CAPÍTULO 37

libro abierto

UN PÁJARO ATRAPADO

—Todo solucionado —informé a Chloe, componiendo una abierta sonrisa y escondiendo la profunda inquietud que todavía me sacudía por dentro.

Ella abrió los ojos con asombrada incredulidad, pero al tiempo con un evidente brillo esperanzado.

—Y ¿qué has solucionado exactamente?

—Sabe que estás encinta, pero le he propuesto mantenerte yo hasta que pueda conseguir comprarte una casa, y ha aceptado a que te quedes el tiempo que sea necesario.

Se le desencajó la mandíbula por la sorpresa y me miró como si fuera una aparición.

—No puedo creerlo —manifestó parpadeando suspicaz—. ¿Le has vendido tu alma?

—Algo así —bromeé esbozando una sonrisa mordaz—. Simplemente no quiere perderme, y la amenacé con marcharme —expliqué a medias.

—Eres asombrosa —masculló emocionada.

Abrí mis brazos y Chloe se abalanzó a ellos. La abracé con profundo afecto, ella no sabría nunca cuánto necesitaba aquel abrazo en aquel momento. Pero el frío que me estremecía se diluyó en el calor de aquel cariño mutuo.

Cuando nos separamos, la sonrisa agradecida que me regaló inundó mi corazón. Aunque el desasosiego por ella continuaba latente.

—Ya no hace falta que le digas nada a Massimo Conti —aduje apelando a mi intuición.

—Pero es el padre —repuso ella reprobadora—, tiene derecho a saberlo. Y yo quiero que lo sepa.

—Pero te ruego que no le exijas nada, aguarda a su reacción y actúa en consecuencia. Si reniega de su paternidad y de ti, no insistas, aléjate de él y olvídalo. Saldremos adelante juntas.

Asintió, aunque desvió la mirada. Su actitud esquiva removió mi preocupación. La tomé por los hombros y la obligué a mirarme.

—Prométemelo.

Pude ver su titubeo y su contrariedad; no obstante, tras un silencioso pulso de miradas, asintió.

—Te lo prometo, amiga.

Solté el aire contenido y sonreí complacida.

—¿Has cenado algo?

—Elisa me ha subido un escudilla con sopa de carne y un trozo de pan y queso.

—¿Te lo has tomado todo?

—Sí, mamá —contestó burlona.

Me sacó la lengua y ambas nos echamos a reír.

—Más te vale no ser desobediente o yo misma te daré de comer.

Dejó escapar una risita alegre que me sonó a música celestial.

—Y ahora, a la cama. Sigues muy débil y tienes que cuidarte.

Asintió risueña y me obedeció.

—He dejado de sangrar —anunció animada—. Ese Lanzo tuyo es realmente un magnífico apotecario.

—No es mi Lanzo —mascullé con sequedad.

—Lo es, y lo sabes, su mirada así lo decía.

La contemplé admonitoria y me senté a su lado arropándola.

Saber que Lanzo se había sacrificado por mí clamaba el profundo amor que me profesaba, tanto como renunciar a mí en favor de ese ser inocente que llevaba su sangre. Jamás dejaría de amarlo, por muchos años que pasaran, por muchas vidas que viviera, por mucha distancia que nos separara. Y, aunque el mundo entero se empeñara en quebrar nuestros espíritus y en pisotear nuestros corazones, seguirían palpitando al unísono, porque nuestras almas ya estaban enlazadas hasta el fin de los tiempos. Aquella convicción se asentó férrea en mi pensamiento, alegrando mi ánimo y diciéndome que en verdad era afortunada por sentir algo tan puro e incorruptible, por haber conocido a un ser tan especial como él.

Saber su verdadero origen en realidad aligeraba mi alma, y quizá aligerara la suya, pero no me incumbía a mí aquella revelación, aunque en el fondo de mi corazón deseara que madre e hijo pudieran algún día mirarse como tal.

Respecto a Carla, me suscitaba emociones contradictorias. Ella no se sentía madre, su odio y su resentimiento la habían endurecido, y en lo más recóndito de su ser había metido a todos los Rizzoli en el mismo saco, apartando a Lanzo de su venganza, pero sin ningún interés ni ninguna clase de afecto más que la justicia. Él no era como su familia, y lo dejaba aparte por eso, no porque mediara ningún hálito maternal. Aquello me entristecía, aumentando mi compasión por ambos. ¿Era posible que se rompiera un vínculo como aquel, por mucho que le hubiera sido arrebatado al nacer? Ella lo quiso, ella lo lloró, en alguna parte de esa roca que ahora envolvía su pecho todavía debía de titilar esa llama. Una llama que se afanaba por apagar o cubrir para estrangular el dolor que debía de causarle.

—No todos los amores tienen futuro, ni final feliz, por mucho que las dos personas compartan el mismo sentimiento —pronuncié melancólica—. No se puede conseguir todo lo que se ansía, ni se puede aspirar a obtener la felicidad siendo egoísta o posesivo, pues amar es el acto más generoso que existe.

Chloe desvió la mirada y su rostro se empañó avergonzado.

—Sin embargo —musitó apenada—, es tan difícil desprenderse de lo que uno ama… Sé que hice mal, pero creí que este hijo sería el empujón que Conti necesitaba, porque yo sé que él me ama, Alonza, lo sé.

—No te estoy juzgando, Chloe, tan solo intento que comprendas que ese no es el modo. Si él te amara tanto como dices, no necesitaría ningún incentivo para luchar por ti. Sé que lo sabes, pero te niegas a creerlo. En tu mente te has forjado una fantasía para huir del desengaño, y en cierto modo te entiendo. Ya es tarde para lamentaciones, y solo espero que, cuando hables con él, aceptes la realidad, sea la que sea. Se puede vivir sin amor, amiga mía, yo soy un claro ejemplo.

Asintió con mirada arrepentida y cogió mi mano para ponerla sobre su vientre.

—Llevas razón. Si me quiere, que venga por mí. No mendigaré su afecto, ni impondré mi presencia. En realidad, ya lo tengo, está aquí, y late dentro de mí. Ocurra lo que ocurra, deseo este hijo y ya lo amo. No me derrumbaré si después de todo no me quiere como pensaba.

—Nos tenemos la una a la otra —recordé de nuevo con una sonrisa abierta.

—Y no imaginas cómo agradezco al cielo el día que decidiste cruzar las puertas de esta casa.

Acaricié su mejilla y besé su frente.

—Duerme, es ya muy tarde.

—Me gustaría que fuera un niño —confesó con expresión soñadora—. Massimo lo preferiría, además, su vida sería más fácil. Y lo llamaría como él.

—¿Y si fuera niña?

—La querría igual, la protegería de todo y nunca le daría la espalda.

Me limité a sonreír tragándome la tristeza por otra vida que intuía trocada por una familia injusta y cruel.

—Y ¿cómo la llamarías?

—Gina, como mi abuela. Cuando ella murió, me hice esa promesa, que la traería de vuelta si tenía una niña. ¿Sabes que poner el nombre de alguien fallecido a un bebé lo trae de vuelta?

Negué con la cabeza, admirando aquella tierna ingenuidad en sus hermosos ojos aguamarina.

—Reconforta saberlo —comenté esgrimiendo una sonrisa dulce.

—Esta noche hace frío. —Se arrebujó temblorosa bajo las sábanas y yo me puse en pie, observándola afectuosa.

Me quité el vestido y, en camisola, me metí en su cama, la abracé por detrás y ambas compartimos nuestro calor y el inmenso cariño que nos había unido. Esa noche más que ninguna otra me aferré a ese calor, rogando que la pena que tiraba de mí me diera cuartel.


Estar frente a Gabini sabiendo ya quién era realmente supuso para mí todo un reto a mi templanza. Era tan solo un peón de Fabrizio, pero eso no mermaba su falta de piedad y sus nulos escrúpulos ante un acto tan infame.

Sonreí cínica y traté de esconder el profundo desprecio que me inspiraba.

Ese día me cobraría parte de mi venganza, sería yo quien lo condujera a otro mundo, manipulándolo a mi antojo.

Lo tenía todo preparado en la bolsa de sarga que había traído, y que él miraba ansioso, imaginando lo que debía de contener con mirada libidinosa.

Se acercó a mí y acarició la línea de mi mentón. Yo me mantuve firme, aunque en mi interior se revolviera mi furia.

—Dejadme que os preparé un brebaje único. Dicen que aumenta la potencia sexual del hombre y prolonga el placer. Y creedme si os digo que deseo que esta noche en particular sea larga y diferente.

Gabini sonrió con entusiasmo, mirándome cautivado.

—Dispón de cuanto necesites, ardo por someterme a tus caprichos.

Alcé una ceja seductora y sus ojos refulgieron impacientes.

—Desnudaos mientras lo preparo todo, ya sabéis que soy vuestra ama y vos mi mascota. Hoy he decidido ataros a la cama.

Adoptó su acostumbrada actitud servil y comenzó a desprenderse de la ropa con premura.

Me encaminé hacia el recio aparador donde tenía el vino especiado y lo serví en una copa. Luego extraje del saco el frasco con el estramonio molido y eché una considerable cantidad en la bebida, lo removí con el dedo y le acerqué la copa.

—Quiero que apuréis y relamáis la copa como el perro que sois.

La tomó de un solo trago y, acto seguido, comenzó a lamer el interior con vehemencia.

Sonreí taimada y palmeé su cabeza con desdén. Regresé a mi saco y le mostré la soga y una vara corta de madera de saúco, que pensaba utilizar como fusta.

Caminé lentamente en su dirección, dilatando cada instante para dar tiempo al brebaje a hacer su efecto. Me incliné sobre él, tomé su muñeca y la até al poste más cercano. Hice lo mismo con el resto de sus extremidades y luego me senté a su lado en la cama, paseando la punta de la vara por su pecho. Comencé a trazar un camino errante, observando su expresión expectante.

—¿A cuántas personas sanas llevasteis a Poveglia?

Su gesto cambió. Frunció el ceño y me clavó una mirada desconcertada.

—¿Desde cuándo recuerdas quién soy?

Alcé la vara y lo golpeé en un costado. Él gritó asombrado y su cuerpo se combó sobre la cama.

—¿Qué demonios…? —rugió.

De nuevo alcé la vara y sus ojos brillaron atemorizados.

—Contesta.

—No lo recuerdo.

—¿Rosella Brunetti era una de ellas?

Tragó saliva y asintió casi imperceptiblemente.

—¿Te pagaban por ello?

—No soy un mercenario —respondió ofendido, y sacudió enérgico los brazos con intención de escapar.

Lo golpeé de nuevo en el pecho.

—¡Maldición, detente!

—Quieto, hombre pájaro, estás a mi merced, como tanto te gusta.

—Este juego no es de mi gusto —se quejó airado.

—Pero sí del mío —espeté con una mirada gélida.

Paseé la vara por el enrojecido e inflamado verdugón de su costado y su piel se erizó. Sonreí pérfida.

—¿Qué le hicisteis a Carla?

Abrió los ojos exageradamente. En ellos comenzó a asomar un paño confuso, sus labios se fruncieron disgustados y de nuevo se agitó violento con intención de liberarse.

—Puedes matarme si quieres, porque no hablaré. Pero te aseguro una cosa, Alonza di Pietro, estás firmando tu sentencia de muerte si indagas donde no debes.

—Hablarás, porque ahora yo soy tu verdugo.

Alcé la vara y volví a golpearlo, esta vez con tanta saña que la piel de su pecho se abrió y de ella manó un fino hilo de sangre.

—¡No soy tu enemigo! —bramó furioso—. En aquel momento tuve que hacer lo que me pidieron, no creas que disfruté en modo alguno. Pero ahora, ahora he intentado ayudarte llevando tu caso en contra de los intereses de Fabrizio, bien lo sabes.

Sostuve su mirada expresando con la mía todo mi recelo.

—Alonza —musitó en tono suave y conciliador—, no eres una mujer común, y yo también soñé contigo tras dejarte en aquella infecta isla. Sangrabas mucho y te creí condenada, lamenté tu destino y nunca pude olvidar tus ojos, tu temple y tu fortaleza siendo tan joven. Tus últimas palabras me atormentaron muchas noches, y algo en mí cambió. Me compadeciste, y yo te admiré profundamente. Saberte viva inflamó mi pecho, y solo deseé volver a estar junto a ti. Temí que me reconocieras, pero aquella primera noche, aliviado, descubrí que habías olvidado mi rostro.

—¿Por qué? —inquirí con gesto afilado—. ¿Por qué ya no te debes a Fabrizio?

Comenzó a costarle enfocar la vista, parpadeaba sin cesar, empezaron a castañearle los dientes y dejó de debatirse. El estramonio comenzaba a surtir efecto.

—No voy a hablar de mis asuntos personales —reiteró con voz espesa—. Y… no lo hago solo por mis votos, sino por ti…, Alonza. Si puedo enmendar de algún modo mis pecados es manteniéndote lejos de… esto.

—Ya es tarde para eso —afirmé circunspecta—. Ya es tarde para mí. Creo que siempre lo ha sido.

Me levanté y me dirigí hacia los candelabros. Fui apagándolos uno a uno, sintiendo la mirada de Gabini fija en mí. Pude ver cómo se estremecía ante la decidida expresión que relucía en mis ojos.

—¿Vas a… a torturarme?

Soplé la última vela y me encaminé pausadamente hacia la ventana y la abrí de par en par. Una húmeda y sibilante brisa agitó mis cabellos. Respiré hondamente y me giré hacia él.

—¿Qué… qué está pasando?

No respondí. Me camuflé en las sombras y aguardé paciente, observando aquel blanquecino cuerpo iluminado por la luna, temblando asustado. Alzaba la cabeza estirando el cuello y miraba en todas direcciones, buscándome. Comenzó a gritar, pero, como bien sabía, nadie de su servicio acudiría. Ya estaban acostumbrados a nuestros peculiares juegos y él había prohibido terminantemente que nos molestaran.

Tras un largo instante, en el que la irrealidad comenzó a apoderarse de él inundándolo de pánico y crispación, me deslicé entre los penumbrosos rincones hasta llegar al saco. Extraje una capa negra con capucha y una máscara de hombre pájaro y me cubrí con ellos.

Tomé una profunda bocanada de aire, me erguí y salí de las sombras avanzando en su dirección.

Cuando reparó en mí, su turbia mirada se cubrió de horror.

—¡No! ¡No he dicho nada, lo juro! —exclamó angustiado.

—¿Dónde has escondido el libro sagrado? —inquirí imperativa, imprimiendo a mi voz un tono ronco y grave que lo estremeció.

—No, maestre, yo no lo tengo, está ahí… —Señaló un punto a mi izquierda y me miró completamente desquiciado—. ¿No lo veis? Sigue en la urna rodeado de velas, siempre vigilado por el ojo.

—No lo veo —negué alzando la voz—. ¿Seguro que no te has equivocado de lugar?

—No, está aquí, en el palacio, en la cámara secreta.

—¿En el palacio del dux?

—Como siempre, maestre —respondió entre escalofríos.

—¿Cómo se llega a esa cámara?

Alzó las cejas confundido, luego abrió y cerró la boca varias veces sin emitir sonido alguno. Finalmente, su vidriosa mirada logró enfocarme y respondió:

—Por el pasadizo secreto que comienza en el patio principal y que conduce a los piombi. En la cámara de los tormentos celebramos las reuniones, y el libro sigue ahí, en la urna.

—Recita tus votos, hermano, y te creeré.

Comenzó a mover la cabeza bruscamente de un lado a otro con los ojos desorbitados y la boca desencajada.

—¡Decidle que se vaya, que deje de picarme…! —suplicó lloroso, convulsionando contra el colchón.

Estaba comenzando a desvariar peligrosamente, no podía perder su atención del tema. Cogí de nuevo la vara y lo golpeé ligeramente con ella. Fue un gesto admonitorio, no le causé dolor.

—Repite tus votos y nada te pasará —insistí endureciendo el tono.

En ese momento, el viento conspiró a mi favor, rugiendo feroz y azotando las cortinas con vehemencia.

Gabini, que se estremecía violentamente como una hoja sacudida por una tormenta, negó con la cabeza y comenzó a recitar para sí de manera ininteligible.

—¡No te oigo! —clamé autoritaria.

Lumina enim pando lacteae nebulae et fratri scientiam ostendo. Neque umbilicus sum mundi nec numerus ullus.

Fue la primera vez que pude darle utilidad a mi conocimiento de las lenguas clásicas.

Me incliné sobre él y acerqué mi boca a su oreja.

—Fabrizio nos traiciona, hemos de proteger el libro —susurré en su oído.

—No…, no…, no…

Comenzó a sacudirse frenéticamente, preso de espasmos. Temí haber sobrepasado la dosis, tenía que irme cuanto antes. Logré ponerle la vara entre los dientes para que no se mordiera la lengua. A continuación, me desprendí rauda de la capa y la máscara y me fui de allí, preguntándome si al día siguiente recordaría lo ocurrido.


Cuando regresé a casa, Carla me esperaba despierta. Fui directa hacia el resplandor que emergía cálido de la puerta entreabierta de su despacho y me adentré en la estancia, descubriéndola sentada a su mesa, lacrando unos sobres.

Alzó el rostro hacia mí y me observó con agudeza.

—¿Lo has conseguido?

—Algo he conseguido, sí, pero no sé si es suficiente —espeté sentándome frente a ella.

Cogí uno de los pliegos que tenía apilados y retenidos con una pieza de cristal piramidal de vidrio ahumado y traslúcido. Distinguí un objeto dentro, parecía una esfera blanca con una mota oscura en el centro. Era la primera vez que veía aquello. Alcé los ojos inquisitiva con la pieza en la mano.

—La he mandado fabricar expresamente —explicó con una sonrisa maliciosa, tildada de orgullo.

—Es un objeto bastante peculiar. No sabía que se podía introducir cosas en el vidrio.

—No es fácil, solo un habilidoso artesano puede lograrlo. Y creo que he encontrado al mejor. Ha reproducido la pieza tal como se la describí. Su talento es magnífico. Mañana vendrá a recoger su pago. Es muy joven, pero ya posee el grado de maestro, y muy apuesto, por cierto.

—Puedo imaginar la relevancia de este objeto en el caso que nos ocupa. Observándolo con atención, parece un ojo atrapado en la niebla.

—Lo es, es el ojo que vigila el libro sagrado —aclaró—. Un objeto ceremonial, tan místico como simbólico, que se supone actúa como protector de los secretos de la orden.

—¿Cómo lo sabes?

Carla alzó mordaz una de las comisuras de sus labios y me miró con un deje de cinismo que no entendí.

—Lo sé, lo veo cada día.

La miré intrigada, pero no insistí.

—Y ¿cómo piensas usarlo?

—Dentro de pocas semanas se celebra el carnaval. Habrá una mascarada en la recepción que ofrece el dux y en ella pienso fingir que recibo este objeto de manos de Gabini bien a la vista de Fabrizio, que espero y ruego pierda el control. Es un hombre astuto, pero muy impulsivo. Ver este objeto sagrado expuesto como un vulgar regalo desatará su ira.

—Pero será peligroso para ti —aduje preocupada.

—Esta vez pretendo ser yo la peligrosa —murmuró oprimiendo los labios con firmeza.

—Creo que será la noche idónea para que robemos el libro —maquiné con una sonrisa ladina.

—¿Sabes dónde está? —inquirió ilusionada.

Asentí sonriendo triunfal.

—Justo donde se celebrará la fiesta.

Me observó admirada, y creí advertir en su mirada un deje afectivo inesperado. Mojé la pluma en el tintero y me incliné sobre el pergamino escribiendo el voto en latín que Gabini había recitado. Giré el papel y Carla lo tradujo en voz alta.

—«Abro mis ojos a la blanca niebla, y mis conocimientos a mi hermano. No soy ombligo de mi mundo, ni número alguno».

Ambas sonreímos cómplices.