivo, supe que esa promesa encerraba algo más profundo.