CAPÍTULO 5
EL DESPERTAR DE LOS SENTIDOS
El dolor por la ausencia de Lanzo, en lugar de mitigarse con el paso del tiempo, se intensificó de tal manera que había momentos en que se hacía del todo insoportable.
En esos aciagos días en que la nostalgia me atenazaba implacable, me colaba en su cuarto y lloraba abrazada a su almohada. Olía a él, todas sus cosas hablaban de él con susurros almibarados que me caldeaban el pecho. Y yo me permitía la licencia de tocar sus ropas, revolver sus cajones e hojeando sus escritos. Me hacía sentirlo cerca y me hacía conocerlo un poco más.
Casi todos sus pergaminos eran anotaciones de hierbas y sus propiedades, de pócimas específicas y filtros extraños. En un estante tenía potes de barro con ungüentos y aceites y, en otro, varios gruesos volúmenes agrupados.
Apilé las hojas con sus apuntes y las volví a meter en el cajón con una sonrisa triste en los labios. La última se salió del bloque y, al intentar agruparla al resto, comprobé que era un dibujo.
Era un esbozo de mi rostro, pero tan bien captado que me sobrecogió. Era mi cara, era yo, y mi mirada idéntica a cuando la perdía soñadora por la ventana. El realismo de aquella imagen me impactó. Cada trazo estaba delineado con firmeza y con una delicadeza tal que había conseguido imprimir vida a aquel simple dibujo a carboncillo.
El pergamino estaba ajado y presentaba marcas de dobleces, como si lo hubiera llevado encima cada día. Lo apreté contra mi pecho y suspiré hondo.
Lo dejé cuidadosamente en su lugar y procedí a cerrar el cajón. No obstante, algo impedía que cerrara por completo. Introduje la mano tanteando el fondo y, asombrada, pulsé una especie de botón que accionó un mecanismo extraño. Tras el crujido, emergió una lengüeta bajo el escritorio. Tiré de ella y ante mí apareció un cajón secreto más estrecho que los visibles. Contuve el aliento y lo deslicé completamente, descubriendo su contenido.
En su interior había un libro; en su cubierta rugosa y oscura solo se leía I Modi. Lo abrí curiosa. En la primera página, el título, Los dieciséis placeres, y una fecha de impresión, 1527, Venecia. Deslicé los ojos por el texto que aparecía a continuación, grabados al buril por Marcantonio Raimondi, con dibujos originales de Giulio Romano y sonetos escritos por Pietro Aretino.
Comencé a pasar páginas y lo que allí me encontré me aceleró el pulso y me secó la garganta.
Eran ilustraciones reveladoras sobre los secretos de alcoba. Sin ningún pudor, el artista mostraba con arrobadora precisión el goce de una pareja en el lecho, completamente desnudos y exhibiendo sus juegos carnales. Agrandé los ojos absolutamente consternada por lo que descubría. Al pie de cada ilustración se detallaba el acto y cómo obtener el mayor placer posible de la postura que se reproducía con sonetos bastante licenciosos. En ellos ensalzaba la lujuria con ingenio.
Me senté lívida en la silla y comencé a pasar las hojas titubeante, debatiéndome entre cerrar aquel libro y olvidarme de él o continuar embebiéndome de aquellas impactantes ilustraciones. Parpadeé alterada ante la imagen de una mujer agachada entre las piernas de un hombre, lamiendo su endurecido sexo mientras lo miraba con lascivia. En otra era justo al contrario, el hombre sujetaba los muslos de la mujer y degustaba su entrepierna con perverso regocijo.
Pasé temblorosa la página y hallé ante mí a una mujer que parecía cabalgar sobre el hombre, se podía ver con claridad la penetración desde atrás. En la siguiente, la pareja estaba de pie, se podía distinguir el lecho al fondo con las sábanas arrugadas. El hombre la sujetaba por las nalgas, y ella, abrazada a su torso y aferrando sus caderas con sus piernas, recibía de buen grado las embestidas. Suscitó poderosamente mi atención el goce que traslucía el rostro de ella. También los encontré tendidos en el lecho, ella de medio lado y con una mano a su espalda que le ceñía la cintura. Él atrapaba un pezón con su boca mientras, con la otra mano que pasaba por debajo del muslo de la mujer, acariciaba su sexo. Otro detalle que observé fue que ella no tenía vello en el pubis.
Conforme pasaba las páginas, mi estupor aumentaba al ritmo de mi curiosidad. Algunas ilustraciones eran algo más dantescas, pues el hombre había sido sustituido por un ser de facciones demoníacas que gozaba con gesto obsceno de la mujer, al tiempo que una especie de angelito travieso se tocaba mientras los observaba. Todas las posturas iban numeradas hasta llegar a la decimosexta y última, y, tras recuperar el resuello, me decidí a leer uno de los sonetos lujuriosos, pues así era como los titulaba el autor. Me detuve al azar en el soneto XIII.
Dame la lengua y apoya el pie en el muro,
aprieta los muslos y sostenme prieto prieto,
ponte boca abajo sobre el lecho,
que nada me interesa excepto fornicar.
El soneto aumentaba el tono soez acentuando el ya intenso rubor de mis mejillas, sin embargo, continué leyendo…
¡Ay, traidor, qué dura tienes la verga!
¡Oh! ¿Cómo? ¡Es como un confite para mi sexo!
Un día me la meteré en el culo, te lo prometo,
y te aseguro que saldrá limpia.
Te lo agradezco, querida Lorenzina.
Me esforzaré por servirte, pero empuja,
empuja como hace la Ciabattina.
No pude seguir leyendo la vulgar conversación entre aquellos amantes, cerré el libro e intenté acompasar los desbocados latidos de mi corazón. ¡Dios santo! ¿Lanzo gustaba de esos libros para ese goce personal del que me había hablado?
Lo guardé de nuevo en su escondrijo secreto y me cuidé bien de dejarlo todo como estaba. Todavía con el pulso atronando en mis oídos, salí subrepticiamente del cuarto y me encerré en el mío.
Me serví una copa de agua y tragué complacida. Después me acerqué a la ventana ojival y la abrí apoyándome en el murete exterior. Necesitaba sentir el aire frío en mi rostro. Aspiré profundamente cerrando los ojos y dejé un instante que la brisa atenuara mi bochorno.
A mi mente acudió entonces el famoso Príapo del que hablaban las mujeres. Era una escultura del órgano masculino, por lo que había visto en aquellos grabados. Y mi imaginación traidora visionó con nitidez lo que las mujeres hacían con él. Las frases regresaron a mi cabeza superponiéndose unas a otras, adquiriendo de repente significado. Saber que incluso un artesano dedicaba su talento a confeccionar elementos de goce femeninos me robó el aliento. En tal caso, yacer con un hombre no era solo una obligación, sino que se obtenía placer. Aquel descubrimiento de algún modo me alegró.
Cerré la ventana e intenté leer algo para distraer mi mente y borrar aquellas imágenes de cuerpos enredados, pero no pude. Me sentía inquieta y algo extraño parecía hormiguear en mi bajo vientre.
Me tumbé en el lecho y me abracé a mí misma. No sé muy bien cómo comencé a acariciarme, pero mis manos abarcaron mis pequeños senos, los noté sensibles y gemí.
Lanzo me había dicho que debía conocer mi cuerpo, como ahora sabía que él ya había explorado el suyo.
Cerré los ojos y lo imaginé. Nos imaginé como las parejas en aquellos grabados. Me incorporé y me aparté la falda, arremolinándola en mis caderas. Pasé suavemente las manos por mis muslos cubiertos por tupidas medias blancas hasta casi las ingles y, cuando llegué a ellas y noté la aterciopelada suavidad de mi piel, me estremecí.
Llevé la yema de mis dedos a mi pubis cubierto por un sedoso vello dorado y me mordí el labio inferior cuando estos recorrieron mi hendidura. Los deslicé hacia arriba y hacia abajo e, instintivamente, abrí más las rodillas.
Comencé a sentir una excitación desconocida, un inusitado cosquilleo placentero a medida que la punta de mis dedos exploraba mis tiernos pliegues. Percibí con claridad que al acariciar una zona en concreto mis sentidos se alteraban más. Me incliné sobre mí misma deseando averiguar qué era aquel botón de carne que al contacto con mis caricias se estimulaba tan placenteramente. También busqué la entrada por donde se efectuaba la penetración. Y, con inesperado atrevimiento, la tanteé con mi dedo índice hasta lograr introducirlo un poco; me sobresalté, gemí y lo retiré de inmediato. ¿Y si ya no era pura? Y de pronto recordé que mi meta era no serlo para infringir esa bendita cláusula matrimonial.
Tomé aire y me decidí a continuar aquella exploración. Poco a poco, introduje mi dedo en mi interior, jadeé incómoda por aquella invasión y por mi propio pudor, que aún tensaba mi cuerpo. Sin embargo, continué acariciándome y en aquel juego encontré goce. Una y otra vez, froté la parte superior de mi sexo, aquel botón que parecía escondido tras un capuchón, y me dejé llevar por aquella gozosa sensación que exaltaba mi ánimo con gemidos sofocados. Alcé las caderas para poder manejarme mejor, hasta que conseguí llevar un ritmo regular que aumentó considerablemente el placer que ya me sacudía.
Imaginé que era Lanzo quien me tocaba y en ese instante algo se rompió dentro de mí. No supe bien que pasó, pero todo mi cuerpo ondeó sobre el colchón, como un látigo restallando en el aire, en una especie de espasmo que liberó un grito de mi garganta y una densa humedad de mi entrepierna.
Pegué el rostro a la almohada, intentando asimilar lo que acababa de hacer. Si Dios me había dado un cuerpo para el placer, ¿por qué no usarlo?
Alejé de ese modo la culpa y cualquier atisbo de remordimiento que ya pugnaban por incordiar y me arrebujé en mi lecho, abrazada a mi almohada y pensando en Lanzo. Algún día me entregaría a él, y ahora que sabía lo que me aguardaba, lo ansiaba con más fuerza.
Faltaban pocas semanas para Navidad. Hacía tres meses que Lanzo había partido a Padua y nos llegó una carta confirmando que vendría para celebrarla con nosotros. Saber que pronto lo vería alegraba mis días como ninguna otra cosa. Caterina, a raíz de nuestro altercado, había decidido ignorarme, algo que yo prefería, aunque siempre hallara la manera de fulminarme con la mirada cuando nuestros ojos se encontraban. Marco también guardaba las distancias. Ahora yo estaba prometida a un hombre importante, y creí que esa condición le hacía respetarme, aunque no tardaría en comprobar lo errado de mi suposición.
Bordaba junto a la ventana, escuchando cómo Fabrizio, su amigo Silvano y Marco conversaban junto a la chimenea.
—El pobre Nicolò Contarini, nuestro buen dux, no ha podido ver ni cómo se coloca la primera piedra de la iglesia que mandó construir en honor a la Virgen María, en conmemoración por el fin de la plaga. Realmente lamento su muerte —comentó Fabrizio bebiendo el vino de su copa.
—Dicen que se llamará Santa Maria della Salute —apuntó Marco.
—En efecto —confirmó su padre—, y todos los años, tal día como hoy, 21 de noviembre, iremos a agradecer a la Virgen que haya exterminado la epidemia. Finalmente, nuestros rezos dieron resultado.
—Sí, pero miles de vidas se han perdido, dicen que casi cuarenta y cinco mil, y no hay garantías de que la peste no regrese —replicó Silvano.
—Creo que se ha demostrado sobradamente que la vida licenciosa que hemos llevado y la concupiscencia, y me incluyo, atrajo el mal sobre esta ciudad. En mi opinión, la mejor manera de prevenirla es seguir a rajatabla los designios de la Iglesia y vivir libres de pecado.
Silvano parecía no compartir la opinión de su amigo. Frunció el ceño y negó con la cabeza.
—No será fácil, Fabrizio. Si algo le cuesta a esta ciudad es controlar sus apetitos. Te recuerdo que en Venecia hay censadas dos mil novecientas mujeres de la alta nobleza, dos mil mujeres comerciantes, dos mil quinientas monjas y once mil seiscientas cortesanas. La tentación es demasiado abundante como para resistirla.
—Seguro que ese número pronto se reducirá. Sin hombres que las busquen, tendrán que cambiar de oficio y volverse respetables, si eso es posible, pues tan pervertidos están sus cuerpos que dudo que puedan redimirse.
—Habría que acabar con todas ellas —barbotó de repente Marco con inquina y mirada pétrea.
Aguanté la respiración y tragué saliva ante su dura sentencia.
Silvano alzó una ceja con asombro y miró al joven con suspicacia.
—Fabrizio, me parece que tu hijo no ha tenido una buena experiencia en ese terreno. ¿Te arrebató una bolsa de oro? —preguntó audaz—, ¿o quizá no fue capaz de complacer tus gustos?
Marco refunfuñó furioso y sacudió la cabeza huraño.
—No es de tu incumbencia —masculló malhumorado.
—Voy a tener que pensar en buscarte un buen partido, Marco —decidió su padre observándolo atentamente.
—Pero, padre, yo quiero ser soldado.
—Eso no es un impedimento para cumplir tus obligaciones con la familia.
—No quiero una mujer, quiero una guerra.
Silvano dejó escapar una mordaz risita que acalló contra el borde su copa.
—Querido Marco, te puedo asegurar que no hay mejor batalla que el matrimonio ni mejor adversaria que una esposa. Creo que te gustará.
El joven lanzó una mirada letal a Silvano, bebió su copa de un solo trago y se levantó con brusquedad para abandonar el salón con la espalda recta y los hombros tensos.
—Le guste o no, tendrá que casarse, tanto él como Lanzo. Caterina ya tiene prometido. Y ahora me dedicaré a buscar damas para mis dos hijos. Aprovecharé que viene Lanzo para que conozca a un par de jóvenes que, creo, serán de su agrado.
Mi corazón se aceleró y mi estómago dio un vuelco. No, me dije, aquello no pasaría. Ofuscada, estrujé la labor entre los dedos y me pinché con la aguja. Exhalé un jadeo y me llevé el dedo a los labios.
—Y ¿qué tal el sucesor del dux? —preguntó Silvano.
—Francesco Erizzo es un hombre eficaz y de principios, un patricio de la familia de Istria —respondió Fabrizio—, no en vano ha sido nuestro embajador tanto con Fernando II, nuestro emperador, como con nuestro papa Urbano VIII. Dicen de él que es incorruptible, aunque en las votaciones tan ajustadas para su nombramiento ya hay rumores de fraude.
Me levanté todavía aturdida y ofuscada, cuando Fabrizio reparó en mí y me llamó a su presencia.
—Alonza, el día de Navidad vendrá a cenar con nosotros tu prometido, para que comiences a conocerlo y trabéis confianza. He pensado que te alegraría saberlo.
Logré estrangular mi disgusto y me forcé a sonreír con timidez, aunque por dentro ardiera en cólera.
—Lo que dispongáis me parecerá bien.
Incliné la cabeza respetuosa y abandoné el salón con lágrimas en los ojos.
En el pasillo, me di de bruces con Marco. Sus afilados ojos verdes de gato me atravesaron. Me sujetó por los hombros y me ciñó a su pecho.
—¿Qué ocurre, Alonza?
—Nada, no me encuentro muy bien.
Intenté zafarme, pero él me lo impidió.
—Tu cabello está creciendo mucho, como otras partes de tu cuerpo.
Bajó su mirada a mi escote y se relamió lascivo.
—¡Suéltame, soy una mujer prometida!
—Me queda deliciosamente claro que ya eres toda una mujer.
Me debatí entre sus brazos infructuosamente.
—O me sueltas, o gritaré tan fuerte que me oirán hasta en el Palacio Ducal —amenacé entre dientes.
Apenas logré vislumbrar una pendenciera sonrisa antes de que su boca avasallara la mía.
Su sucia lengua batalló tratando de enredarse en la mía. Me revolví furiosa. La impotencia se mezcló con una furia demoledora e hice lo único viable en aquella situación: lo mordí.
Marco me soltó al tiempo que profería un sofocado grito y yo no me detuve a esperar su reacción. Corrí hacia la escalinata central rumbo a mi cuarto con el corazón galopando alocado en mi pecho.
—¡Esto no quedará así, perra!
Su furibunda exclamación me persiguió escaleras arriba. Cuando me adentré en mi cuarto, cerré con llave y me lancé sobre la cama rompiendo en un agudo sollozo.
Tenía que salir de aquella maldita casa, tenía que huir de allí, me repetí para mis adentros. Solo hallé una solución a mis problemas, y era escapar con Lanzo.
Me refregué el rostro burdamente y tomé una buena bocanada de aire en un intento de sosegar mis latidos.
De nada servía llorar ni lamentarse. Era yo quien debía tomar las riendas de mi destino si quería escapar de la desdicha. Mi vida con los Rizzoli se complicaba cada día más, mi instinto me alertaba incesante, y sabía que, si no me marchaba, algo malo terminaría ocurriendo. Sin embargo, mi plan de fuga tenía un tremendo inconveniente: si alentaba a Lanzo a escapar conmigo, arruinaría su futuro para siempre. No podría convertirse en apotecario, ni ser el hombre que anhelaba ser. Le arrebataría la felicidad y jamás me lo perdonaría.
Pero, sin él, ¿qué más daba lo que fuera de mí?
Lloré de nuevo, todo me conducía a una vida en soledad. Era hora de valerme por mí misma, de demostrarme que era capaz de afrontar ese destino ingrato sacando mis garras y mi ingenio.
Era hora de comenzar a perfilar mi futuro, aunque en el camino tuviera que arrancarme el corazón.