CAPÍTULO 22

Libro cerrado

UN EQUIPO UNIDO

—¿Qué tal tu noche? ¿Leíste mucho?

—Hasta que el sueño me venció —respondí sorbiendo mi café.

Bajé la mirada hacia mi tostada, temiendo que descubriera lo mucho que había deseado haberme dormido entre sus brazos. Saberlo tan cerca y tan lejos me condenó a una noche inquieta, plagada de sueños extraños en los que sus felinos ojos, su característica mueca de suficiencia, esa condenada ceja alzada y su seductora media sonrisa me sentenciaron a una duermevela tan incómoda como desazonadora.

—¿Y la tuya?

—La he pasado en la butaca, dormitando a ratos, atisbando por la cortina de vez en cuando y pensando mucho.

Por la mirada que me dirigió, fue fácil adivinar en lo que había estado pensando.

Volví a bajar la vista al plato, tomé la tostada y la mordí mirando por la ventana de la cafetería hacia la calle.

—Es imprescindible que trabajemos en equipo, Alessia —murmuró depositando su taza vacía en el plato—. Hemos de forjar un pacto de sinceridad absoluta. Nada de secretos ni de ocultarnos nada. Ellos buscan dividirnos y anularnos.

—¿Ellos?

Lo miré interrogante, tragando mi último bocado.

—¿Te refieres a los hombres de Stefano? ¿Forman parte de su equipo de investigación? ¿Trabajan para él?

Luca se pasó la mano por su espeso cabello negro y miró suspicaz a nuestro alrededor.

—¿Has terminado?

Asentí, limpiándome las comisuras con la servilleta.

—Vayamos a mi apartamento, estaremos más seguros. Tenemos que aprovechar la primera misa de la mañana en la basílica de Santa Maria dei Frari, es la que congrega más fieles y turistas. A esa hora en punto, el campo dei Frari estará más concurrido. Aunque accederemos a la basílica desde el campo San Tomà, que está justo tras la iglesia.

Salimos del hostal con paso ligero. Luca miró discretamente a nuestro alrededor, me tomó de la mano y nos introdujo entre un grupo de turistas que deambulaban despreocupados admirando las fachadas de las casas.

Caminamos entre ellos, a su ritmo, procurando pasar desapercibidos. Tras girar varios recodos, Luca tiró de mí y nos adentramos en un callejón. Ya solos, aceleramos el paso, casi tuve que correr para poder adaptarme a sus largas zancadas.

Me guio por estrechas callejuelas, en silencio. Luca dedicaba toda su atención a escudriñar disimuladamente todo cuanto nos rodeaba. Su concentración se reflejó en la tensión de sus facciones y en la rigidez de sus hombros. Su mirada entornada y recelosa apenas se posaba en mí, por lo que me concedí la licencia de observarlo sin tapujos.

Su rostro anguloso, velado por aquel paño grave y alerta, le otorgaba una abrumadora fiereza que realzaba su atractivo. Algo en su expresión dura tiñó su gesto de un aire peligroso que acentuó la sensualidad que desprendía, con aquel punto salvaje y depredador que tanto incendiaba mis más bajos instintos.

Me embebí también de su porte distinguido, de sus felinos y elegantes movimientos, y, a pesar de no ser un hombre extremadamente guapo, su masculinidad golpeaba, atrayendo más miradas femeninas de las que me habría gustado descubrir.

La calle que seguíamos se abrió a una plaza rectangular con un antiguo pozo justo en el medio. Tras la fachada de una antigua casona, se alzaba el imponente campanile de la basílica.

De repente, Luca se detuvo, me atrajo hacia su pecho, enlazó mi cintura y me alzó para sentarme en el borde del pozo cubierto. Me guiñó un ojo y se separó unos pasos, sacando su smartphone y enfocándome con él. Se demoró unos instantes encuadrándome con su objetivo; por cómo retrocedía, supe que o fingía hacerme una fotografía o su intención era capturar algo más que mi imagen. Se movió ligeramente en diagonal sin dejar de pulsar el disparador, y yo lo seguí con la mirada, sonriendo mientras elucubraba sobre lo que habría provocado aquella argucia. Por el modo en que enfocaba, se trataba de algo o de alguien a mi espalda.

Tras guardar su teléfono en el bolsillo interior de su americana de fino lino color gris claro, se acercó a mí. Esta vez, mirándome con tanta intensidad que me aceleró el pulso. Permanecí inmóvil aguardando expectante su próximo movimiento. Me sonrió gatuno, se inclinó hacia mí, aferró de nuevo mi cintura y, aunque podía bajarme sin problemas, dejé que me alzara y me enlacé a su nuca. Cuando ladeó su rostro y depositó un beso en mi cuello, toda una colonia de hormigas invisibles reptó por mi vientre. Me hizo descender muy lentamente contra su pecho y, cuando mis pies tocaron el suelo, nuestras miradas prendidas seguían flotando, alejándonos de cuanto nos rodeaba.

El hormigueo se extendió por mi pecho cuando él acarició con el dorso de sus dedos el lateral de mi cuello. Su mirada se fijó hambrienta en mi boca y, como si en aquellos ojos oscuros se escondiera la llave de mi deseo, la mía se abrió, aguardando el suyo.

Sentí el leve roce de sus labios sobre los míos y dejé escapar una impaciente exhalación. Cerré los párpados y lo ceñí a mí. Fui yo quien atrapó su boca con hambre, yo quien buscó y cercó su lengua, yo quien derramaba apasionados gruñidos satisfechos. Pero él, él era quien me convertía en aquella mujer llena de vida, de pasión, en aquella amalgama incontrolable de emociones y sentimientos que en aquel momento vertía en el beso.

Luca también gruñía lascivo, tan ávido como yo, imprimiendo todo su deseo contenido en mi boca, en mi piel y en mis sentidos.

La pasión se desató virulenta, y el beso se convirtió en un torbellino desesperado. Su habilidad, su voracidad y su sabor me enloquecieron, aumentando aquella necesidad que ya aguijoneaba dolorosa cada fibra de mi ser.

Cuando logró apartarse de mí, nos miramos jadeantes y trémulos.

—¡Haces que me olvide del mundo, joder! —susurró. Su tono fue de reproche, pero su mirada continuaba vidriosa y cautivada.

Sonreí traviesa y su ceño se subrayó.

—Nena —musitó con voz quebrada—, deja de mirarme así o nos detendrán los carabineros por escándalo público. Por cómo nos miran, creo que están a punto de leernos nuestros derechos.

Cuando logré mirar a nuestro alrededor, habíamos centrado más interés que la plaza en sí. Varias personas nos observaban con diferentes gestos, unos escandalizados, otros divertidos, algunos con nostalgia. Sonreí tímida y Luca volvió a cogerme de la mano, me impulsó hacia él, abarcó con su brazo mi cintura y me llevó frente a la fachada que presidía el campo San Tomà.

—La Scoletta dei Calegheri —informó—. Es del siglo quince, es la casa que acogía a la hermandad de zapateros. —Apuntó con su dedo el fresco que rellenaba el arco de medio punto que adornaba la parte superior de la puerta de entrada y agregó—: Es un bajorrelieve de Pietro Lombardi, escultor y arquitecto del mismo siglo.

Miró por encima de mi cabeza hacia un punto en particular y, hasta que comprobó algo que relajó su rostro, no nos adentramos por una de las calles que llevaban hacia el campo dei Frari.

—¿Vas a contarme qué está pasando? —murmuré cada vez más inquieta.

—Nos siguen.

Una vez en la amplia plaza, masculló una maldición y me condujo con paso apresurado hacia un gran grupo que aguardaba entrar en la basílica.

—Hay otro apostado a la entrada de mi calle —anunció entre dientes.

—Y ¿qué vamos a hacer?

—Deshacerme de él —respondió.

Lo miré alarmada.

—¿Nos ha visto?

—Todavía no.

Pero, justo cuando iba a replicar, Luca se apartó del grupo con la excusa de fotografiar la fachada de la iglesia. Lo contemplé atónita y confusa, pero confié en sus recursos y habilidades. Fingió encuadrar la fachada, y de ese modo reveló su presencia al hombre que también encubría su verdadera intención mirando un plano de la ciudad. Resultó notorio su interés hacia Luca, guardó el plano y tecleó algo en su teléfono.

Luca caminó despreocupado hacia a mí, y tras aquel nutrido grupo de turistas nos adentramos en la basílica. Miró subrepticiamente hacia atrás y sonrió complacido, había picado el cebo.

—Espero que ese «deshacerme de él» signifique despistarlo —dije.

—Yo también lo espero —coincidió.

Su respuesta me intranquilizó, respiré profundamente y dejé que el ambiente solemne y místico que envolvía el fresco ambiente del interior de la enorme iglesia lograra apartar de mí esa inquietud.

De la mano, nos deteníamos como una pareja de turistas más, admirando el impresionante coro de estilo gótico de tres niveles, los frescos de Tiziano y los diferentes monumentos funerarios. De pronto, una lápida en el suelo me detuvo con una sensación extraña, sentí un escalofrío y tuve la impresión de ser nuevamente guiada por el destino.

—¿Qué ocurre?

—Es… es la tumba de Claudio Monteverdi…

—Sí —repuso él indiferente—, lleva siglos aquí.

—Pero era el compositor favorito de Alonza —aduje, y en ese momento me invadió un claro desasosiego, como si aquel descubrimiento fuera la pieza de un puzle que de momento no encajaba.

—Y de mucha gente. Fue muy famoso en su época y su obra ha trascendido hasta nuestros días.

—Hay algo…, no sé explicarlo, pero tengo la sensación de que es importante.

Luca alzó las cejas intrigado, miró la lápida y luego a mí intentando encontrar un vínculo que introdujera aquel dato en su particular puzle.

—¿En qué te basas? No recuerdo en el diario más que menciones superficiales sobre el compositor, a excepción de…

Sus ojos se abrieron como platos, sus pupilas se dilataron y su semblante se estiró en una mueca sorpresiva.

—Alonza lo conoció en una de las recepciones que ofrecía el dux. Pero no tuvieron una conversación relevante, al menos, yo lo consideré fuera de lugar e insustancial para la investigación.

—Tengo que seguir leyendo, quizá mi visión aporte algo de luz.

El semblante de Luca se animó y me regaló una luminosa sonrisa.

—Es mi esperanza, yo terminé dando vueltas en redondo como un hámster.

Aferró mi codo y se puso tieso.

—Ya nos ha localizado —anunció en mi oído.

Nos dirigió con paso raudo hacia un pasillo lateral cercano a la sacristía, donde se sucedían despachos y habitaciones privadas. La del final estaba abierta, pero Luca se detuvo frente a una cerrada, la del cuarto de la limpieza. Comprobó que lo estaba con llave y, tras sacar una ganzúa de aspecto extraño, la introdujo habilidoso en la cerradura y al primer giro se oyó con claridad el chasquido del mecanismo al ceder. Abrió la puerta con gesto precipitado y nos metimos dentro del oscuro cuarto. Luca dejó la puerta entreabierta para atisbar por el resquicio. Enseguida oímos unos pasos aproximándose por el pasillo.

Justo cuando una sombra atravesó la abertura, Luca, tan veloz como una pantera, se precipitó hacia el pasillo y se abalanzó sobre nuestro perseguidor. Oí roces de ropa, gruñidos y un golpe seco.

Luca apareció entonces cargando sobre su pecho el cuerpo inerte de su víctima, arrastrándolo con premura hacia el cuarto de la limpieza. Le abrí la puerta y me retiré. Lo depositó en el suelo y luego él se estiró jadeando.

—Juraría que es el mismo de anoche —comprobó—, y que lo he golpeado en el mismo lugar.

—Te va a coger mucho cariño —murmuré con sorna.

Alzó mordaz la ceja y sonrió ladino de medio lado.

—Seguramente, y eso que no ha probado mis besos.

Me guiñó fanfarrón un ojo y paseó la mirada por los estantes.

—No llevarás en ese bolso una cuerda y una mordaza, ¿no?

—No, se me olvidó traer a Venecia un kit de secuestrador.

Luca sonrió divertido y comenzó a rebuscar entre los botes de limpieza.

—Bueno, por fortuna, las limpiadoras secuestran mucho.

Cogió un rollo de cuerda de tender, unas tijeras y unos trapos, y comenzó a maniatar al hombre inconsciente.

—Vigila mientras —pidió agachado sobre el cuerpo.

Atisbé por el quicio, atenta a cualquier movimiento.

Oí un susurro de ropas tras de mí y, al instante, el cuerpo de Luca se ciñó a mi espalda.

—¿Camino despejado? —murmuró contra mi pelo.

Tuve que tragar saliva para lograr aclarar mi voz. Su contacto me turbaba, abotargando mis sentidos.

—Parece que sí.

Sus manos se posaron en mis caderas, lo oí inhalar y proferir una leve exclamación complacida.

—Mmm…, Alessia, qué bien hueles.

—El champú del hotel —mascullé con el pulso palpitando en mi sien.

—No, hueles a ti, y, si pudiera enfrascarlo, te juro que impregnaría cada noche mi almohada con tu olor.

Por fortuna, estaba detrás de mí y no pudo ver mi expresión. Me obligué a poner los pies en el suelo y respiré hondo.

—Será mejor que salgamos cuanto antes de aquí —mascullé asomándome más audazmente.

El contacto de sus cálidas palmas sobre mis caderas me aturdía. Salí al pasillo seguida de él, y nos encaminamos hacia el fondo, donde se abría una puerta de salida.

Al pasar por la puerta abierta, una voz nos detuvo:

—Ahora mismo los atiendo.

Luca abrió la puerta que daba al lateral de la basílica y salimos a la calle cerrando tras nosotros.

Atravesamos el campo de San Polo hasta la entrada que daba a su apartamento. Doblamos el recodo hacia el callejón donde se hallaba la entrada privada. Llegamos a su puerta y Luca la abrió raudo sin dejar de mirar hacia la calle principal. Subimos la escalera y, tras abrir la siguiente puerta, entramos en su apartamento.

—¿Quieres tomar algo?

—Quiero explicaciones.

—Si no te importa, necesito darme una ducha antes.

—Adelante, estás en tu casa.

Luca me dedicó su característica sonrisa oblicua y comentó con un marcado deje sarcástico:

—Me voy tranquilo, sabiendo que no eres de las que cotillean casas ajenas.

Forcé una sonrisa cínica y, acto seguido, fruncí el ceño.

—No tardes mucho, me apetece demasiado ser reincidente.

—A mí también.

Su sesgada mirada me recorrió seductora, de mí pasó a la mesa del salón, se relamió, me guiñó un ojo y desapareció por el pasillo dejándome temblorosa y acalorada al refrescar aquel encuentro.

Me puse en pie. Necesitaba enfriarme. Y oír el sonido de la ducha solo conseguía sofocarme más, imaginándolo desnudo bajo el agua.

Abrí el ventanal que daba al patio interior y me pregunté cómo se accedería a él. A la luz del día, aquel patio me resultó todavía más familiar. Los bancos de piedra, la fuente central, los muretes vestidos de hiedra y de madreselva… No, no podía ser, me dije, seguramente debía de haber miles de patios así en las casas y en los palacetes renacentistas. Tampoco había nada significativo en él, era bastante simple. No obstante, y obviamente por su semejanza, resultaba fácil imaginarlos a ellos, a Alonza y a Lanzo, en aquel banco frente a la fuente, leyendo o charlando.

Una suave brisa acarició mi rostro, inundándome con la fragancia del jazmín. Sonreí cerrando los ojos, era mi perfume favorito. De pronto, los abrí de golpe ante la remembranza de lo que había leído la noche anterior. ¡También lo fue de Alonza!

Suspiré hondamente y sentí la necesidad de admirar de nuevo las láminas que me había regalado Gina.

Las extraje del bolso y pasé mis dedos por ellas, resiguiendo cada trazo que conformaban aquellas iniciales entrelazadas dentro de un corazón. Y en aquel momento me pregunté qué escondían aquellas dos letras. Por qué Luca pensaba que el hecho de llevar yo la misma inicial que ella era importante. ¿Qué secreto se escondía tras aquella «A»? Observé con detenimiento los arabescos y las hojas engarzadas en ambas letras, como si Lanzo hubiera construido un nido alrededor, una especie de halo protector y místico, lleno de belleza, pero convirtiéndolo también en una especie de enredadera, de alambrada que los unía y los separaba del resto del papel a un tiempo.

Oí ruido de pasos acercándose y guardé apresuradamente la lámina en el bolso. Lo cerraba con cierta urgencia cuando un carraspeo me instó a alzar la mirada hacia la entrada al salón.

—¿Algún mensaje?

—¿Mensaje? —musité confusa.

Luca llevaba una fina camiseta de manga corta blanca y un pantalón deportivo en azul marino. La informalidad de su atuendo no solo no le restaba atractivo, sino que lo rejuvenecía y le otorgaba un aspecto más desenfadado.

—El teléfono —arguyó fijando su suspicaz mirada en mi bolso.

—Ehhh…, no, no. Solo buscaba un pañuelo.

—Si te apetece una ducha…

—No, gracias. No podría cambiarme de ropa.

—Loretta tiene algún vestido aquí.

Lo vi apretar los labios visiblemente, arrepintiéndose en el acto de aquella confesión.

—Las cosas de Loretta son de Loretta.

—Bien, creo que mandaré a alguien a que traiga todas tus cosas aquí.

Su abundante cabello peinado hacia atrás seguía mojado, despejando su rostro. Se acercó a mí y se sentó en el sofá invitándome a imitarlo.

—Y ¿puedo saber para qué? Pienso regresar a mi hotel cuando hayas terminado de contarme todo lo referente a tu investigación.

Negó lentamente con la cabeza, su mirada entornada brilló con suficiencia.

—No podemos separarnos —repuso determinante—, este asunto se está complicando demasiado. Estamos juntos en esto, Alessia, y no pienso consentir que Stefano vuelva a tener acceso a ti. Además, temo que te secuestren.

Alcé las cejas y lo miré con recelo.

—Si esa fuera su intención, ¿por qué demonios no lo ha hecho ya?

—Porque primero ha preferido intentar ponerte contra mí y a su favor. También desea que lo ayudes en esto. Sabe que eres una pieza clave en la investigación, es más sensato ganarse tu buena disposición que forzarte a que lo ayudes, ¿no crees?

Suspiré profundamente y pasé las manos por mi rostro en un ademán de frustración.

—Sigo sin entender nada —me lamenté—. ¿Una pieza clave?, ¿por compartir una inicial?, ¿por ser la última descendiente? ¿Por qué, maldita sea?

Me llevé la mano a mi propio colgante y encerré en ella la inicial de plata.

—La compré en un mercadillo, como mucha gente.

Luca se puso en pie, avanzó hasta mí y acercó su mano a mi puño cerrado.

—¿Puedo?

Asentí y la solté. Él tomó la inicial y, en aquel gesto, rozó con el dorso de sus dedos la piel de mi escote, lo que me estremeció. Frunció el ceño observándola con atención.

—Curiosamente, es la misma tipografía del colgante que llevó Alonza.

—Simplemente me pareció bonito.

—Y lo es. Es cierto que la tipografía renacentista es muy común —explicó sin dejar de mirarme y sin soltar mi colgante—. El Renacimiento fue una época de transición entre el diseño medieval y el moderno. En aquel tiempo se inventó la imprenta y, así, el analfabetismo comenzó a disminuir. Se despertó el interés por los clásicos; por eso, la tipografía renacentista era muy parecida a la romana. Luego los textos humanistas dieron paso a la «joya de la Corona», la grafía romana veneciana de estilo antiguo, que es la que se estilaba entonces y la que seguramente utilizó Lanzo cuando hizo aquel dibujo.

Tragué saliva y me esforcé por no bajar la mirada. Tuve la impresión de que Luca me estaba poniendo a prueba y compuse mi semblante más indefinido.

—¿Hay algo que no sepas? —inquirí impresionada por sus conocimientos.

—Sí, muchas cosas —admitió. Su tono cambió y su mirada me secó la garganta—. Como, por ejemplo, cuándo comenzarás a confiar en mí.

—Cuando tú lo hagas y dejes de esconderme información.

La comisura izquierda de su boca empezó a elevarse progresivamente, dibujando una mueca mordaz. Alzó la ceja del mismo lado y sacudió con cierta sorna la cabeza.

Se apartó unos pasos y fijó su vista en mi bolso.

Chasqueó la lengua y me observó con un claro deje decepcionado.

—Un reproche algo hipócrita, ¿no crees?

Se apoyó en la repisa del ventanal y cruzó los brazos sobre su amplio pecho, mirándome acusador.

—¿Sabes lo que más pica mi orgullo de tu actitud?

Negué con la cabeza y aguanté la respiración.

—Que me tomes por imbécil.

—No sé a qué te refieres, eres un tipo muy listo.

—Lo soy —afirmó, sin un ápice vanidoso en su tono, que más bien rezumaba disgusto—, pero no debo de parecerlo, puesto que no solo decides engañarme, sino que encima tienes la desfachatez de acusarme de hacer exactamente lo mismo.

De nuevo, miró mi bolso. Ya no albergaba duda alguna acerca de que, de algún modo, había descubierto lo que había intentado ocultarle.

—No pensé que fuera importante, yo… solo quería evitar implicar a Gina en todo esto.

—¿Gina? —Su gesto se tensó y su ceño se frunció pensativo.

—Sí.

—Dime que no tiene nada que ver con la hija de Chloe.

Solté el aire contenido y afirmé con la cabeza con cierta expresión mortificada.

—¡Joder! Y ¿no pensabas que fuera importante? —increpó contrariado.

—Solo es una descendiente con mucho apego por su historia familiar.

Luca resopló paciente y se pasó ambas manos por su aún húmedo y negro cabello con gesto exasperado.

—Alonza le dejó en herencia esa casa, su madre y ella fueron amigas íntimas, tu historia y la de esa mujer tienen un nexo en común, y, maldita sea, no sé si estoy más entusiasmado que enfadado.

Se dirigió al sofá, cogió mi bolso y me lo entregó.

—Jamás se me ocurriría mirar en el bolso de una mujer. Muéstrame las láminas.

Compuse un cejo confuso y le regalé una expresión escéptica.

—Si no has mirado, ¿cómo sabes lo que hay dentro?

—Porque anoche, cuando sacaste tu teléfono, asomaron dos esquinas plastificadas por la abertura que te apresuraste a esconder. Por el tono amarillento y los bordes irregulares, intuí que eran dibujos antiguos. Saliste con ellos de la vieja casa del placer, y sujetas ese bolso como si llevaras dentro el Santo Grial. —Tras una tensa pausa, sonrió arrogante—. Y porque llevo más tiempo en el pasillo del que crees.

Lo fulminé con la mirada. En efecto, era listo, y esa innegable inteligencia era un cautivador aliciente más en el conjunto de su atractivo general.

Abrí el bolso, extraje los dibujos y se los entregué.

Luca abrió los ojos como platos, maravillado, y los observó con un marcado tinte emocionado que me desconcertó.

—Este es el diseño del colgante —anunció impávido—. El que mandó fabricar Lanzo. El que estoy buscando.