CAPÍTULO 33
ENTRE LA NIEBLA
Ya salíamos de la botica cuando ella entró bamboleando sus grandes caderas y portando una gran cesta de mimbre. Parloteaba animosa, revolviendo las hierbas del interior de su cesta y, cuando alzó la vista y me vio, sus ojos se abrieron como si hubiera visto un fantasma. Seguramente mi rostro se asemejaba al suyo, pero en ambas la sorpresa que nos demudaba dio paso a una dicha tan emotiva que apenas fuimos capaces de expresar palabra.
La mujer se llevó la mano al pecho y sonrió entre lágrimas, gesticulando su asombro.
—Alonza…
Se acercó a mí, soltó la cesta y cogió mi mano mirándome conmovida.
—Cuando supe que estabas viva, no podía creerlo. Yo lloré tu muerte, mi niña.
—Concetta, cuando regresé, te busqué y también temí por ti.
—Escapé de esta casa, a la que ahora he vuelto para servir a nuestro Lanzo. —Dirigió la mirada a mi espalda y sonrió maternal. Saberlo justo detrás de mí me aguijoneaba el pecho—. Me refugié en casa de una amiga por temor a las represalias. Tiempo después, me topé con Lanzo en el mercado y me pidió encarecidamente que dirigiera su casa, que ahora era suya. Y acepté, para mí siempre fue como un hijo.
Lanzo nos rodeó, acercó a Chloe una banqueta y la sentó cuidadosamente. Entonces, abracé a Concetta y dejé que sus gruesos brazos caldearan mi ánimo.
—Mi niña…, he llorado tanto por vosotros…
—Ahora estamos bien, aquello ya pasó —murmuré tranquilizadora.
Concetta me sonrió inspeccionándome perspicaz. Por cómo entornó los ojos y frunció los labios, tuve la impresión de que no estaba muy convencida. Después observó a Lanzo, que, a mi lado, me miró de soslayo evidenciando su incomodidad.
—Las grandes cosas nunca pasan, y lo vuestro es muy grande.
Mantuvimos un silencio tenso cargado de emociones despuntadas que apenas lograba contener.
Concetta percibió nuestra tirantez y su rostro se endulzó con una afligida comprensión que derramó en una sonrisa tierna y compasiva.
—Tengo que marcharme —anuncié mirando a Chloe—. Mi amiga está enferma y he de llevarla a casa.
—Vendrás a visitarme, ¿verdad?
—Quizá sea mejor que me visites tú —espeté prudente.
Concetta torció el gesto y miró a Lanzo demandando silenciosamente su apoyo. Pero este permaneció mudo, con los puños apretados y el rostro pétreo.
Me dirigí hacia Chloe, que observaba atenta la escena, y la ayudé a levantarse.
—Me encuentro mejor —arguyó mirando agradecida a Lanzo, que le devolvió una sonrisa tan dulce que amenazó con derribar mis defensas.
Cuando me miró a mí, su rictus cambió, y la tristeza lo invadió con un tinte tan apesadumbrado que oscureció su faz.
Bajé la vista y, del brazo de Chloe, me dirigí a él con formalidad y frialdad:
—Gracias por todo, no volveremos a importunarte.
Un leve temblor pulsó en su mandíbula y sus ojos relampaguearon molestos.
—Volved cuando me necesitéis, para eso estoy aquí.
Su mirada subrayó sus intencionadas palabras. Sentí sus ojos clavarse con tanta intensidad en los míos que todo mi ser se revolvió ante la sola de idea de salir de allí para no regresar.
Tragué saliva y desvié la vista. Me pesaba el corazón y me ardían los ojos.
—Concetta, siempre estaré para ti. No dudes en visitarme, te he echado mucho de menos.
La mujer volvió a abrazarme conmovida y asintió esbozando una sonrisa dichosa.
—Claro que lo haré, tenemos mucho que contarnos.
Nos encaminamos hacia la salida y, antes de abrir la puerta, volví el rostro y lo miré.
—Adiós, Lanzo.
Sus ojos graves y afectados se perdieron en los míos. Su rictus se endureció en contraste con la maraña emocional que inundaba su húmeda mirada, y pareció luchar contra sí mismo antes de abrir la boca.
—Adiós, Alonza.
Salimos al exterior y, a cada paso que daba, un pedazo de mi alma se desligaba, flotando invisible tras de mí para desfragmentarse en una nube de polvo etéreo, dejándome incompleta de nuevo, vacía y fría.
Y, como bien había dicho Lanzo, mi corazón quedaba en aquella botica junto a él. Y el hueco que ahora anidaba en mi pecho comenzaron a ocuparlo la furia, la ambición y la venganza.
—Está mucho más apuesto y varonil —mencionó Chloe—, y tan enamorado de ti que se le salía el corazón por los ojos cuando te miraba.
Le dirigí una mirada seca y admonitoria.
—No quiero hablar de él.
Sentí su mirada fija en mí, pero no me giré hacia ella. Continué caminando con la vista al frente y la mente inquieta.
—Intuyo que ha pasado algo entre vosotros durante mi inconsciencia —aventuró preocupada—. Y no te obligaré a que me lo cuentes ahora, Alonza, pero te aseguro que lo harás cuando encuentres las fuerzas, porque hablar ayuda a liberar las penas.
—No, no ayuda —repuse—, es justo al contrario en mi caso. Necesito olvidarlo, necesito continuar con mi vida y necesito acabar con los Rizzoli.
Chloe, que andaba cogida de mi brazo con paso cuidadoso y algo inseguro, se detuvo para mirarme contrariada.
—¿También con Lanzo?
—No, él queda aparte, naturalmente, y su esposa también, solo porque va a darle un hijo. En cuanto al resto, no tendré ninguna piedad de ellos.
El rostro de Chloe se oscureció preso de la inquietud.
—Me estás asustando, Alonza. Son una familia poderosa, harías mejor en seguir tu rumbo y, como bien dices, olvidar.
—Eso sería lo más fácil, pero también lo más egoísta. Son malignos, y lo serán mientras respiren. Y, no, no temas, no tengo intención de matarlos, sino de acabar con sus vidas, con su orgullo, con cuanto poseen. Si olvidara, si los diera de lado, seguirían dañando a otras personas, porque son alimañas que se alimentan del dolor. Como víctima que fui, tengo la responsabilidad de detenerlos. Y lo haré. Quiero seguir creyendo en la justicia, en que todos deben pagar sus cuitas en esta vida y en la otra. De la otra no puedo encargarme, pero sí de esta. Y sé cómo empezar.
—¿Cómo? —inquirió temerosa.
—Arruinando su reputación mercantil. Fabrizio posee una gran flota dedicada al comercio con Oriente. Si hago correr el rumor de que es un conspirador y que pasa información a los otomanos a cambio de dinero, no solo comenzarán a recelar de él, sino que incluso, si juego bien mis cartas, pueden acusarlo de alta traición en el Consejo de los Diez…
—Eso es retorcido —condenó Chloe con gesto sobrecogido.
—Como lo que ellos me hicieron a mí.
—Si haces lo mismo que ellos —musitó en tono apenado—, te convertirás en lo mismo que tanto condenas.
—Es posible —coincidí—, incluso puede que peor, pero con una salvedad: solo con quien lo merezca. Y, puesto que no aspiro ya a ocupar un lugar en el cielo, al menos iré al infierno con honores.
—¡No digas eso! —exclamó indignada con gesto espantado—. Ningún demonio te apartará de mi lado, y yo no pienso ir al infierno, con lo que iremos las dos al cielo como un buen par de angelitos.
Sonreímos al unísono y su brazo se ciñó con más fuerza al mío.
—Solo prométeme ser cautelosa —pidió buscando mi mirada.
—Lo prometo, Chloe.
Recibí un beso en la mejilla y se lo devolví ante el ceño reprobador de un hombre que pasaba junto a nosotras con su lacayo.
—No se te ocurra sacarle la lengua —susurré divertida.
—Se lo merece, ¿qué ha sido de la tolerancia de esta ciudad? ¿Una simple muestra de cariño entre amigas resulta ofensiva? Venecia está perdida —bromeó apoyando la cabeza en mi hombro.
Y, a pesar de la sorna en sus palabras, en verdad Venecia había comenzado un preocupante declive. Su antiguo resplandor se desdibujaba, estaba perdiendo su hegemonía tanto territorial como económica. Por lo que había oído de boca de hombres de Estado, el comercio portugués de especias en Asia y África, inaccesibles para los venecianos, habían convertido a Portugal en un poderoso rival. También se veían amenazados por la riqueza de España y su imperio colonial, así como por la gran expansión comercial ultramarina de Inglaterra y Holanda, basada en las rutas del océano Atlántico, disminuyendo peligrosamente la influencia comercial de Venecia, reducida a un Mediterráneo menos rico en el que debía competir con otros grandes poderes. Su constante enfrentamiento territorial con los otomanos había mermado sus fronteras y desgastado sus arcas. Aun así, la Serenísima pugnaba por recuperar su antiguo esplendor ante el mundo entero.
Llegamos a casa ya entrada la tarde y Elisa nos sorprendió en el vestíbulo, Dirigió una escrutadora mirada a Chloe que me alertó.
—Carla os espera en su despacho —masculló severa.
Su voz áspera y cortante se me antojó como el graznido de un cuervo.
Asentí seca y Elisa me dirigió una mirada censuradora.
—Será mejor que te ayude a subir a tu cuarto, tienes que descansar. Yo me enfrentaré a ella.
Chloe me observó preocupada y negó con la cabeza.
—Ha dicho que vayamos las dos, será mejor no contrariarla más. A buen seguro Francesca la ha indispuesto contra nosotras.
—He dicho que no —insistí pertinaz.
Elisa, que continuaba en el rellano de la escalera, profirió un sonido molesto.
—Os espera a las dos —recalcó.
Me dirigí a ella y la enfrenté con gesto adusto y mirada desafiante.
—Y yo responderé por las dos. Chloe está muy cansada, no se encuentra bien. Ayúdala a meterse en la cama, Elisa, yo me hago cargo de Carla.
La firmeza en mi tono la asombró, pero ante mi determinante gesto se avino a obedecer sin réplica.
Tras una mirada inflexible hacia Chloe, esta asintió y siguió mis indicaciones, de modo que subió el primer peldaño ayudada por Elisa, que me miraba con evidente desaprobación y con ese brillo en la mirada de quien sabe será vengada.
Tras tomar una profunda bocanada de aire, me dirigí con paso resuelto hacia el despacho de Carla.
No llamé, abrí y la sorprendí de espaldas mirando por la ventana. Llevaba su largo cabello negro trenzado… La luz cobriza de un ocaso temprano incidió en su perfil cuando giró levemente la cabeza hacia mí. La miel de sus ojos se tornó más dorada, y entre las sombras anaranjadas que se proyectaban en su rostro, me pareció una estatua de cobre bruñido, regia y con carácter. No obstante, en su faz, la tristeza rompía esa fuerza que solía esgrimir su porte y le otorgaba un matiz vulnerable que me desconcertó. Y allí, bajo aquel atardecer vibrante de fuego, aquella mujer de piedra daba la impresión de derretirse en la dura nostalgia de un pasado que parecía revivir, por cómo tardó en girarse hacia mí. Pude ver que había lidiado con los recuerdos y que aún batallaba por alejarlos de ella.
En aquellos hermosos ojos, y por un fugaz instante, vi un sufrimiento añejo débilmente contenido y una furia primigenia que me abrumó por su intensidad. Fui testigo de su lucha, de cómo implantaba nuevamente el control sobre sus emociones, imponiendo aquel escudo con que se protegía, manteniendo a raya cualquier signo de debilidad.
A continuación, desplegué la mirada sobre su revuelta mesa, y un extraño documento llamó mi atención poderosamente; se hallaba diseminado entre varios sobres y notas similares. Recordé aquel emblema, un ojo envuelto en jirones de niebla. Incliné sutilmente la cabeza para leer el encabezamiento, que, como suponía, rezaba «Sociedad de la Niebla». Había oído hablar de ella en susurros en la privacidad de algún encuentro de caballeros con sus meretrices, entre copas y cuchicheos. Por lo que pude entender en aquella ocasión en la que me había esmerado en fingir que no atendía, era una sociedad secreta que parecía buscar miembros con prudente discreción entre las altas esferas de la cúpula veneciana.
Que ese documento estuviera sobre la mesa de Carla me planteó diferentes cuestiones. Ella no podía ser miembro, pues no admitían a mujeres, por lo que la posibilidad de que utilizara aquel secreto documento para chantajear a alguno de sus adeptos era la más factible.
—Siéntate —pidió sin moverse de la ventana.
—Estoy bien así.
—Sin embargo, yo quiero que te sientes.
Nos sostuvimos la mirada en un pulso duro. Con aquella simple petición, ella implantaba su autoridad, su dominio sobre mí; con mi negación, yo la retaba.
—Te gusta desafiarme —pronunció con frialdad—, tal vez si supieras lo que me provoca tu rebeldía serías más sumisa.
—Incluso así, lo dudo.
Carla esbozó una leve sonrisa mordaz que la hizo parecer un gato taimado.
Se acercó lentamente, manteniendo aquella sonrisa ladina, con andares felinos y mirada depredadora. Yo permanecí imperturbable en la misma posición, con gesto desafiante, alzando el mentón con orgullosa altivez.
Cuando llegó a mi altura, cogió mi barbilla y me obligó a mirarla.
—¿Me estás retando? —susurró con voz rasgada y sensual.
—No, pero no voy a doblegarme, ni ante ti ni ante nadie.
—Todavía sigues bajo mi tutela, y todavía no has pagado mi inversión.
—Sabes que lo haré, pero como una igual, no como una sierva.
—Tu rebeldía es refrescante, Alonza, pero no pienso tolerarla.
Alzó la mano con intención de abofetearme, pero yo aferré su muñeca y contuve el golpe, mirándola furiosa.
—Ni se te ocurra ponerme la mano encima —silbé amenazante—. Me juré no recibir un solo golpe más sin devolverlo. Y no quiero golpearte.
Sus ojos refulgieron indignados, pero bajó el brazo y se desasió de mi mano con un gesto brusco y seco.
—Me necesitas, Carla, no soy como las demás y lo sabes —musité grave—. Por tanto, no me trates como al resto. Si quiero sentarme me sentaré, si quiero cualquier otra cosa la haré, mientras cumpla con el contrato. No soy la esclava de nadie, muy a pesar tuyo. Pero también sabes que no solo pagaré hasta el último escudo invertido, sino que llenaré tus arcas y seré tu cómplice, tu amiga —lancé una significativa mirada al documento en cuestión y añadí—: y tu confidente.
Mi firme sentencia le hizo apretar los dientes. Ella fijó sus ojos en el pergamino y me observó con dureza.
—No, ciertamente no eres como las demás. —Pareció serenarse y se giró hacia su mesa, tras la que se sentó con un suspiro largo y resignado—. Y espero que soportar tu impertinencia me resulte rentable. Sin embargo, no pienso consentirla en presencia de las demás. Tampoco te conviene crear más enemistades de las que ya tienes.
—Imagino que la buena de Francesca ha estado hablando contigo —murmuré con sorna.
—Imaginas bien, no pierde oportunidad de cargar contra ti. Solo que esta vez lleva razón en sus sospechas. —Entornó los ojos y me observó maliciosa—. ¿Dónde habéis estado esta tarde?
—Chloe no se encontraba bien y salimos a dar un paseo. Sigue mareada y le he aconsejado que se metiera en cama.
—Y ¿ese paseo acabó en la botica de Lanzo?
Debería haber imaginado que me seguirían tras el enfrentamiento con Francesca.
Respiré hondo y sostuve su acusadora mirada.
—Espero al menos que le hayan arrancado a ese bastardo de las entrañas —profirió con crudeza.
Estrangulé mi asombro y mi furia, y busqué el modo de solventar el problema volviéndolo a mi favor.
—¿Cómo sabes que…? —inquirí con la única intención de ganar tiempo y elaborar un plan eficaz.
—Francesca me advirtió de que algo extraño estaba pasando, que Chloe parecía enferma y débil, y que os habíais marchado. Subí a vuestro cuarto, y en las sábanas descubrí una mancha de sangre. Suelo estar al tanto de los días de la mujer de mis chicas, y no era el caso, y por la posición de la mancha estaba claro de la parte del cuerpo que procedía. Fue fácil imaginar que estaba embarazada y que sufría una expulsión no sé si provocada o natural, pero lo único que me importa ahora mismo es saber si han terminado el trabajo.
La observé pensativa y ceñuda, seleccionando cada palabra de mi intervención. Sabía que, si Carla descubría que Chloe deseaba tener a su hijo, las consecuencias serían determinantes para ella. Sería expulsada sin miramientos, y si su conde no la rescataba de la calle, estaría perdida. La opción de mantener el engaño tampoco era viable, pues no tardaría en ser visible si acaso no lo perdía antes. Solo me quedaba una salida: negociar con ella.
—Sigo aguardando una respuesta. Y espero que sea de mi agrado.
Volví a fijar mi atención en el documento de la sociedad secreta y ella se apresuró a darle la vuelta para ocultarme su contenido. Pero yo ya había leído un nombre: Fabrizio Rizzoli.
—Tengo algo más que una respuesta para ti. Tengo un trato.
Carla alzó una ceja y me calibró perspicaz.
—Tendrá que ser muy bueno para que acepte lo que temo vas a proponerme.
—Yo también lo espero.
—Adelante.
—Quiero retirar a Chloe del negocio, quiero mantenerla a ella y a su hijo. —Sus ambarinos ojos se agrandaron asombrados y pude comprobar cómo crecía paulatinamente su indignación. Su ceño se acentuó peligrosamente y sus mejillas enrojecieron congestionando su bello rostro con una máscara de furia—. Está enamorada de Massimo Conti y quiere tener a su hijo, la acepte él o no.
—¡Es una estúpida, y tú otra! —bramó Carla encendida.
—¡Escúchame! —exclamé contundente alzando el tono—. Poseo información valiosa que pronto canjearé por monedas, y esos ingresos, al igual que mi responsabilidad en todo esto, son solo míos. Con ellos, proveeré a Chloe de un hogar confortable y de sustento, pero de momento te pido que la sigas acogiendo bajo tu techo. En nada te afecta, Carla.
—Pierdo una de mis chicas —replicó irritada—, pierdo parte de sus ingresos.
—Yo los compensaré, pásame su lista de clientes.
Carla me escrutó con gesto taimado, y, aunque su ceño persistía, su rictus se distendió perceptiblemente.
—¿Ese es tu trato?
Aguanté su mirada, rogando no tener que sacar mi última baza.
—Pues no es suficiente —sentenció rotunda.
Asentí exhalando despacio, madurando mi propuesta y asumiendo su riesgo.
—No, mi proposición es callar lo que sé.
—Y ¿qué es exactamente lo que sabes?
—Que piensas chantajear a los miembros de la Sociedad de la Niebla con cartas anónimas.
Me fulminó con una mirada acerada que me secó la garganta. Sus fosas nasales se dilataron y sus labios se oprimieron en una delgada línea conteniendo su furia. Dio un golpe en la mesa y se puso en pie apoyando las palmas de las manos en el tablero para encararse a mí.
—¡Maldita sea! —rugió encolerizada—. ¿Me estás chantajeando tú a mí?
—Has sido tú la que ha dicho que mi pacto era insuficiente —barboté clavando mis ojos en los suyos sin un ápice de temor en ellos.
Carla gruñó fuera de sí, de un brusco movimiento se giró volcando su silla y se encaminó rumbo a la ventana de nuevo.
Intentaba controlar su furia apretando los puños y respirando pesadamente. Me mantuve inmóvil y en silencio, con el corazón encogido, aguardando que amainase la tormenta.
La tarde había ido cayendo y, con las sombras, hebras blanquinosas pendían en el ambiente como ondulantes volutas de humo. De manera casi premonitoria, aquella incipiente niebla flotó sobre el canal como una traslúcida capa que velaba el horizonte.
Carla posó una mano en el cristal de la ventana y apoyó la frente en él con la mirada perdida en el exterior. La línea de sus hombros se suavizó y permaneció un largo instante absorta en sus pensamientos.
—¿Acude en mi auxilio esta niebla o solo desea engullirme? —murmuró con honda pesadumbre.
Se volvió hacia mí y me miró resentida aunque serena.
—Me tienes en tus manos, Alonza, pero no porque me hayas puesto en esta maldita tesitura, sino porque en verdad no quiero perderte, y sé que te irás si expulso a Chloe. Demuestras de nuevo tu brillante inteligencia y tus agallas, y ya que has descubierto mi plan, condenada bellaca, participarás en él. —Hizo una breve pausa y añadió—: Voy a contarte algo muy grave, algo que se esconde entre la niebla y que, juntas, debemos eliminar.